A los diez años escribí mi primer relato del Oeste: "El infalible Farrow". Durante los cinco años siguientes escribí otros veinticuatro, siendo el último "La mano inolvidable". Había cumplido quince años y pensé que ya iba siendo hora de tomarme en serio la Literatura.

Recuerdo con mucho cariño aquellos años y aquellos textos, repletos de tiros, pistoleros y duelos a muerte, de buenos y malos, de extensas llanuras y estrechos desfiladeros, de sucias cantinas y lujosos salones, de cazadores de recompensas y sheriffs heroicos, de vaqueros camorristas y caciques despiadados, de cacerías salvajes y disparos de todos los calibres...vistos y escritos por un niño que creía en la infalible puntería del Colt del héroe solitario.

Aquí están algunos de aquellos relatos, tal y como los escribí, con sus errores sintácticos variados...¡y hasta con algunas faltas de ortografía!

DERECHO A LA TUMBA

 

El caballo, un ejemplar que en sus buenos tiempos debió ser rápido, parecía ahora fatigado y con ganas de descansar. Caminaba lento, casi con pena, bajo un cielo triste y plomizo del sur del Crazy Woman.

El hombre que lo guiaba, con una mano firme y la otra resbalando a lo largo del cuerpo, apenas si miraba el camino.

Unos ojos grises, hundidos, casi cerrados, se perdían a lo lejos como buscando algo inexistente, mientras el viento traía olor de recuerdos, de vagos recuerdos olvidados hace ya mucho tiempo.

Volver.

La nostalgia es, a veces, más fuerte que su recuerdo. Hay seres que viven de un solo instante, que lo vuelven a sentir toda su vida y que se convierte en la única, en la verdadera razón de su existencia.

El viento ululando triste, olvidado, bajo el cielo plomizo, en la calma absoluta de la tarde. El jinete, estático, frío, impasible, el hombre famoso de las manos rápidas, el hombre del corazón perdido, el hombre sin alma, lucha ahora desde su mente y nadie sabe del mundo que se encierra dentro de sus ojos.

Lo que ven, lo que miran y el esfuerzo que hacen para no ser vencidos por el irresistible deseo de ser débiles.

El camino se hace más franco y sus contornos se aprecian más enfilando la larga hilera de árboles. Los ojos grises, hundidos, se fijan en la tabla mal clavada al viejo roble, de letras borradas por el viento, por el olvido, por los años…   “Town Barrett”, que ya no se leen, pero que el jinete adivina como si el tiempo no hubiese caído sobre ellas.

La alameda de robles que conduce al pueblo, que se mueven lentamente al soplo del viento, implacable, dueño y señor de aquel horizonte, personaje único del espacio y el viajero que sigue, despacio, al compás de los tramos del viejo bayo, encontrando en cada rincón, en cada ángulo, en cada soplo de viento que le da en el rostro, un recuerdo, una amargura, y en el fondo, una sensación distinta y arrebatadora.

“Volver a verte”, se dice el hombre de los ojos grises, cansados, que quizá antes fueron duros y enérgicos, del pelo casi blanco, del rostro ya no terso, de las manos menos rápidas. “Volver a verte” se dice una y mil veces el hombre que se dejó la vida en aquel mismo sitio hace ya mucho tiempo, y que vagabundo del recuerdo recorrió mil lugares distintos huyendo de su propia existencia.

“¿Te acuerdas, Doc? ¿Te acuerdas las veces que hemos recorrido esto juntos? ¡Ah, mi viejo camarada! Ya no estamos como entonces”

El bayo solo camina, solo ve la senda de árboles, bajo el cielo plomizo y triste. Pero el viajero ve más, a través de sus ojos grises, cansados, que quizá antes fueron duros y enérgicos.

Las primeras casas aparecen ante ellos, como fantasmas surgiendo de la nada. Los porches de madera, abandonados, vacíos, las tablas carcomidas, todo solitario, triste, tremendamente olvidado.

Nadie. Solo desolación, quietud y silencio. De vez en cuando, el murmullo del viento silbando entre las casas, batiendo una puerta, una ventana, levantando remolinos de arena en la calzada.

El hombre que vuelve, sin embargo, tiene el alma llena de recuerdos que le duelen, que le hieren hasta la desesperación. El pueblo fantasma le mira, contempla la larga figura, cubierta de polvo, las relucientes armas de sus costados, el pelo casi blanco, los ojos cansados, tristes, que intentan borrar sin conseguirlo las lágrimas que quizá nunca brotaron y la canción, la dulce canción que rompe el silencio, la eterna canción que nunca olvidaría, que una vez más oye como en sueños, que una vez más, quizá más fuerte, escucha el hombre alto de los ojos grises.

“Volver a verte,  María… volver a verte, mi amor…”

Nick Wallach estaba aporreando el piano, bien para todos, y Hasper Dricht, en la barra, exhibía su cotidiana sonrisa.

-          ¡Vamos, vamos, un poco de paciencia! -decía una y otra vez, enseñando los dientes-. El viejo Hasper os llenará de whisky…

Los vaqueros se arremolinaban, inquietos, alrededor de las mesas, y “Duke” Shannon hacía diabluras con las cartas que saltaban en sus manos a ritmo frenético. Se decía que solo una vez había perdido una partida, y que fue el diablo quien le ganó. A partir de entonces, Duke Shannon había ganado siempre, y por eso hacía tiempo que se dedicaba a los solitarios en una mesa del fondo, sin que nadie se arriesgase a jugar con él.

-          Algún día me marcharé de este cochino pueblo -decía a menudo.

Pero lo cierto es que siempre, todas las noches, se le veía en su mesa del fondo, con su vaso de cerveza, con sus solitarios, con sus naipes que saltaban en sus manos dotadas de mágica movilidad.

Luces de colores en el techo, chicas que bailaban, mal que bien, sobre el pequeño escenario. Tumultos, juergas, whisky en abundancia. Juntando todo podría decirse que había un brillante colorido, un deslumbrante aspecto, y sin embargo todo estaba oscuro para Larry.

Estaba sentado en un rincón, estiradas las largas piernas y semioculto el rostro por el sombrero que le tapaba hasta los ojos.

El grueso libro “Derecho penal” que mantenía abierto, estaba olvidado bajo la botella de whisky, manchadas las hojas, pero el propietario parecía ajeno a ello. Parecía ajeno a todo lo que le rodeaba, al mundo entero, y solo miraba en una dirección, como si fuese la única.

Todo estaba oscuro para Larry.

Phil Moss, el hijo del dueño del rancho Bar entró disparado al local, con la cara roja y sudando copiosamente. Después de echar una ojeada, aferrando fuertemente su lote de libros, se dirigió a la mesa.

-          ¡Larry! ¡El viejo te busca y esta vez va de veras! El señor Perkins le dijo esta mañana que de faltar a tanta clase ya se había olvidado de tu cara.

Le miraba casi con espanto, y la actitud del joven le desconcertaba.

El sombrero le tapaba y pareció no oírle.

Phil Moss, descompuesto, miró una y otra vez por la ventana y gritó cuando se iba:

-          Ya te advertí, Larry ¡Te la vas a cargar por esa chica!

Las palabras airadas, el tormento, la música, ¿qué eran para Larry Vee? En ese momento, nada. Porque lo único que le importaba era la figura femenina que, coincidiendo con la falta de luces y el repentino silencio, apareció lentamente por el escenario.

Soñaba con ella, como era, y ahora le miraba desde sus ojos, bajo el pelo suave y la carita preciosa, ingenua, de la voz dulce, como la miel, que le cantaba.

Cantaba para Larry.

Era la vida la que estaba allí, sobre el escenario, era el cielo que le sonreía desde los dientes blancos, en la boca roja, que parecía querer pronunciar su nombre.

María, mi amor…

Ella estaba deseando terminar de cantar y Phil Moss sabía por qué. Una vez más estaba allí, en la puerta, vigilando por si alguna persona conocida aparecía y llegaba la ocasión de salir de fuga.

¿Cuántas veces había hecho aquello? Phil Moss se había olvidado, pero sonreía cuando pensaba en los cálculos de Larry para ver a María. Los equilibrios sobre la cuerda floja que hacía para verla, como ahora, como siempre, que la miraba casi dormido, que esperaba el final para ahogarla entre sus brazos.

Cuando, como ahora, como siempre, los veía alejarse juntos, por encima de todo, y fue entonces cuando Phil se preguntó hasta dónde iba a llegar aquello.

-          ¡Es intolerable! -gruñó el señor Perkins-. He tenido malos discípulos en mi vida, pero como su hijo, ninguno, señor Vee!

El bufete de abogados parecía ahora más aburrido que nunca. Larry pensaba en eso mientras su padre le miraba coléricamente.

-          Sí, una vergüenza. Todo el pueblo sabe que su hijo prefiere divertirse con una bailarina antes que formarse como abogado bajo mi cátedra. ¿Es o no es extraordinario?

El señor Vee esperaba una respuesta pero Larry no pensaba dársela. Solo se preguntaba si aquel rollo iba a durar mucho tiempo.

Brad Vee estaba tan enfadado que no sabía qué palabras emplear para insultar a su hijo. Se le ocurrió lo de siempre:

-          ¡Serás abogado, Larry! ¡Aunque entre Perkins y yo te rompamos la cabeza!

Salió bufando, dando un portazo, y el señor Perkins siguió hablando.

-          Veremos qué haces esta tarde, Larry. Ser mi pasante no tiene mucha importancia, pero es la primera vez que en Town Barrett se va a mandar a la horca a un hombre en juicio legal.

Larry Vee abrió algo los ojos.

-          ¿Usted cree que ahorcarán a Clance? No creo que se deje…

Sonrió ante la mirada airada de su maestro.

El señor Perkins, cuya virtud más característica era la paciencia, se armó de ella y contestó.

-          Ve a vestirte, Larry, a las cinco en punto empieza el juicio.

A Vee le importaba poco el juicio, la hora, y si a Chance Gilbert le enviaban o no al patíbulo. Lo que pensaba en ese momento era algo muy diferente, y por eso asintió con la cabeza y se irguió.

-          Sí, señor. No se preocupe.

Salió a la calle, despacio, sonriendo a la señora Thompson, que desde que se enteró de su actual conducta no le saludaba. Sonrió al mundo, a la vida, y en realidad a ella, que era su mundo, su vida, su único deseo. Anne Hons, una monada del Saloon, le guiñó un ojo cuando pasó por su lado, y Larry sintió envidia de ella, del tiempo que pasaba con María, con su chica, y la idea de que en esos momentos ella estuviese pensando en él le produjo un estremecimiento de felicidad.

Hacía calor en el local, tal vez demasiado pequeño para tanta gente.

El señor Perkins había terminado su discurso acusatorio, y el jurado, que había terminado de deliberar, se disponía a dictar el veredicto.

El sheriff estaba sudando copiosamente, y sus alguaciles, rodeando a Clance Gilbert, mantenían las manos cerca de sus revólveres.

Gilbert era un tipo grande, con apariencia de oso por el mucho vello que le cubría.

Tenía fama de manejar el “Colt” con destreza y tener pocos escrúpulos. Tan pocos que más de un testigo le vio freír a tiros a un vaquero. Clance Gilbert estaba atento, curvada la boca por una mueca de odio, y era más que probable que su semblante impresionase al jurado.

Solo había en el local un hombre que parecía ausente de lo que allí sucedía.

Lo singular es que aquel individuo tomaba parte directa de la acusación, aunque hasta el momento se hubiese limitado a escuchar la disertación del señor Perkins.

Larry Vee se despertó cuando se oyó la campanuda voz del juez Hamilton.

-          Y bien señor Thompson. ¿Cuál es su veredicto?

Clance Gilbert, por un instante, se quedó lívido. Se puso en pie, y todos los asistentes, la abigarrada concurrencia, se encerraron en un expectante mutismo.

El señor Thompson se armó de valor, y dijo:

-          Culpable. Clance Gilbert deberá morir en le horca en el plazo de 48 horas.

El procesado, primero, abrió los ojos enormemente, y luego chilló de rabia. Los brazos de los alguaciles impidieron que se moviera.

-          ¡¡Yo los mataré a todos!! ¡¡Lo juro!! ¡Nadie ahorcará a Clance Gilbert!

El sheriff le tapó la boca y entre cuatro hombres, a una señal del juez, se lo llevaron.

Sin embargo, algo en el ambiente pareció electrizar a los presentes.

-          Mañana por la mañana, el procesado será ahorcado. Hasta entonces, se le tendrá encerrado en la cárcel del condado. Pueden despejar la sala, señores.

Se había quedado en pie, sin duda, impresionado, como todos, por los gritos de Gilbert.

“Colgado en una soga hasta que muera”, se repitió, y pasó los ojos, sorprendido, en la somnolienta estampa del joven Vee.

El señor Perkins, visiblemente excitado, se volvió a preguntar cómo diablos iba a hacer carrera del más distraído alumno que jamás tuviera.

Mientras Clance Gilbert, a viva fuerza, era puesto bajo barrotes con dos hombres armados vigilando.

Larry Vee casi dormía, o soñaba, y su mundo maravilloso estaba muy por encima de aquella sentencia.

Ella le estaba mirando, le envolvía con aquellas luces de sus ojos, le besaba con aquellos labios tan rojos que solo besaban para él. Las manos que en las suyas se cerraban, el perfume de su cuerpo que de amor temblaba y el rostro de ángel, de diosa, junto al suyo, sin hablar, sin decir nada.

Pero algo había cambiado.

Ahora estaba triste, y las palabras se agolpaban en su cerebro, le hacían daño dentro, le dolían como nunca sospechó que lo hiciesen.

“No, Larry. Piensa, date cuenta del fracaso que sería, del mal que harías a tus padres… ¿Qué haríamos? ¿Dónde iríamos? ¿Cómo nos ganaríamos la vida…? No, Larry. Es una locura y tú lo sabes…”

El amor. Para él era distinto, terrible, tanto que nada le opondría resistencia.

El amor de Larry Vee era un huracán que nada detiene, que todo destruye, por encima de todo. Quizá equivocado. Pero auténtico.

El amor que Larry daba era muy grande, y por eso le estaba hiriendo hasta dolerle.

“Que te quiero… que no puedo vivir sin tenerte siempre a mi lado, junto a mí… que te quiero tanto que un minuto sin verte es un paraíso perdido, que te adoro… María, mi amor…”

 

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“María…mi amor”

El viajero de los ojos tristes, cansados, que quizá antes fueron duros y enérgicos, miraba sin ver, oía sin escuchar, temblaba quizá de miedo, y los recuerdos le arañan, le roban la vida como ladrones furtivos, como sombras encadenadas a su existencia que le siguen adonde quiera que va.

Pero ahora es distinto. Los ojos grises del hombre alto, en el Saloon de Hasper Dricht, en aquel viejo, abandonado y ruinoso edificio, taladran la madera carcomida por el tiempo. Sus manos se aferran al aire, el mismo de antes, que quizá guarde aún las notas de sus palabras.

“No, Larry… es una locura”

¿Acaso no le creyó? ¿Acaso desconfió de él, del hombre que puso ante ella todo lo que poseía, su vida, por encima de cualquier otro pensamiento?

La mujer vio lo que el amor cegó al hombre.

Los ojos cansados brillaron ahora con un destello distinto, quizá fiero, y sus músculos se tensaron como cables de acero cuando su mente, sin piedad, sin alma, seguía recordando.

¡Clance Gilbert se ha escapado!

¡Alarma! ¡Hurten sus cuerpos a Gilbert!

El viejo corría, antorcha en mano, presa de pánico, de terror, haciendo esfuerzos porque todos le oyeran. Y todos, o casi todos, sintieron el espanto reflejado en el rostro al oír la noticia, la fuga del cruel pistolero que juró vengarse.

¡Hurten sus cuerpos a Gilbert!

Hombres, mujeres y niños corrían vertiginosamente, como si un loco torbellino dominase el pueblo. Fue, sin embargo, de una rapidez asombrosa. Cuando la impresionante figura del bandido, bañada tan solo por la luz de la luna apareció en medio de la calle, ni uno solo de los vecinos estaba fuera de su casa.

Era una noche tranquila, silenciosa y templada. Una noche inolvidable.

Los ojos de Gilbert no reflejaban el brillo lunar sino el odio de la fiera sedienta de sangre. Cuando Gilbert era la muerte, representaba el mal en la historia de su vida, la vida absurda y vacía del llamado Larry Vee.

“Nadie ahorcará a Clance Gilbert” “Yo los mataré... ¡lo juro!

La sentencia sonaba, se palpaba en los rostros crispados por el miedo, por el afán de escapar a la muerte que los ojos de Gilbert pintaban.

Era un símbolo.

La noche estrellada, silenciosa y amarga, testigo fiel de una poesía dramática, cruel, pero inmensa, sólo callaba, sólo miraba, asustada, el drama, con sus mil ojos brillantes y encendidos.

Con los mismos ojos que Larry Vee miraba hacia la calle, hacia la nada, perdiéndose en un vacío absurdo, su vida, que solo acertaba a pensar “No Larry… es una locura”. La noche inolvidable, marcada a fuego en el alma del hombre, eje y resumen de una existencia sin más horizontes, parecía pedir algo, una muerte, y Clance Gilbert, ebrio de furia, de poder, de sangre, era su brazo despiadado, seguro y terrible.

“Yo los mataré… ¡lo juro!”

Los hombres se acurrucaban junto a las ventanas, temerosos de mirar al exterior, de ser vistos por el pistolero. Tenían miedo, un miedo casi animal de quien teme por su vida.

“No, Larry…”

Cuando las estrellas le vieron, solo, tremendamente solo frente a la muerte, con los brazos caídos del que renuncia a la lucha, andando despacio, triste, vencido y amargado, brillaron quizá más, la luz que latía en los ojos de Vee.

Su estampa cobró proporción gigantesca en las sombras de la noche, que ni siquiera descubrieron la mirada mortal, loca y ausente del hombre sin alma que solo a matar aspira, que solo matar pretende.

Clance Gilbert, plantado en mitad de la calle, con la expresión del fuerte, del vencedor, gritó de júbilo cuando vio al joven venir en su busca. Sus manos, esas manos rápidas, implacables se movieron inquietas, prestas a empuñar las culatas de sus viejos, gastados y tremendos revólveres “Colt” del 38.

“¡Sí, Larry!”

¿Qué ocurrió? ¿Qué pintaron los ojos, como lagos, de aquella mujer que le miraba, que le lanzaba amor desde ellos?

¿Qué vio Larry Vee en ella, en el momento más dramático, más intenso de su vida?

Fue un segundo, quizá menos, y nunca mejor se hubiese dicho que aquel segundo significaba un mundo, el mundo mágico, maravilloso, de Larry Vee.

La vio dispuesta a unir sus vidas, la vio encumbrada en el amor que nada detiene, que todo lo cubre, por encima del mundo.

La vio suya, más suya que nunca, pidiéndole amor desde sus ojos, aquellos ojos, como lagos, que tanto le dijeron, que tanto le gritaron, que tanto le amaron, en un solo instante.

“¡Sí, Larry!”

“¿Qué me importa el mundo si estoy contigo? ¿Qué me importa, si eres tú mi vida, lo único que tengo? Ven, Larry, ven…”

El instante dramático, enorme, cegado por el sol de mil estrellas brillando, lanzando luz a sus vidas que ahora solo esperaban un violento final.

María le vio, solo y perdido, frente al asesino que nadie detiene, María le vio solo ante la muerte y en ese instante la sensación que sacudió sus miembros fue mortal, atroz, de increíble intensidad. A gritos pidió la muerte, pidió llorando fin a una vida vacía sin Larry, y corrió a su encuentro, a sus brazos que la esperaban, con ansia, con furia, con loca pasión, por encima de todo, de la muerte que Clance Gilbert representaba.

Larry Vee cambió pero fue tarde.

Sus manos bajaron, rápidas, a las pistoleras, buscando frenéticamente, con locura las armas que tanto, en aquel momento, significaban para él.

Luchó por su amor, y es posible que con más fuerza que nadie. Luchó por ella, como siempre quiso, se erigió en torbellino disparando sus armas, y la noche entera se estremeció con el fuego de los disparos.

Gilbert fue más rápido. Pero el destino no quiso concederle una victoria. Cuando su bala salió del revolver una décima antes que la de Vee, una mujer se interpuso en su camino.

Una mujer asustada, que cayó en los brazos de Larry, una mujer enamorada que se moría en los brazos del joven, al que el cielo contempló como un ángel vengador.

La estampa de Larry Vee, aferrando el cuerpo de María, disparando sin tregua, sin compasión, sus revólveres en bárbaro concierto de plomo, cobró proporciones legendarias a la luz de las estrellas.

El amor y la muerte se unieron en terrible abrazo, se clavaron a fuego, para siempre, en los ojos, en el alma, en la vida del hombre con un fulgor imperecedero y gigantesco.

El amor y la muerte, bajo el cielo cuajado de luces, qué bello y monstruoso a la vez, qué dulce y bárbaro, noble y salvaje.

Cuando el cuerpo del pistolero, cosido, acribillado a balazos, se desplomó inerte, estúpidamente, tiñendo de rojo la calzada, Larry Vee se había dejado allí toda su vida.

Sus brazos parecían incapaces de dejar de aferrar aquel cuerpo sin vida, se negaban a soltarla como algo suyo, estrechándola contra su pecho, llorando con fuerza, con desesperación, besando sus labios en la más dramática visión que nadie jamás contempló.

 

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Larry Vee avanzaba en la noche, despacio y triste, bajo un cielo encantado, y la canción venía de lejos, de sus ojos, que le miraban sin verle.

“María… mi amor”

El hombre alto, de ojos cansados, miraba la tumba donde tan solo esas tres palabras se leían.

El hombre miraba el mármol desnudo, frío y amargo, que se conservaba intacto a través de los años, que guardaba impávido al tiempo la vida real, aunque muerta, de Larry Vee.

El hombre cansado, triste, abrazado a la losa con trágico afán, lloraba ahora en silencio, profundamente, y sus lágrimas parecían traspasar el mármol, bajar hacia ella, que tal vez le viese desde el cielo.

El hombre cansado de vivir sin ella, triste de no verla y vacío de no tenerla, lloraba en silencio, con pena infinita,  porque ni el tiempo ni el olvido lograron borrar su imagen.

A la luz débil de las estrellas, que el cielo plomizo ocultaba, bajo la capa de nubes, sobre la tumba blanca, que le esperaba, Larry Vee se quedó dormido.

Y cuentan los que por allí pasaron, en noches como aquella, que junto a la tumba blanca de las tres palabras que nadie supo quien puso, un hombre alto lloraba.

Y cuando se acercaron hasta aquel lugar vieron un hombre muerto abrazado a la lápida, y una frase escrita sobre la piedra. Las tres palabras que nadie miró seguían diciendo, como antes, como siempre, la misma canción, como salidas de la boca de aquel hombre, viejo y joven, que lloraba.

“María…mi amor”

                                                                                                                     FIN

 

                                                                                                                                                                                   © Javier de Lucas