Distancia a la Tierra 149.598.000 km (1 U.A.)
Tiempo luz Sol - Tierra 8.3 min
Diámetro angular medio 32 arcmin
Radio 696.000 km (109 Tierras)
Temperatura 5800K
Tipo Espectral G2
Luminosidad 3.90x1026 W
Masa 3.33x105 masas terrestres
Densidad promedio 1410 kg/m2
Periodo orbital (galáctico) 220 millones de años
Velocidad Orbital 220 km/seg

1H + 1H = 2H + e+ + v

1H+ 2H = 3 He + g

  3He+ 3He = 4He + 1H + 1H

¿Era el Sol una masa incandescente en continua combustión? De lo que se sabía de él a fines del siglo pasado y de lo que se conocía de la combustión química esto no era posible. Si el Sol estuviera ardiendo se hubiera consumido en unos cuantos miles de años y, sin embargo, los fósiles terrestres indicaban que la vida en la Tierra se remontaba a millones de años, por lo que se requería de un Sol mucho más viejo.

El físico inglés Lord Kelvin y el físico alemán Hermann von Helmholtz propusieron a finales del siglo pasado que el Sol obtenía su energía por contracción gravitacional: se calienta porque se está encogiendo lentamente. Suponiendo este proceso como fuente de la energía solar, se estimaba que el Sol había estado brillando tal vez por unos 40 millones de años, tiempo suficiente para tranquilizar a los paleontólogos de la época. Pero el alivio procurado por este nuevo proceso duró muy poco. Pronto se descubrieron vestigios de vida que databan de por lo menos varios cientos de millones de años.

El Sol debería haber estado brillando entonces durante mucho más tiempo, pero ¿cómo era eso posible?, ¿de dónde provenía esa energía tan enorme capaz de durar tanto tiempo?, ¿qué otro proceso, más potente que la combustión o la contracción gravitacional, había estado haciendo arder a nuestra estrella por cientos o quizás miles de millones de años? La respuesta tuvo que esperar a la física del siglo XX.

LA GRAN BOMBA NUCLEAR

Durante el primer cuarto de este siglo la fuente de la energía del Sol permaneció siendo un misterio, pero la nueva física que se inició con el descubrimiento de la radiactividad en 1896 empezó pronto a dar sus frutos. El concepto de átomos constituidos por pequeñísimas partículas fue abriendo paso al estudio de las reacciones nucleares, y el establecimiento de Einstein de que la materia puede convertirse en tremendas cantidades de energía sugirió una nueva y tentadora posibilidad.

Alrededor de 1926 el físico inglés sir Arthur Eddington propuso que algún tipo de reacción en el denso y caliente núcleo del Sol debería estar transformando materia en energía y que este mismo proceso era el que hacía brillar a todas las estrellas. Aunque su idea era en esencia correcta, los detalles de las reacciones que ocurren en el núcleo del Sol tuvieron que esperar hasta los años cuarenta, cuando el físico alemán Hans Bethe determinó dos tipos de reacciones nucleares que ocurren en el interior del Sol y que transforman el hidrógeno en helio con una cierta pérdida de materia que es transformada en energía.

El interior del Sol es pues un gigantesco reactor nuclear donde cada segundo 564 millones de toneladas de hidrógeno se convierten en 560 millones de toneladas de helio. La diferencia de cuatro millones de toneladas se transforma en energía de acuerdo a la relación de Einstein E = mc 2, donde m es la cantidad de masa perdida, c es la velocidad de la luz y E la cantidad de energía resultante. Este proceso de producción de energía, millones de veces más eficiente que la combustión química, ha mantenido al Sol brillando por casi 5 000 millones de años y puede mantenerlo así por lo menos una cantidad igual de años más. En realidad, todas las estrellas obtienen su energía de reacciones de este tipo; sus núcleos son enormes bombas nucleares en explosión continua, donde unos elementos se funden para formar otros, liberando en el proceso rayos gamma y neutrinos en cantidades formidables.

Las temperaturas y presiones tan altas que imperan en el interior de las estrellas permiten que estas reacciones se den en forma espontánea. En el núcleo del Sol, a una temperatura de cerca de 20 millones de grados y a una presión de 100 000 millones de veces la de la atmósfera de la Tierra al nivel del mar, una muchedumbre de electrones y núcleos atómicos desnudos se mueven a velocidades vertiginosas en todas direcciones. Las colisiones entre los núcleos aquí no sólo son posibles, sino inevitables, dando lugar a las reacciones de fusión que hemos mencionado. Todo esto ocurre en una esfera de aproximadamente un décimo del radio del Sol, que es donde se produce toda la energía que de aquí viaja hasta su superficie, y finalmente es radiada hacia el espacio.

UN LARGO CAMINO QUE RECORRER

Los rayos g que se producen en las reacciones nucleares en el Sol degeneran muy pronto en rayos X que se dirigen hacia la superficie a través de la zona de radiación que envuelve al núcleo. En esta zona, los fotones de radiación X van sufriendo una gran cantidad de colisiones con iones y electrones y perdiendo con ellas energía. En la zona de convección, es ahora el material caliente el que fluye hacia arriba, transportando la energía hacia la superficie donde se producen los fotones que finalmente son emitidos hacia el espacio en forma de luz y calor. Un fotón que en el espacio libre emplea sólo ocho minutos para viajar del Sol hasta la Tierra requiere de varios millones de años para alcanzar la superficie del Sol proveniente del núcleo. De hecho, un fotón originado en el núcleo nunca llega a la superficie; lo que a final de cuentas llega es su energía, que ha ido sufriendo una enorme cantidad de transformaciones que al final le permiten emerger hacia el espacio después de varios millones de años.

El asunto con los neutrinos es radicalmente diferente. Estas pequeñísimas y elusivas partículas pueden atravesar kilómetros y kilómetros de materia densa sin siquiera percatarse de su presencia. Los neutrinos producidos por las reacciones de fusión en el núcleo del Sol escapan de inmediato del Sol, viajando a la velocidad de la luz y atravesando todo su cuerpo en poco más de dos segundos. De hecho, la única forma de energía que surge del Sol, proviniendo directamente de su núcleo y, por tanto, la única manera que tenemos de ver el núcleo del Sol, es observando los neutrinos que de él proceden.

Pero esta misma facultad que tienen de cruzarlo sin apenas ser perturbados hace muy difícil su detección, pues de la misma manera atraviesan nuestro planeta y todo lo que en él se encuentra sin casi perturbarse. Por fortuna ese casi permite que nos percatemos de su existencia, que podamos contarlos y analizarlos, y obtener de ellos información sobre el Sol y los procesos que en su interior ocurren.

HACEN FALTA NEUTRINOS

Si hacemos un cálculo teórico de la cantidad de neutrinos que emite el Sol por segundo debido a las reacciones de fusión en su núcleo, encontramos una cantidad tan enorme que la Tierra debería de estar recibiendo 70 000 millones de ellos en cada centímetro cuadrado de su superficie, cada segundo. Sin embargo, casi todos ellos atraviesan la atmósfera, nuestros cuerpos y el cuerpo sólido de nuestro planeta sin siquiera notar su presencia. Si quisiéramos detener a la mitad de los neutrinos que el Sol emite deberíamos construir un muro de plomo de muchos años luz de espesor.

Esta penetrabilidad tan grande de los neutrinos, que por un lado permite que nos atraviesen sin causarnos ningún daño ya que no hay ninguna interacción con las partículas de nuestro cuerpo, por otro lado hace muy difícil su detección, pues si no hay interacción con el detector no es posible saber que fue atravesado por un neutrino. Sin embargo, aunque es muy pequeña la probabilidad de interacción, no es cero, y considerando la cantidad tan enorme de neutrinos que llegan a la Tierra cada segundo es posible en principio diseñar un detector capaz de atrapar a algunos de ellos.

Por consideraciones teóricas y con base en el diseño del detector se puede estimar qué proporción de los neutrinos se espera capturar, y si ésta es, por ejemplo, una millonésima, basta multiplicar por un millón los neutrinos contados para conocer el número real de neutrinos incidentes sobre el detector. Esto permitirá finalmente poner a prueba si es verdad que la Tierra recibe 70 000 millones de neutrinos por centímetro cuadrado cada segundo, como predice la teoría.

Raymond Davis Jr., del Laboratorio Nacional de Brookhaven, ha dedicado más de 20 años de su vida a la tarea de atrapar los neutrinos del Sol. Ha instalado en lo profundo de una mina de oro, bajo las Colinas Negras de Dakota del Sur en Estados Unidos, un enorme tanque con l00 000 galones de fluido limpiador, como trampa gigante para los neutrinos. La idea es que los neutrinos pueden interaccionar con un cierto isótopo del cloro que compone el líquido limpiador, dando lugar a átomos de argón radiactivos que pueden ser detectados por métodos convencionales. Con un número tan enorme como 2 x 1030 átomos de cloro a su disposición, la más optimista espectativa de Davis es atrapar seis neutrinos al día, por lo que las cuentas deben acumularse por varios meses.

La idea de colocar este tanque profundamente bajo tierra es la de evitar que otras partículas de gran energía que lleguen a la atmósfera, como los rayos cósmicos, alteren el conteo de origen radiactivo; a lo profundo de la mina, casi 1 500 metros bajo tierra, sólo pueden llegar los penetrantes neutrinos. Más aún, para que el conteo no se contamine con los materiales radiactivos del subsuelo, todo el tanque ha sido sumergido en un enorme recipiente con agua.

Sin embargo, los resultados del experimento de Davis, refinados en los últimos años, y de otros experimentos similares realizados por otros grupos científicos, indican que llega a la Tierra sólo la tercera parte de los neutrinos pronosticados. Todo parece indicar que las estimaciones experimentales están bien hechas, por lo que el problema debe estar en el cálculo teórico. O el Sol no es como pensamos, o los neutrinos tienen propiedades desconocidas, o la física está mal. Aún no se tiene una respuesta a la falta de neutrinos, pero es posible que esta respuesta sea algo más que un simple ajuste a nuestras ideas actuales y resulte tener profundas implicaciones en nuestra concepción del mundo en que vivimos.

                                                               Javier de Lucas