A los diez años escribí mi primer relato del Oeste: "El infalible Farrow". Durante los cinco años siguientes escribí otros veinticuatro, siendo el último "La mano inolvidable". Había cumplido quince años y pensé que ya iba siendo hora de tomarme en serio la Literatura.

Recuerdo con mucho cariño aquellos años y aquellos textos, repletos de tiros, pistoleros y duelos a muerte, de buenos y malos, de extensas llanuras y estrechos desfiladeros, de sucias cantinas y lujosos salones, de cazadores de recompensas y sheriffs heroicos, de vaqueros camorristas y caciques despiadados, de cacerías salvajes y disparos de todos los calibres...vistos y escritos por un niño que creía en la infalible puntería del Colt del héroe solitario.

Aquí están algunos de aquellos relatos, tal y como los escribí, con sus errores sintácticos variados...¡y hasta con algunas faltas de ortografía!

EL MAS VALIENTE

 

El hombre se pasaba la vida mirando su abultado reloj de bolsillo, y eso no dejó de extrañar a su compañero de viaje.

-          No creo que así adelante nada, amigo -dijo-. Me llamo Enoch Shandish y le aseguro que no he visto en mi vida un tipo tan nervioso como usted.

El otro le miró por encima de sus gafas de concha y luego echó una ojeada por la ventanilla de la diligencia. Dijo:

-          Yo soy el doctor Benson. ¿Sabe usted cuánto tardaremos todavía en llegar a Boot Hill? Creí que este trasto iría más deprisa.

Enoch Shandish, un tipo pequeño y delgado, cuya nuez subía y bajaba mientras hablaba, hizo una vaga señal con las manos.

-          ¡Quién lo sabe! -contestó-. Todo depende de las ganas que tenga Frankie en llegar. Seguro que si le esperase la novia iría más deprisa… Desde que se casó cada vez va más despacio.

Lanzó una mirada y señaló al del pescante, pero inmediatamente rectificó:

-          Ya falta menos, calcule usted media hora.

El doctor Benson pareció más tranquilo y echó la cabeza hacia atrás como intentando poner en orden sus pensamientos. El viaje desde Phoenix había sido demasiado cansado y necesitaba al menos un sueño reparador.

Shandish no parecía dispuesto a dejarle.

-          Supongo que irá a Boot Hill para ver morir a Frank Grissom; todo el mundo va a verlo, los hoteles van a hacer su agosto.

Benson  no se entusiasmó con la charla, pero Shandish estaba aburrido y quería hablar. Continuó:

-          Es el duelo más interesante de este año. Si yo fuese Larry Conway, cobraría la entrada y me haría rico.

El doctor miró a Shandish y preguntó:

-          ¿Por qué está tan seguro que Larry Conway matará a Grissom? Creo que las apuestas estarán a la par.

Al otro le brillaban los ojos de excitación, tal vez porque habían tocado su punto débil. Chasqueó la lengua antes de hablar, como si quisiera dar mayor importancia a sus palabras.

-          Mire, yo vi a Larry Conway liquidar a Farrell en Amarillo, y le aseguro que ese chico es de los buenos. Llegará adonde quiera, porque valentía y rapidez no le faltan.

Al doctor pareció interesarle la charla. Dijo:

-          Lo que no me explico es por qué dicen que el vencedor será “el más valiente” pistolero de Nuevo Méjico. ¿Cómo explica eso? ¿No será el más rápido?

Shandish lo sabía todo.

-          Porque el que más agallas tenga será el que triunfe. Se han desafiado a duelo abierto, al estilo mejicano, y no solo contará la rapidez en “sacar”. Por eso el que gane será no solo el número uno de Nuevo Méjico, sino “el más valiente”.

La explicación pareció terminar con la curiosidad del doctor Benson. Sacó la pipa del bolsillo superior de su levita y comenzó a encenderla.

-          Ya verá usted –siguió Enoch Shandish, que no se resignaba a quedarse callado- Larry Conway hará las delicias de los espectadores y será el principio de su carrera. Llegará a ser tan famoso como lo fueron Reno, Clint Rassendean o el mismísimo Harry Shanto.

Los nombres no le sonaban al doctor, pero asintió con la cabeza para no decepcionar a su interlocutor. Se estaba preguntando si estaba viviendo una absurda aventura.

Enoch Shandish se había callado y en el camarín se hizo un prolongado silencio. A través de las volutas del humo de su pipa, el doctor estaba ensimismado contemplando el paisaje sin matices.

A la media hora aproximadamente, la diligencia fue perdiendo velocidad y unas casas se dibujaron a lo lejos. Enoch Shandish lanzó una exclamación y se dirigió a su compañero de viaje.

-          Ahí lo tiene, doctor. Boot Hill en fiestas, preparado para el gran espectáculo. Mire, mire, qué cantidad de forasteros.

Era verdad. A medida que se adentraban en el pueblo, una expectación y una animación extraordinaria se notaban rápidamente. Una especie de fiebre parecía haberse posesionado del tranquilo rincón de Nuevo Méjico, y un sinfín de carretas, caballos y personas deambulaban abigarradamente por la calle principal.

¿Es que la muerte de un hombre es un espectáculo tan fascinante? se preguntó el doctor Benson con repugnancia.

No encontró respuesta. Bastaba ver el rostro de Shandish para comprender el grado de salvajismo a que había llegado el territorio.

La diligencia se paró entre un fenomenal ruido de ballestas y relinchos, y una nube de polvo pareció tragársela.

Frankie bajó de un salto y abrió la portezuela con un ridículo ademán que quería ser elegante.

-          Boot Hill, señores. El escenario del más interesante duelo de la temporada.

Rebozado de polvo hasta el mismo cuello y con el negro maletín en la mano izquierda, el doctor Benson puso pie en tierra y se friccionó dolorosamente los riñones. Detrás de él, Enoch Shandish contemplaba la algarabía reinante con ojos brillantes.

-          El hotel “Excelsior” es el más caro y el “Dorado” el más barato. Espero que hayan tenido un buen viaje, señores.

Con esta frase de despedida, Frankie se dispuso a entrar en la casa de postas, pero el doctor Benson le retuvo por un brazo.

-          Quisiera uno intermedio -dijo.

-          Lo siento, pero no hay más. Son los únicos hoteles del pueblo, amigo.

Se despidió agitando la mano, y Benson se dijo que era un tipo simpático aquel Frankie.

Aun con el bullicio de la calle y el calor casi asfixiante, se respiraba un clima de ansiedad que no pasaba desapercibido fácilmente.

Enoch Shandish tenía la mano tendida y le miraba con agrado.

-          En fin, doctor Benson, ha sido usted un magnífico compañero de viaje. Ya sabe que estoy a su disposición si me necesita para algo.

Benson, estrechó la mano y sonrió.

-          Igualmente agradecido, amigo -dijo.

-          Permítame –Shandish le retuvo un minuto más- que le haga una pregunta, por si acaso no nos volviéramos a ver. Si puede saberse ¿cuál es el motivo de su venida a Boot Hill?

El doctor Benson achicó los ojos y respondió.

-          Motivos profesionales. Un paciente me mandó llamar con urgencia y por eso estoy aquí. Ya sabe usted que un médico se debe por entero a sus pacientes.

Enoch Shandish, curioso, volvió a preguntar.

-          ¿Un paciente? ¿Cuál?

Los ojos de Benson se habían endurecido.

-          Larry Conway.

Y dio media vuelta, dejando a Shandish con los ojos en blanco.

La habitación del hotel era pequeña y bastante sucia. El doctor Benson se preguntó cómo serían las del “Dorado”, si aquellas eran mucho mejores.

Lo primero que hizo fue quitarse la ropa, lavarse y afeitarse. A continuación repasó su maletín, se puso camisa limpia y se tumbó en la cama, encendiendo la pipa. Al cabo de quince minutos de su voluminoso reloj, se levantó, cogió el maletín y el sombrero y salió, cerrando la puerta cuidadosamente con llave.

El tumulto de la calle parecía haber crecido en aquel breve espacio de tiempo, y, cuando bajó, el colorido era para sorprender a cualquiera.

Según sus motivos, Larry Conway y Frank Grissom se encontrarían aquella misma tarde en la calle principal de Boot Hill, y una vez más se preguntó qué diablos quería Conway de él.

Decidió no perder un minuto más y avanzó rápidamente por entre la gente, dirigiéndose a la oficina del sheriff que estaba situada casi enfrente del hotel “Excelsior”.

Era una sala amplia y destartalada, y cuando Benson entró una campanilla dejó oír su tintineo. Había un hombre durmiendo en una silla, y la estrella que lucía en el pecho indicó al médico que aquel hombre era el sheriff de Boot Hill.

Se quitó el sombrero y carraspeó.

-          Sheriff…-dijo.

El de la estrella, que tenía el “Stetson” tapándole los ojos, se lo echó hacia atrás de un papirotazo y con los ojos entrecerrados contempló a Benson. No pareció prestarle mucha atención y solo dijo:

-          Es esta tarde a las cinco. Frank Grissom llevará camisa negra. A Conway le reconocerá por el color de su pelo.

El doctor se quedó sorprendido y no supo qué decir. Como viera que el otro se dispusiese a seguir su siesta, volvió a carraspear y preguntó.

-          ¿Podría decirme dónde está Larry Conway ahora?

Al sheriff pareció coger desprevenido aquella pregunta y abrió los ojos del todo.

-          ¿Para qué quiere verle? No creo que Larry Conway tenga ganas de ver a nadie en estos momentos.

-          Es usted a quien debería ver, amigo mío -dijo el doctor con vehemencia- pero ya sé que la muerte es el mejor espectáculo de esta tierra. Pero ya que usted no tiene intención de verle, dígame al menos donde puedo encontrarle.

El sheriff tenía ahora los ojos bien abiertos y miraba estúpidamente al recién llegado. Si no tuviese tanto sueño le mandaría al calabozo por imbécil.

-          ¡Váyase al cuerno! -gruñó-. Y si quiere morir tan pronto, acuda a la casa de Nancy Larson: Conway estará allí.

Cerró los ojos y estiró las piernas, hasta colocarlas encima de un banco situado al efecto. Como lo que iba buscando ya lo había encontrado, el doctor Benson se tocó el ala del sombrero y salió a la calle, no sin hacer chillar ratonilmente la dichosa campanilla de la puerta.

Se estaba preguntando dónde caería la casa de Nancy Carson, y se contestó que la única manera de averiguarlo era preguntar a uno cualquiera de los transeúntes. Se acercó a uno de ellos, un tipo gordo y con cara de viajante, y preguntó:

-          ¿Me haría el favor? Soy forastero aquí y quisiera saber dónde está la casa de Nancy Carson.

Le había dedicado una sonrisa lo más afable posible, pero ni eso consiguió borrar la expresión de desconfianza que se pintó en la cara del hombre.

-          ¿Es posible que no sepa dónde vive Nancy Larson, la novia de Larry Conway? ¡Válgame Dios! Mire usted, se conocieron en Dallas hará cosa de dos años, cuando Conway no era…

-          Perdone -el doctor Benson comenzaba a ponerse nervioso, -quisiera saber cuál es la casa de Nancy Larson, y nada más.

Ahora, el otro le miró con franca antipatía. Señaló una bonita mansión al final de la calle, y luego salió disparado sin siquiera despedirse.

El doctor Benson volvió a consultar el reloj, apretó con fuerza el maletín y avanzó rápidamente. Antes de llegar, sin embargo, alguien le cogió del brazo y una voz a su espalda dijo:

-          Cinco a uno a que Grissom bate a Conway. ¿Acepta?

La mirada que el doctor dirigió al que así hablaba fue lo suficientemente gráfica como para que abandonase la idea de apostar con él.

Al fin, con un suspiro de alivio, se encontró frente a la puerta de la casa, y golpeó lentamente la madera con los nudillos de su mano libre.

La puerta tardó en abrirse, y mientras tanto, Benson se preguntó qué iba a encontrar en aquel agujero tan bonito. Volvió a llamar, y al rato unos pasos rápidos se escucharon. La puerta se abrió y una hermosa mujer le contempló desde la penumbra.

Benson no supo qué decir, lo que más le impresionó fue la mirada durísima de aquellos ojos negros, y la sensación le desconcertó.

Fue la mujer quien lo hizo todo.

-          ¿El doctor Benson? –inquirió- Larry Conway le está esperando. Mi nombre es Nancy Larsen.

Se sintió más tranquilo y se quitó el sombrero mientras pasaba al interior. Era agradable la sensación de frescor que reinaba dentro, y hasta la oscuridad le produjo un buen efecto.

-          Es esa habitación -dijo la mujer, señalando con el dedo.

Entró ella primero y esperó a que el médico lo hiciese también. Luego cerró la puerta con infinito cuidado.

La oscuridad era allí tan completa que Benson estaba en casi en  tinieblas. Oía la respiración entrecortada de la dama, y percibió al fondo otra más rítmica. Aquella debía pertenecer al famoso pistolero.

Nancy Larsen encendió un farol de petróleo situado encima de una repisa y lo levantó en la mano para que el doctor contemplase la lujosa habitación. Después avanzó unos pasos y los ojos de Benson se posaron fijamente en el hombre que se dibujaba a la débil luz de la lámpara.

Era alto, más bien delgado, de finas manos y extraordinaria artillería a ambos lados de la cintura.

Indudablemente, era Larry Conway.

Se había llevado una mano a los ojos y por eso no pudo verle la cara. Se acercó más, dejó el maletín en una mesa y tendió la mano.

-          Soy el doctor Benson -dijo.

El otro seguía con una mano tapándose el rostro, como si le dañase la débil luz, y no contestó nada. Movió la cabeza de arriba abajo, y entonces, lentamente, su mano se apartó y sus ojos miraron fijamente al doctor.

Benson se llevó la sorpresa más grande de su vida. Aquel hombre, Larry Conway, estaba ciego.

La llamita que el doctor mantenía en la mano se movía como una puntita de fuego de izquierda a derecha, de derecha a izquierda, una y otra vez sin descanso. A veces la apagaba, examinaba los ojos del hombre a la luz del petróleo, y revolvía en su maletín buscando frascos y tinturas que inmediatamente despreciaba.

Luego volvía a encender el fósforo, y comenzaba a deslizarlo por los ojos sin luz de aquel pistolero llamado Conway.

La escena duró media hora, quizá más. Nancy Larsen  miraba expectante, sin respirar casi, esperando el dictamen con una angustia indecible. Al fin, el doctor Benson se paró, cerró el maletín, se colocó bien las gruesas gafas y suspiró levemente.

-          Es inútil. Está ciego.

Nancy lanzó un gemido animal, como el de una bestezuela herida, y se abrazó rabiosamente a la delgada figura de Larry Conway, que permanecía de pie. Era asombrosa la fuerza de voluntad de aquel hombre, encajando sin un solo gesto la terrible noticia.

-          La bala debió lesionar el nervio óptico -dijo el doctor- y aunque se la extrajesen no hay duda que hubo complicaciones. ¿Quién le hizo eso?

Larry Conway parecía un autómata. Joven aún, con toda una vida por delante, era muy triste contemplar una existencia tan dolorosamente truncada.

-          Fue en Amarillo. Farrell me rozó la cabeza antes de irse a la tumba.

Lógico final de un pistolero que vive del gatillo, un verdadero ejemplo para quienes hacen del revólver un medio de vida.

Nancy Larsen seguía sollozando, de rodillas, abrazada a las piernas del hombre que la acariciaba la cabeza con cariño. La estampa, aun para un hombre endurecido como Benson, llegaba a hacerse conmovedora.

-          El mundo nos destroza cuando un minuto antes nos aclama -decía Larry Conway como hablando para sí- a nosotros, los pistoleros. Llevamos una vida miserable, angustiosa, pero ¿qué vamos a hacer, si es lo único que sabemos? ¿Qué quieren que hagamos, si manejar el revólver es toda la herencia que recibimos?

Se había excitado un poco, pero enseguida recobró su asombrosa serenidad. El doctor Benson se estaba preguntando si aquel tipo estaba forjado de algo más que de carne y hueso.

Apartó suavemente a Nancy y dio un paso de frente. Preguntó:

-          ¿Qué hora es?

Benson, un poco torpemente, se llevó la mano al bolsillo de su chaleco y sacó su voluminoso reloj.

-          Las cinco.

Larry Conway pareció abatido. Las palabras que a continuación pronunció no las olvidaría Benson en el resto de su vida.

-          Haga el favor de llevarme hasta la puerta, doctor. Frank Grissom está esperándome y yo nunca falto a mis citas.

Aquello era algo tan sorprendente que creyó haber oído mal. Nancy gimió ahora más fuerte y se lanzó, frenética, en los brazos del hombre.

-          ¡Por Dios, Larry, tú no harás eso! ¡Larry, mi amor, no salgas, te lo suplico!

Estalló en un llanto febril, sordo, de infinito sufrimiento, y pareció que todo ese castillo de seguridad que era Larry Conway se iba a desmoronar de un momento a otro.

La sensación, sin embargo, fue instantánea. El pistolero apartó a la muchacha bruscamente, y con los ojos clavados en un punto inexistente volvió a hablar.

-          Vamos, doctor. No debemos hacer esperar al público.

La verdad es que el doctor Benson estuvo tentado de impedir aquella locura, y más adelante se preguntaría en infinidad de ocasiones por qué consintió en guiar a aquel pistolero ciego a la muerte. Estaba tan arrebatado por la intensidad dramática de aquellos momentos, que apenas podía pensar. No podía darse cuenta hasta dónde llegaban las agallas de aquel hombre convertido en el más inocente blanco del mundo.

Nancy Larsen, en el suelo, lloraba silenciosamente y decía tan solo “te lo suplico”, una y otra vez. Si aquello hubiese durado mucho tiempo, el doctor se hubiese vuelto loco.

-          Vamos doctor -repitió Larry Conway-. Aún Frank Grissom no me ha enterrado.

Benson le cogió de un brazo, temblando casi, y le condujo hasta la puerta. Atrás quedaba el llanto terrible de un amor aplastado, y una voz desgarrada que solo decía “te lo suplico” “te lo suplico…”

Cuando el doctor abrió la puerta de la calle y en ella se enmarcó la enjuta figura de Larry Conway, una aclamación ensordecedora se dejó oír. En la desierta calle, con los porches de las casas, los balcones, los tejados abarrotados de un público morboso y salvaje, solo la negra estampa de Frank Grissom, al fondo, se podía ver, como un cuervo esperando al acecho.

 

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Cuando Larry Conway se dio cuenta de que se estaba quedando ciego, ya había retado a muerte a Frank Grisson en la ciudad de Boot Hill. Pero en su código personal no figuraba la palabra “huida”, y aquel pistolero prefirió morir a que alguien pudiese decir algún día que Larry Conway había sido un cobarde.

El doctor Benson, aún no repuesto del choque que había sufrido, se quedó en la puerta viendo avanzar a trompicones la delgada figura del gun-man, como en un sueño, le vio echar a correr como un loco, mientras “sacaba” sus famosas armas y disparaba en todas direcciones, buscando un cuerpo que no veía.

Frank Grissom hizo lo más fácil.

Tropezando en su mortal carrera, Conway perdió el equilibrio y se quedó tendido, de bruces, contra el polvo de la calle. Allí sin moverse, los disparos se le clavaron en la espalda, en el cuello, en la mano, hasta convertirle en una criba, cosido a balazos, destrozado en hierro candente.

Se quedó rígido, empotrado contra el polvo, manchando de sangre la calle, de la sangre más roja que Boot Hill contempló nunca.

El alarido de entusiasmo que brotó de las gargantas de los espectadores fue tan prolongado que pareció un salvaje réquiem de muerte.

A los gritos de auténtica locura se mezclaron los de “¡Frank Grissom, el más valiente de Nuevo Méjico!”, y los oídos del doctor Benson, como en sueños, captaron la frase.

“¿El más valiente?” se preguntó. “¿Hubo alguien más valiente que Larry Conway, aquel muchacho de fácil porvenir con el “Colt”? No lo creo. Porque nadie más que yo sabe el terrible secreto que el pistolero se lleva a la tumba, además de la única persona que le amó de verdad en esta vida”.

Cuando al día siguiente el doctor Benson volvió a su pueblo, aquel chaval pecoso que siempre le pedía caramelos fue el primero en detenerle y preguntarle quién mató a quién, en Boot Hill, quién se había convertido en “el más valiente” de Nuevo Méjico.

La voz del viejo doctor sonó triste, y sus palabras salieron como si le hiciesen daño.

-          Grissom mató a Conway -contestó- pero escúchame bien lo que voy a decirte. Aun después de muerto, Larry Conway fue el tipo más valiente de todo el Sudoeste.

No, el muchacho no comprendió nunca al viejo doctor Benson. Ni a esas dos lágrimas tan pequeñas, que, a fuerza de pugnar, habían saltado de sus ojos.

 

FIN

 

                                                                                                                                                                                      © Javier de Lucas