El niño estaba jugando con la arena.
Hacía un viento suave que le rizaba el pelo, y las olas se encrespaban antes de estallar y convertirse en blanco el puro azul. De vez en cuando se levantaba, echaba a correr mojándose los pies con el agua que llegaba y moría casi al instante, y luego volvía a la arena, levantando murallas que intentaban detener las olas...
El Sol se ponía lentamente, y en ese mágico momento arrancaba reflejos dorados al mar, que parecía dormido. El cielo comenzaba a teñirse de sombras, las nubes de más allá de la isla de EL parecían incendiadas por el fuego del astro, y el viento traía olor de mar, de horizonte, de belleza en aquella tarde de verano.
La playa infinita que se perdía a lo lejos parecía entonces solitaria, triste, fría...los últimos rayos de Sol la besaban ahora como el agua salada que jugaba con la arena, que venía y se marchaba, que volvía y se iba para volver a venir.
La vida parecía desaparecer en esos momentos porque una calma absoluta, una paz total se había adueñado de ese mundo fantástico, del paisaje encantado de aquella playa. Por poniente, el resplandor del Sol se convertía en una mancha roja, tan gigantesca que parecía cubrir el cielo hasta la isla.
El espectáculo era fascinante y por eso el niño jugaba todas las tardes en la playa, para ver con sus propios ojos aquellas maravillosas puestas de Sol en los días del verano. Sus ojos, sin embargo, se cansaban a veces y miraban ansiosos hacia la espuma donde el mar moría y se remontaban por la verde alfombra hasta la isla de EL. El viejo tardaba y eso era algo que impacientaba al niño, de tal manera que a veces corría inquieto por la arena, sin dejar de mirar hacia la isla. Entonces, la barca se dibujaba sobre el mar como un punto blanco surgiendo de las aguas, y venía, venía despacio porque despacio se vivía allí, despacio parecía correr el tiempo, andar casi, pararse incluso.
El viejo, fatigosamente, el viejo EL se debatía con las redes, llenas de peces, y las algas y los corales que despreciaba antes de desembarcar en la playa. Era cuando el niño, velozmente, se apresuraba a su encuentro, batiendo las manos de gozo, rasgando la espuma con los pies desnudos, arrancando al tibio Sol los últimos reflejos, dorados casi, de su rizada cabellera.
El viejo EL agitaba una mano desde la barca y seguía afanándose en su tarea. Como todos los días, como todos los meses, como todos los años que el tiempo, sin querer, unía y hacía desaparecer en su propio paso. La escena era la misma de siempre, desde hacía mucho tiempo, como las palabras, aquellas palabras misteriosas y profundas que salían de la garganta del viejo, y que nadie escuchaba, y que se perdían en la cálida tarde, sin que nadie recogiese su extraño sentido:
"Cuando la playa se llene de centauros de muerte, cuando los jinetes del más allá del mar, en negra nube, tras rojo cielo, emerjan de las aguas, la isla dejará de existir y el vacío reinará sobre las olas. Sólo los ojos del diablo, con su luz de muerte, destellarán la fuerza que aniquile al invasor, y aquel choque será tal que esos ojos perderán también su vida".
¿No los ves? El niño y el viejo se han sentado en la arena, como todos los días, y mientras la bruma va cubriendo el cielo poco a poco, el aire vuelve a oir las historias, los cuentos, las leyendas que el viejo sabe, que el viejo dice con una extraña emoción y que nadie escucha. Sólo el niño le presta su oído, sólo el niño se deja llevar por la fantasía que canta esos mundos inéditos, increíbles, del otro lado de las montañas, hacia el interior.
Y las palabras que nadie oye, que nadie escucha, vuelven a rasgar el aire como un presagio, como una maldición, como un aviso a esa isla que se duerme en el cálido atardecer, sin penas, sin añoranzas. La isla vive y sólo con vivir pasa su tiempo, y sólo con vivir se conforma, y nada espera, porque el que espera lucha y se angustia, sufre, y nadie lo hace en la isla.
El mar contempla la isla y y el cielo se vuelve más azul, se apaga, anuncia la noche, envolviéndolo todo en una nueva maravilla, las estrellas, luces infinitas que salpican el viento.
"Me estaba mirando con sus ojos infantiles, azules, muy abiertos, limpios como el que sólo ha mirado al mar. Me estaba mirando como siempre y yo seguía hablando, la vida que intentaba descubrirle y que no conseguía. Sus ojos se abrieron esta vez quizás más que las anteriores, y se puso en pie de un salto, y sus manos temblaron y echó a correr mirando el cielo que de repente se había vuelto rojo, que lanzaba llamaradas e incendiaba la tarde."
"Entonces me levanté. Me levantaba. Llegaban los centauros. Avanzaban compactos, como una nube de color negro surgiendo de las olas. Avanzaban en tropel, a sangre y fuego, disparando sus armas, hollando la purísima arena con sus trancos veloces. Aparecían tras la bruma, estremecedores en su alucinante visión de la profecía, cabalgando por las aguas hacia la isla, fantasmas negros, ángeles de la muerte que pedían, que querían, que buscaban la vida del débil. Que sólo muerte anunciaban y sólo saben a muerte.
La isla dejará de existir".
El chico seguía de pie, pintando en sus ojos, por primera vez, la expresión de angustia que jamás antes pintaron, la arruga de su frente que que antes no existió, el rechinar de sus dientes o el temblor de sus manos. Vio parte de la vida, quizá la más dura, y la impresión le dolió, como si viese el más bello sueño echo añicos, enfrentado a una realidad salvaje que surgía ante sus ojos con la fuerza de un vendaval.
Vio la lucha por la supervivencia, vio la angustia, vio la locura de la muerte, el espanto, el miedo, la furia, el dolor. "Vio tanto en tan poco tiempo que sólo él podría resistirlo y por eso le escogí. Vio tanto que sus ojos se endurecieron, y el azul se tornó diabólico, y en un segundo todo cambió".
El viejo cogió al niño por los hombros, le sacudió fuertemente hasta dominarle y le susurró unas palabras al oído. Le vio alejarse mientras la muerte avanzaba en forma de centauros, tras rojo cielo, surgiendo de las olas en una visión apocalíptica.
"Nadie me escuchaba. Seguía hablando, advirtiendo, y sólo el chico me oía, como yo antes...¿cuándo?, el año pasado, nunca, siempre. Me oía y sus ojos tan azules, tan limpios, se afanaban en comprender mis historias, y no sabía lo que en realidad yo quería decirle. Se debatía en un mundo fantástico y yo seguía, como siempre, hablando lo que él sólo escuchaba.
El primer EL me miraba allá a lo lejos, desde la isla o tal vez desde el cielo, como si fuese yo mismo, o fuese yo el último. Y el joven EL oía, callaba, se formaba, y cambiaban sus ojos en un segundo, como los míos."
El cielo, rojo de fuego desde entonces, tras la negra nube, parece la cólera que mira hacia la tierra, y el mar ya no arranca reflejos de plata, sino de sangre, y la arena ya no es tan pura, porque aún las huellas de los centauros la deforman salvajemente. Ya no se pone el Sol sobre la playa, porque la noche no anuncia paz sino tormenta, y ya las estrellas no salpican al viento, sino le lloran o se esconden tras la bruma para no ser testigos de lo que ocurre.
"¡Mirad, hombres de EL!"
Que un infierno en la isla no cabe, que es el juego de la vida y que el tiempo no cuenta para vosotros. Mirad la playa, solitaria y nostálgica de paz, que espera. Mirad las olas que la caricia del Sol aguardan. Mirad el cielo que los ojos deslumbrantes de mil estrellas recuerdan, añoran, sufren, pretenden. Es la vida y es su juego, como la arena que ya no ve al viejo EL, ni al niño, ni al aire que propaga sus historias.
El viento que escucha los gemidos de las almas y que ya no siente las extrañas palabras, como un aviso, como una sentencia, que salen de la garganta del viejo. Las palabras graves, profundas, que nadie escucha. El silencio, que no es de paz, sino de muerte. Ahora...
la atmósfera se vuelve irrespirable, un clima tenso y extraño se apodera de todo...
"¡Mirad, hombres de EL"!
Ese clima, poco a poco, invade este trozo de mundo. Cuidado, algo va a ocurrir. Por encima de todo, de la angustia, del dolor, de la oscuridad del invasor. Ya falta poco...
Un Arco Iris gigantesco, infinito. Mil espectros infernales que cubren el cielo. Una visión apocalíptica y un hombre. El universal. El elegido. El hombre de los ojos del diablo.
EL.
Ha surgido del mar y viene hacia la isla. Avanza lento, implacable, con la mirada fría como el hielo. El hombre de los ojos del diablo avanza por el mar, por la playa, desprendiendo la larga figura destellos de irrealidad, de fantasía. El marco de la costa centra al hombre aparecido, y el aire se va enrareciendo, presagiando la próxima tormenta. La arena, primero levemente, luego con fuerza, se levanta en remolinos, aquí y allá, y crecen las olas, se rompen en montañas de plata cada mez mayores, cada vez con más fuerza, cada vez más blancas.
Ya no hay cielo rojo. Venidas de lejos, las nubes negras se juntan, se aúnan en poderoso choque, y parece que los cielos se abren, que vomitan su furia...y el mundo tiembla.
Un relámpago que ilumina la noche, la playa, con el vivo resplandor de su luz de fuego. Mil truenos infernales, un horror del averno desatado sobre la tierra, que avanza, que enloquece, que destruye...
y abajo el hombre.
Lento, despreciando el infierno que le rodea y le sumerge, despreciando el peligro, como el dueño del mar que ahora se estremece en olas gigantescas, compases de una enloquecida sinfonía. Por encima de todo, la luz de sus ojos, dos piedras de fuego brillando más que los rayos, que el relámpago cegador que ahora es el cielo.
"Los ojos del diablo que miran, que hieren. Mis ojos cansados, tus ojos azules, limpios. Mis ojos azules, limpios...tus ojos cansados.
Los jinetes de la nube negra le ven, envuelto en la tormenta, avanzando lento, terrible. Le ven por encima de las gigantescas olas, la furia del mar, la maldición del cielo, y sus armas le buscan, te buscan, me buscan, uniendo la muerte a la tormenta. Un relámpago aún más fuerte, un trueno más ensordecedor, y una salvaje lucha de titanes bajo el cielo, sobre la playa, la eterna historia que se repite, y siento el deseo de muerte en mis manos, en mi alma, y los busco para aniquilarlos porque al fin ha llegado el momento, mi momento. Les persigo entre las olas, entre los rayos, entre el diluvio, buscando sus cuerpos que huyen, ahogando sus vidas en la furia de mis ojos, sepultando bajo la fuerza de mis manos todo su poder, arrancando sus sucias almas, encerrando para siempre sus negras figuras en la inmensa tumba tras las olas."
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"Dicen que el viejo está loco, que habla palabras sin sentido, pero a mí me gusta escucharle...y no sé por qué. Sus ojos apagados, casi sin luz, se cierran, y habla y habla, y yo le escucho todos los días en la playa, cuando le veo venir desde la isla. Nadie le escucha, nadie le oye, pero no le importa.
Como siempre, el Sol se va poniendo, el mar es una balsa inmóvil y la tarde, como todas las tardes, apacible y silenciosa. Yo espero su barca viniendo de la isla, me gusta contemplar sus ojos cansados y oir sus fantásticas historias que no comprendo.
Un día todo se oscurece.
Algo va a ocurrir porque el viejo se pone en pie, cambia su expresión, tiemblan sus labios...una nube negra, tras rojo cielo, aparece en el horizonte.
No hace falta que el viejo me sacuda por los hombros, no hace falta que sienta la muerte a mi espalda, la vida gritar a mi lado rompiendo de repente el sueño.
La isla me espera y sé cuál es el camino.
Sé cuál es mi destino, un destino de muerte y destrucción, para empezar de nuevo al buscar al nuevo niño. Me veo matando, ahogando vidas en mis manos bajo una noche de aquelarre, y veo frente a mis ojos los azules del niño, limpios, como dos lagos, que atentos a mis historias, que nadie oye, que nadie escucha, apenas si se mueven.
Las palabras que nadie oye, que nadie escucha, se pierden en la tarde del verano, y las estrellas, allá en el cielo, se miran y juegan con las olas. En la playa, en el mar, en el cielo, entre las estrellas, en el universo entero, el tiempo no existe ni quiere existir.
Y abajo, en el mundo, un hombre:
EL".
© 1969 Javier de Lucas