A los diez años escribí mi primer relato del Oeste: "El infalible Farrow". Durante los cinco años siguientes escribí otros veinticuatro, siendo el último "La mano inolvidable". Había cumplido quince años y pensé que ya iba siendo hora de tomarme en serio la Literatura.
Recuerdo con mucho cariño aquellos años y aquellos
textos, repletos de tiros, pistoleros y duelos a muerte, de buenos y malos, de
extensas llanuras y estrechos desfiladeros, de sucias cantinas y lujosos
salones, de cazadores de recompensas y sheriffs heroicos, de vaqueros
camorristas y caciques despiadados, de cacerías salvajes y disparos de todos los
calibres...vistos y escritos por un niño que creía en la infalible puntería del
Colt del héroe solitario.
Aquí están algunos de aquellos relatos, tal y
como los escribí, con sus errores sintácticos variados...¡y hasta con algunas
faltas de ortografía!
DONDE SE REVELA EL
DESTINO DE UNA NIÑA MEJICANA
-
… Y que el alma de
este hombre, si es que tuvo, pase a tu custodia y así permanezca hasta el
final…
Doug Wayne escuchaba las
palabras del clérigo con una total indiferencia, mientras dos hombres echaban
las últimas paletadas de tierra sobre el ataúd del tristemente famoso “Carmen”,
el pistolero. En aquel pequeño cementerio, lleno de altos cipreses, la voz del
sacerdote parecía llena de infinitos temores.
Había pocas personas
presentes, y la ceremonia había sido lo más rápida y humilde posible. Steve
Lawrence echó una última mirada al féretro y dijo:
-
Doug, manda grabar en
la tumba “el primero de Mendoza”.
Phil Ramsey estaba detrás,
pálido, observando la escena con un profundo gesto de disgusto en su semblante.
Pero nada dijo. Sabía guardarse muy bien su opinión y aquel era un momento para
hacerlo.
Aquel cementerio se iba a
agrandar en poco tiempo, y eso era cosa que al sheriff le preocupaba. Sobre
todo si él iba a contribuir en el ensanche.
Steve Lawrence ordenó:
-
Está bien. Vámonos
ya.
El clérigo, que en esos
momentos decía: “… si tú te dignas recibir a este bellaco…”, enmudeció de
repente, sonrió al “marshall” y dio apresuradamente media vuelta, alejándose
del lugar. Parecía poco dispuesto a recomendar al muerto.
Steve Lawrence se puso el
negro sombrero y echó a andar, seguido de sus hombres, hacia la salida del
cementerio.
Un viento suave, triste, se
mezclaba entre los cipreses y producía un tenue rumor, que en el silencio del
lugar era perfectamente audible. Ahora, cuando el sol se ocultaba, el
cementerio parecía distinto, e infundía un sórdido temor.
-
Triste día ¿eh
Lawrence?
El “marshall”, que caminaba
junto a sus hombres, se paró en seco, quedándose rígido. Rígido y helado.
-
Todas las tardes son
tristes al venir del cementerio –contestó sin volverse.
La voz volvió a sonar:
-
Pero hoy es distinto.
Hoy es un negro día para Lawrence.
Quizás fuese el eco lo que
hacía vibrar la voz del hombre con extraños matices. Steve Lawrence,
lentamente, muy despacio, se volvió para enfrentarse con quien hablara. Sus
manos, aquellas famosas manos que asombraran a toda Tejas, estaban rozando la
muerte. Su revólver.
-
Clint Mendoza
–escupió-. Clint Mendoza en persona.
Alto, extremadamente
corpulento, con apariencia de gigante, rostro aceitunado, enorme cicatriz que
le desfiguraba el rostro, rotos y negros dientes y cráneo rapado, la estampa de
Clint Mendoza era terriblemente repulsiva. Lawrence supo que tenía enfrente uno
de los hombres más peligrosos de todo el Sudoeste.
-
Steve Lawrence, la
primera pistola de Tejas.
Doug Wayne y Ramsey, tras del “marshall”, hicieron acto
de ponerse en movimiento, pero Lawrence no parecía dispuesto a prender al
mejicano. Dijo:
-
¿Qué quieres,
“pelao”?
Sus ojos se habían clavado
en los del fuera de la ley, escrutando aquella mirada tan penetrante.
-
Aquí soy un hombre
libre. No me provoque porque lo sentirá, “gringo”.
Dijo eso mientras enseñaba
los rotos dientes en una eterna sonrisa. Añadió:
-
Soy un empleado,
Lawrence. Trabajaré en este pueblo para Fernando Arranz, el legítimo
propietario de la mina de plata, legalmente. Yo y mis hombres.
Por detrás de Clint Mendoza
habían aparecido, silenciosamente, sus famosos pistoleros mejicanos.
Steve Lawrence estaba en
una difícil situación, y lo sabía perfectamente. Sabía que en aquellos momentos
era una presa fácil y segura, que de pronto estaba en opuestas condiciones y
muy comprometidas.
-
Pistoleros de Tijuana
–dijo- ¿Con ellos te propones a trabajar, “pelao”?
-
No vuelva a llamarme
eso, amigo. De veras que lo sentirá.
Levantó un dedo y apuntó
con él al “marshall”.
-
Fernando Arranz es el
legítimo dueño de la mina. Su abuelo se la dejó al morir y usted lo sabe. Tengo
los documentos que lo acreditan así, y también la escritura en la cual se dice
que con su aparición dejará de existir el contrato con quien halla pujado más
en la subasta. Quien explote ahora la plata lo está haciendo injustamente, y
usted lo sabe.
-
Yo no sé nada –al
“marshall” le molestaba que le diesen normas, incluso en aquellas
circunstancias-. Solo sé que me repugnan los pistoleros de Tijuana.
Wayne y Ramsey se miraron
incrédulos, mientras su jefe provocaba a nueve tiradores de primer orden, cuya
facilidad para matar y sus pocos escrúpulos eran más que conocidos.
El rostro de Mendoza se
hizo agresivo.
-
Nos veremos en su
oficina, Lawrence. No sea estúpido: no se ponga enfrente de mí.
Echó a andar seguido de sus
hombres, a la salida del cementerio. Ramsey y Wayne respiraron aliviados, pero
solo un momento.
Cuando ya el mejicano
cruzaba la puerta, volvió a sonar, autoritaria, la voz del “marshall”.
-
Anda con cuidado.
Tumba Crook es una ciudad tranquila a la que no gustan los indeseables
¿Comprendes…?“pelao”?
-
Sí que es extraño
–murmuró pensativamente Doug Wayne mientras saboreaba un poquito de whisky- ¿Y
cómo es eso, compadre?
García, el cantinero, se
destapó el rostro que había cubierto con las manos. Pero fue el doctor Bishop
quien contestó:
-
En realidad nunca
creímos que el chico apareciese. Pensamos que el viejo Arranz cometió en su
testamento una más de sus locuras, una estúpida cláusula que nadie cumpliría.
Pero cuando de la mina salió la plata, ya sabíamos que el nieto volvería.
-
Está bien –Doug Wayne
miro sin entender al doctor-. Entiendo perfectamente que el viejo dejase la
montaña al muchacho, pero ¿por qué casarle? ¿por qué con su hija precisamente,
García?
El cantinero no sabía qué
responder. Bishop, más sereno, contestó:
-
Es una vieja
historia. Según cuentan. Arranz intentó en vano casarse con Sara García, abuela
de Marita, y no lo consiguió. Eso, unido a su afición por el alcohol debió
crear en él un extraño sentimiento al que creyó vencer cuando estableció esa
cláusula: “Mi nieto Fernando solo será legítimo propietario de la montaña
cuando se haya casado con la hija mayor del primogénito de Sara García”.
-
¡Pero eso es absurdo!
Marita no va a aceptar la chifladura de un loco si es contra su voluntad.
El doctor Bishop esbozó una
mueca amarga.
-
¿Y quién impedirá a
Arranz casarse con la niña?
Ahora Doug Wayne se imaginó
a Clint Mendoza y a sus ocho pistoleros de Tijuana, y nada dijo. Sabía muy bien
de lo que serían capaces aquellos hombres para “convencer” a Marita.
De todas maneras dijo:
-
Ella es libre de
casarse.
García le miró atónito,
como haciendo un esfuerzo para creer sus palabras. Bishop preguntó:
-
¿Usted cree? Solo si
ella estuviese casada no podría hacerlo de nuevo. Pero no creo que los
escrúpulos de Mendoza, sus ansias de poder quedasen ahí. Una viuda también
puede casarse.
A Doug Wayne le tembló el
labio inferior. Le dio la sensación de encontrarse atado de pies y manos.
-
Pero la ley está para
algo. Lawrence no permitirá…
-
¿Una boda? ¿Acaso no
es legal una boda? ¿A quién le puede importar que una mejicana sea o no feliz?
Doug se quedó callado. No
sabía qué decir. El doctor Bishop terminó de beber el contenido de su vaso y
giró hacia la puerta. Allí dijo:
-
Malos tiempos para
Tumba Crook. Esto será el infierno.
“Pero Lawrence no
permitirá…” A través de una niebla de pistoleros, de pistoleros de Tijuana,
Doug vio en su imaginación a Clint Mendoza, y la mano izquierda de Lawrence se
borró para él. Le pareció estúpido compararse a los primeros gatillos de la
frontera.
No, Doug Wayne palpó las
culatas de sus revólveres y dejó de pensar. Su expresión se tornó risueña
cuando se volvió al cantinero.
-
Yo impediré eso,
García. Yo y mis niños –se golpeó las cartucheras- Lo único que siento es que
tal vez ya no pueda enfrentarme a Johnny Torres, y el viejo Queenn lo sentirá.
García miró con reverencia
al alguacil.
-
Señor…
-
A él le gustaba cómo
cantaba tu hija… no creo que le haga gracia que la niña sufra. Yo debo de
ocuparme de los asuntos del señor Queennan, ahora que él ya no puede valerse
por sí mismo…
El grito, desgarrador, les
dejó sin habla. Porque en la calle, a poca distancia de allí, una joven
mejicana pedía auxilio.
Mara.
Doug Wayne saltó como
exhalado por un resorte, y se precipitó en la calle con las manos a la altura
de sus armas.
Había curiosos en los
porches, y en el centro de la calzada, Marita echada en el suelo y un hombre
cerca de ella.
Un pistolero de Tijuana.
No era nada extraordinario
averiguarlo, sin más que mirar un instante el calibre de sus revólveres, el
punto de mira limado, las correíllas de cuero que sujetaban las cartucheras… y
la mueca hierática, indefinible, donde los ojos se asemejaban a un par de
charcos de lodo.
El pistolero la sujetó por
el pelo, intentando incorporarla, en el mismo instante que Doug Wayne, sin
“sacar” sus revólveres, se puso frente a él.
-
Suéltala, bicho
–escupió-.
El mejicano, de un golpe
seco, lo hizo. Pero la expresión con que miró a Doug fue algo que al alguacil
le dijo que había cometido un error.
Un grave error.
Porque en menos de un
segundo se dio cuenta que aquella clase de tipos no respetaban una simple
estrella de latón, sino tan solo algo que Doug había dejado en las fundas.
Algo de lo que ellos eran
maestros, algo en que nadie podría darles ventaja.
Y tontamente, Doug se la
dio.
Se dio cuenta de que el
otro iba a “sacar”, y que todo dependía de su velocidad.
Bajó las manos rápidamente,
tocó las culatas, tiró de ellas, y se quedó así, mientras el mejicano sonreía,
con su revólver ya amartillado y apuntando recto a la cabeza.
Pero no disparó. Sonrió
ante la consternación del alguacil, chasqueó la lengua y miró con aire de
superioridad a los que, con evidente temor, presenciaban la escena.
Había algo, una seguridad,
un dominio en aquel hombre que con facilidad había batido al representante de
la ley, que se apoderó de todos los testigos.
El pistolero de Tijuana
movió con fuerza la mano armada y el cañón del revólver golpeó la sien de
Wayne, haciéndole caer sin conocimiento.
Luego, lentamente, su mano
bajó a la pistolera y su vista recorrió su alrededor.
Nadie dijo nada. Nadie hizo
un solo movimiento. La mirada del pistolero, fría, viscosa, opaca, desfilando
por los rostros de los asombrados espectadores. Os hizo disgregarse, continuar
el camino, dejándole solo con la niña mejicana.
Entonces, su vista bajó
hacia ella. Su mirada sucia, viscosa y fría.
Lentamente recorrió su
cuerpo, mientras se inclinaba, mientras se acercaba.
Entonces sonó la voz.
-
¡Quieto!
Fue la voz sureña, ronca,
del hombre de Tejas.
De un hombre duro.
De Harry Shanto.
¡CUIDADO! ”SACA” EL SHANTO
Harry Shanto, con su larga
chaqueta, el negro sombrero, el caballo de grandes alforjas, igual que meses
antes cuando llegó a Tumba Crook. Harry Shanto, que al irse se encontraba con
algo doloroso que le cerraba el paso, con algo que hizo que sus ojos, tan
cansados, recobrasen vigor.
Frente a él estaba Marita
ante un hombre que no había visto en su vida, y que en medio de una total
indiferencia parecía haberla golpeado.
Ahora, todos volvieron sus
rostros hacia el hombre que hablara, que opusiese resistencia a un pistolero de
Tijuana.
-
¡Quieto!
Lo que había en medio de la
calle era lo único que en aquel momento pudo frenar la marcha del tejano de
Tumba Crook. Aunque más de un curioso observador hubiese ya notado la ausencia
de armas en el costado del famoso ex-pistolero.
-
Shanto, Harry Shanto.
-
Déjala.
El tono que empleó fue algo
que llamó la atención de los presentes, porque en un caso como aquel parecía
más que dudoso que el mejicano se atendiese a otras razones que no fuesen los
revólveres. Sin embargo, Harry Shanto, el que fue “as” de Tejas, se acercó
humildemente al pistolero y dijo:
-
Déjala, Kino.
Devuélveme ese favor.
El mejicano, en un
principio, pareció desconcertado por el tono que empleó aquel legendario
sheriff de San Jacinto. Porque si cuando oyó su voz pensó que estaba nada menos
frente a un magnífico tirador, ahora aquel hombre parecía una sombra de lo que
fue.
Poco a poco, Kino sintió la
confianza volver a él, pasado el momento en que creyó estar a un paso de la
muerte.
-
Pude matarte y no lo
hice –dijo Harry Shanto con voz firme-. Deja en paz a la chica y estaremos a la
par.
Pero Kino no era de la
misma opinión. Dijo:
-
Nunca creí que Harry
Shanto pidiese favores a un fuera de la ley. ¿Y su revólver, sheriff? ¿Dónde
está aquel gran revólver que liquidó a Jeff Hellys?
Harry Shanto llegó hasta
él, y levantó, con cuidado, a Mara del suelo. Ella estaba asustada, pero no
herida.
-
Vamos, niña –dijo
suavemente el tejano.
Su mano, aquella
inolvidable izquierda, se deslizó por sus negros cabellos, y ni el mismo Shanto
supo por qué. Tan solo una sensación de ternura recorrió su cuerpo, algo que
creyó muerto y que ahora le embargaba.
Ella le estaba mirando, y
en sus ojos había algo más que ternura. Mucho más.
Kino rió con fuerza.
-
Mendoza no lo creerá.
Ni aunque se lo jure. -Su expresión cambio de repente-. Vamos, viejo, lárgate y
no molestes. Esta chica y yo tenemos que hablar un buen rato.
Marita se abrazó a Harry
Shanto, mientras el mejicano avanzó. Solo estaba aquel hombre sin armas, aquel
hombre acabado.
Kino separó a la chica, que
echó a correr refugiándose en los porches. Luego dijo:
-
Quiero ver como
“sacas”, sheriff. Quiero ver qué queda en tu mano izquierda.
Los ojos de Harry Shanto
recorrieron la figura del pistolero, con una mirada fría, distante, helada.
Contestó:
-
Mátame si quieres,
Kino.
Ahora le pareció buena la
idea de la muerte. Ahora creyó que era un buen momento para morir, porque el
pensamiento de otra tierra, de un lugar donde nadie le conociese, donde pudiese
empezar de nuevo, se le antojó absurdo.
A Harry Shanto le hubiese
gustado que Kino le disparase al corazón.
Pero el mejicano insistió:
-
Quiero ver tu mano,
sheriff. Aquella famosa izquierda que decían era milagrosa.
Harry Shanto quería que
Kino apretara el gatillo. Pero no lo hizo.
Porque a su espalda sonó
una voz, sureña también, tejana también, que dijo:
-
Verás mi izquierda moverse,
Kino. No te preocupes.
Y Steve Lawrence puso su
mano a un palmo del negro revólver.
EN DONDE SE RESPONDE LA PREGUNTA DEL CAPÍTULO ANTERIOR
Cleve Velsant miró con
escepticismo a Chris Kovacs y murmuró:
-
Hay que pensarlo.
Los ojos verdes, enormes,
de Marge Collins parecían echar chispas. Algo parecía dominarla.
-
Nunca me quitarán esa
mina. Cleve, tu sabes que no la dejaré. Aunque tuviese que luchar yo misma
contra el diablo.
-
El diablo es Clint
Mendoza, señora -dijo dulcemente Velsant-. Él y sus famosos pistoleros de
Tijuana.
-
Legalmente es mía. Al
pasar el plazo y no reclamarla nadie, el que ganase la subasta se la quedaba, y
yo gané esa subasta.
-
Y Mendoza se
conformará. Creo que ese mejicano es un chico comprensivo.
-
La ley está de mi parte.
Cleve Velsant se revolvió,
inquieto.
-
¿Qué ley? Aquí la
única ley es el revólver de Steve Lawrence. Y ese tipo hará lo que más le
convenga.
Marge desvió su mirada, y
recorrió el amplio despacho de su casa. Dijo:
-
Siempre soñé tener un
despacho como éste, una casa para mí sola y unos hombres bajo mis órdenes -Se
acercó a Velsant y continuó-. No lo dejaré escapar, Clave. Ahora lo tengo y te
juro que nadie me lo quitará.
Kovacs habló en ese
momento.
-
Habrá que vigilar el
traslado de la plata hasta Yuma. Si yo fuese Mendoza lo primero que haría sería
suspender esos envíos.
-
Pero tú no eres
Mendoza -contestó Marge-. Y supongo que a él no se le ocurrirá ponerse frente a
Lawrence tan estúpidamente.
-
Lo primero será
arreglar esto lo más legalmente posible -dijo Velsant-. Nosotros estamos al
lado de la ley, y lógicamente debemos jugar esa baza, las otras siempre estamos
a tiempo de ganarlas.
Sonrió, mientras se palpaba
la formidable artillería que pendía de sus costados.
-
Sí, veremos si
Lawrence se siente justo y se pone del lado de la ley. Pero mientras conviene
tomar nuestras medidas. ¿Cuántos hombres hacen el traslado de la plata hasta
Yuma?
Chris Kovacs contestó:
-
Dos, Parker y Losey.
-
Bien, desde mañana lo
harán cuatro, y procura que todos sepan lo que es un revólver, Chris Kovacs
salió de la habitación.
-
¿Quieres un consejo,
Marge? Intenta por todos los medios que Lawrence te apoye. Y si no lo hace,
compra a Mendoza. Te costará mucho, pero tendrá un precio. Lo que va a ser un
problema es ponerse frente a él.
Pero Marge no le atendía.
Pensaba en otra cosa, en otro lugar, seis años atrás, cuando todo era distinto.
-
Antes había otra
solución. Una mano izquierda, la más rápida de toda la frontera. Antes es
posible que hubiese otra manera de afrontar las cosas.
Cleve Velsant sonrió con
escepticismo, alargando sus manos.
-
Aquí tienes dos muy
rápidas, Marge, y que funcionan al mismo tiempo. Yo te prometo que serán tan
famosas como las de Sam Everitt. ¿Recuerdas? Cuando te vi por primera vez te lo
dije y tú no me creíste, pero ahora no haces más que pensarlo, de que dudar
sobre si llegaré a ser tan bueno como dije. Un día te convencerás, Marge y muy
pronto.
La estaba mirando
fijamente, a aquellos ojos verdes que parecían dos inmensas esmeraldas. Se
acercó, lentamente, mientras se preguntaba que habría bajo aquella preciosa
máscara de hielo.
Ahora se fijó no solo en la
perfección de su rostro, sino en su gesto, en su dura expresión, y pensó que
era una ironía del destino juntar a tanta belleza con tan poca fibra de mujer.
-
Jefe -dijo.
Achicó los ojos, aniñando
el rostro, intentando mostrarse de otra manera con ella, haciendo esfuerzos por
considerarla como una mujer más, a las que siempre creía muy inferiores a él, y
sin embargo, ella le hacía sentirse incapaz de hacer algo más que acatar sus
órdenes.
-
Me gustaría saber si
alguna vez te enamoraste, Marge. Hubiese sido interesante conocer al hombre.
Los ojos verdes de Marge
Collins cambiaron su abstraída expresión, y por un momento pensó en lo que su
pistolero decía. Por un momento pensó en las últimas palabras de Velsant, como
si en realidad significasen algo.
Miró a la cara imberbe del
joven, sus ojos risueños que sin embargo a veces parecían duros y cambió el
tono de su voz.
-
Sí, hubo un hombre.
Es gracioso, es estúpido después de tanta lucha, de tanto barro, y de tanta
miseria. Pero es cierto…quizá porque era algo distinto, algo tan fuera de lo
normal que a veces me parecía humano.
Cleve Velsant vio por
primera vez aparecer en los ojos de ella un nuevo fulgor, dos lucecitas
febriles que bailaban en su mirada, que hacían flotar sobre el verde color un
velo de salvaje juventud. Creyó Cleve Velsant que no existía aquello en el
“ama” Collins.
-
Era una especie de
dios, y me deslumbró. Pero luego descubrí que era un hombre, y entonces le
quise.
Se había parado frente a la
ventana, y de repente se sobresaltó. Pero el desconcierto, duró un momento. El
tiempo en que en su mano derecha apareció un brillante y chato revólver. Fue
todo tan rápido que Cleve Velsant no hizo ningún movimiento, sino tan solo
mirar el arma que como por encanto había aparecido en su diestra.
Pero no llegó a usarla.
Porque en la calle sonó, en
aquel momento, la voz sureña, cálida, de Lawrence.
-
Verás mi izquierda
moverse, Kino. No te preocupes.
El pistolero mejicano se
dio la vuelta con un movimiento mecánico, nervioso, que le enfrentó al
“Marshall” más temido de la frontera y a sus hombres.
Steve Lawrence, una vez
más, parecía dispuesto a no hacer prisioneros en aquel asunto. Solo esperar
pacientemente a que el adversario atacase para depositar su valor en el
revólver negro, pavonado, cuya muesca nacarada todos conocían. Algo que tanto Ransey como Doug Waque no
comprendían, sino tan solo Harry Shanto, que fuera de toda lucha permanecía a
espaldas del mejicano.
-
Aquí nadie alborota
“pelao” -dijo Lawrence que taladraba a Kino con la mirada-. Aquí todo el mundo
es bueno, porque a los malos los mato.
La respuesta que dio el
pistolero de Tijuana sorprendió a todos, incluso el propio “Marshall”
-
Eres un hijo de
perra, Lawrence.
Marge Collins, desde la
ventana, se dio cuenta que el insulto del mejicano ponía a Lawrence en el
compromiso ineludible de “sacar”. Ella sabía muy bien que el pistolero no
actuaba por su cuenta, pero no comprendió como Mendoza se ponía tan
abiertamente frente al Marshall.
Por primera vez desde que
le conoció, Doug Wayne que desde el suelo seguía el desarrollo de la escena,
vio a su jefe perder la serenidad de su expresión, y distender el rostro en una
mueca de asombro y de infinito desprecio.
Que un mejicano insultase a
Steve Lawrence era tanto como ponerse al alcance de su revólver, y eso parecía
saberlo Kino porque nada más hacerlo se tiró hacia delante, en un buen salto, y
“sacó” a un tiempo sus dos “Colt” mientras planeaba en el aire.
La acción del mejicano demostró
una vez más el grado de perfección, la justicia de la fama que acompañaba a los
pistoleros de Tijuana. Sus manos se vieron armadas en un segundo, cuando aún no
tocó tierra, y los cañones de sus revólveres apuntaron directamente el pecho
del “Marshall”.
Fue en el instante que la
mano izquierda de Lawrence se puso en movimiento, el instante en que el negro
seis tiros de pavonada forma vio la luz en aquella mano prodigiosa
Clint Mendoza, desde un
porche, seguía el duelo y también Jeremy Welch, y ambos quietos, todo fue tan rápido que era
imposible actuar.
Los disparos se mezclaron
en confuso crepitar, la calle de Tumba Crook se llenó del acre saúco de la
pólvora y sus habitantes de la sensación inminente de la tragedia, de la
muerte.
-
¡Maldito…! ¡Mestizo…sucio!
El primer disparo de Kino
arrancó una tira de camisa del hombro de Lawrence, y el dolor le hizo marrar el
suyo. Pero la única oportunidad que tuvo el mejicano de disparar primero en el
aire se le agotó. El tercer disparo que de Steve Lawrence, una décima antes de
que Kino volviese a hacer fuego.
Y esta vez la cabeza del
pistolero de Tijuana, del hombre que había ensayado cien veces aquella treta,
saltó en el aire hecha pedazos cuando la bala de grueso calibre se estrelló en
la frente.
Y aun así, el mejicano
volvió a disparar, con aquellas manos que, por un momento, parecieron tener
vida propia.
-
Sería demasiado
burdo, señor Lawrence. Sería algo estúpido y absurdo.
Fernando Arranz, cuya
pretendida elegancia resultaba en ocasiones ridícula, concluyó:
-
Ese hombre actuó por
su cuenta, créame. Ni el señor Mendoza ni yo seríamos capaces de un acto de
barbarie semejante.
Clint Mendoza, en un ángulo
de la oficina, observó a Lawrence y a sus hombres que a su vez le miraban a él,
y dijo:
-
Yo no quiero matarle,
Lawrence. Solo quiero hacer valer la ley.
Su extraño aspecto, sus
deformadas facciones, eran suficientes para que sus palabras, fuesen las que
fuesen, no infundiesen confianza. Añadió:
-
Me ha roto dos
hombres. Pero lo olvido. Ellos se lo buscaron.
Clint Mendoza volvió el
rostro, y sus pequeños ojos, su mirada extraviada se posó en la celeste,
infantil casi, de Cleve Velsant. La sonrisa de éste, eterna, no disminuyó, sino
que pareció acentuarse con una mueca de burla.
Steve Lawrence dejó de leer
los pliegos que tenía sobre la mesa y su vista abarcó a todos los presentes.
Paseó sus ojos por las dos partes, por los dos bandos en que de pronto se había
dividido la cuestión, desde el atildado Fernando Arranz con Mendoza y Barrou,
su segundo, hasta Velsant y Chris Koacs.
Dejó para lo último a Marge
Collins, cuyos ojos muy abiertos, seguían todos sus movimientos.
-
Voy a hablar con
franqueza -dijo. Y luego sonrió-. Si me lo permiten, naturalmente.
Se levantó de la silla y
comenzó a pasear, como si le divirtiera que la atención de los presentes fuese
solo suya. Sen Welch, en un rincón, reía para sus adentros.
-
Kino actuó por su
cuenta, ya lo sé. Pero voy a decirte algo, Mendoza. La próxima vez que uno de
los tuyos alborote, no importa que obre por sí mismo; tú irás a la cárcel.
Miró a Arranz y continuó:
-
Aquí quiero paz.
¿Entienden todos? Solo quiero paz, y para conseguirla emplearé todos mis
recursos. Lo demás, la mina y sus interiores me importan un rábano. No me
permitiré que un sucio mestizo se emborrache y haga ruido, sea o no sea de
Tijuana.
No permitiré que haya un
solo duelo, que haya un solo acto de violencia. ¿Comprendido?
Marc Collins parecía no
tomar en consideración las palabras del “Marshall”. Se irritó y dijo:
-
Aquí no hay juez,
señor Lawrence. Usted debe decidir a quién pertenece la mina y defender con su
estrella al propietario.
Steve Lawrence se volvió
perplejo:
-
Exactamente. Aquí no
hay juez, sino yo, y por eso se hará lo que yo diga.
Se fue hacia la mesa, de
donde cogió dos pliegos de papel.
-
Por una parte, la
escritura de la subasta, que correspondió a la señorita Collins por pasar el
plazo de reclamación de la propiedad. Y por otro lado, un documento firmado por
el juez de Yuma, en el que se invalida la subasta, prorrogándose el plazo de
reclamo dos meses más.
Steve Lawrence sonrió, y
siguió hablando.
-
¿Las dos son legales?
¿Las dos son falsas? ¿El señor Arranz firmó él mismo su escritura? Es posible.
Pero veamos, ¿por qué no llegar a un acuerdo como buenos amigos?
Marge Collins se puso en
pie de un salto.
-
¡Está loco! Esa mina
es mía. El sheriff Ransey firmó el documento.
-
¡Y el juez Tucker el
mío, señorita! -chilló ahora colérico también, Fernando Arranz.
-
¡Cálmense! y
escuchen.
Lawrence comenzó a
encender, con una tranquilidad desesperante, un gran cigarro.
-
Haremos una cosa.
Para que todo esté en regla, el señor Arranz tendrá antes que cumplir ciertas
diligencias de tipo…sentimental. Lo primero será eso; luego, si aún persiste el
desacuerdo entre ustedes, pueden hacer dos cosas: o dejar que yo decida de
quién es la mina, o vender uno a otro sus derechos. Pero entérense bien de
esto: sin peleas. ¿Entendido? Sin peleas.
Marge Collins estaba
visiblemente furiosa, y por eso el Marshall evitó mirarla. Fue Mendoza el que
habló:
-
Está bien, Lawrence.
Por nuestra parte, no habrá jaleo hasta que usted decida. Esperemos que, para
su salud, lo haga bien.
Clint Mendoza, seguido de
Barrow, salió a la calle, y detrás de ellos se apresuró Arranz.
-
¿Cómo que ese
monigote es Fernando Arranz? ¿Cómo sabe que es cierto el documento? ¿Cree que
Mendoza se estará con los brazos cruzados si le da por concedernos la mina?
Marge Collins taladró al
Marshall con sus tremendos ojos verdes. La excitación daba a su rostro un
encendido aspecto que la favorecía extraordinariamente.
-
Usted sabe que por el
contrario, todos los derechos son míos. ¿Por qué teme tanto a los pistoleros de
Tijuana?
Steve Lawrence clavó ahora su negra mirada en la mujer.
-
Le diré algo. Es
posible que la ley esté de su parte, pero si cree que por su plata me voy a
jugar el tipo, está en un error. Así que métaselo bien en la cabeza.
-
¿Pero… quién es
usted? ¿Qué representa?
Lawrence volvió su mirada a
los pasquines. Al “Wanted” de Johnny
Torres, pero nada contestó.
-
Así que no defenderá
mi plata. ¿No es eso?
-
No con el revólver
-dijo el “Marshall”-. Y hágame caso: no arme ruido. Primero porque Mendoza solo
busca mi pretexto para borrarles a todos del mapa, y segundo porque yo no
podría ayudarles. Sea usted buena chica y llegue a un acuerdo con Mendoza. Así
todos saldremos ganando.
-
Sobre todo usted.
Eso lo dijo Cleve Velsant,
que miraba con evidente desprecio al “Marshall”. Steve Lawrence se volvió hacia
él, cuando “Vanidad” se disponía a marcharse.
-
Muchacho, si quieres
un buen consejo, ahí va. No “saques” nunca tu revólver contra alguien que sea
más rápido que tú.
Marge Collins, seguida de
Kovacs, se dirigió a la puerta. Desde allí dijo:
-
¿Quiere otro consejo,
señor Lawrence? No se ponga en mi camino si no me da la mina. Se arrepentirá.
CAPÍTULO XIV
UNA GRAN SORPRESA PARA
EL SHANTO
Harry Shanto, ahora, se
contempló en el gran espejo del Saloon de Sherman, vacío a aquellas horas, mientras sus manos temblaban
visiblemente. Vio la botella de whisky y se abalanzó hacia ella, presa de la
excitación de otras veces, del impulso
desconocido que una vez más le embargaba. Sus manos temblorosas buscaron con
afán, con delirio aquel licor que podía, solo él, aliviar su estado, quemar
quizá aquel momento que de nuevo se apoderaba de su voluntad borrando cualquier otra sensación.
Una botella de whisky que
en aquel segundo la obsesión de Harry Shanto, el que fuese famoso tirador en
otros tiempos.
-
No lo hagas, Harry,
te lo suplico.
Aún quedaba espacio entre
sus manos y el whisky, y aquella sombra se interponía entre ambos, queriendo quitarle
su único deseo.
Mara clavó en aquel hombre
sus enormes ojos llenos de ansiedad, de pena.
-
No, Harry, por favor.
Se abrazó a él, intentando
detenerlo en su absurda carrera, pero no pudo. Era un impulso formidable,
mientras las manos temblaban espasmódicamente, mientras aquel cerebro se
nublaba como en aquellos últimos años.
Ben Sherman nada dijo. Ni
siquiera cuando el tejano apartó bruscamente a la muchacha y asió con fuerza la
botella.
-
¡Harry! ¡Por Dios no
lo hagas!
Suplicó. Se llenaron de
lágrimas aquellos inmensos ojos negros, ojos de pena que ahora miraban al
Shanto con tremenda fuerza.
-
¡No por mí, Harry!
¡Hazlo por ella, por su recuerdo!
Aquellas manos temblorosas
se quedaron tiesas, rígidas, y los ojos endurecidos del hombre se volvieron
lentamente hasta enfrentarse a los de Mara.
Harry Shanto miró con expresión extraña, absorta. Se dio cuenta, por
primera vez, que alguien estaba a su lado.
-
-¿Y tú…qué sabes?
Ella avanzó hasta su
altura.
-
Lo dijiste cuando
delirabas, muchas noches que escuché tus sueños… tu mujer, tu vida, yo sé todo
lo que te pasa, Harry, y tú lo ignoras.
Los ojos del ex-pistolero
no comprendieron. Estaban desorientados, mirando sin entender a aquella joven
mejicana.
-
Niña -dijo- te
agradezco mucho lo que hiciste por mí… tu familia y tú. Pero ahora márchate. Déjame en paz.
-
No se por qué bebes,
Harry -continuó ella sin inmutarse- y por qué huyes, y por qué no eres feliz.
Tú me lo contaste todo en sueños, y yo supe escucharte.
Estaba muy cerca, mirándole
fijamente. Entonces, Harry Shanto se dio cuenta.
Se volvió lentamente, apoyó
los codos en el mostrador y se vio a si mismo en el gran espejo. Dijo:
-
Por qué….
Aquellos grises ojos,
metálicos, fríos, acabados, aquel rostro curtido en el que el sufrimiento dejó
sus huellas, aquel pelo encanecido… Harry Shanto se sintió viejo, hundido, y no
comprendió. No pudo comprender a aquella niña que le miraba como quizá nadie le
miró hasta entonces.
-
Vete, Marita –dijo
roncamente-. Déjame en paz.
Tal vez la imagen del
espejo dijo poco, porque el que fue “as” del revólver se miró aturdido, sin
pensar siquiera qué había en los ojos de ella. Se miró a sí mismo sin
compasión, y sin embargo, ella le miró con pena, con dulzura. Él se despreciaba
y ella quería ayudarle.
Le pareció absurdo, mordaz,
aquello. Quizá una burla más, tal vez más sutil, del destino. No pudo concebir
un por qué, y se sintió sin fuerzas para buscarlo siquiera.
-
¡Déjame!
Ahora esperó, como
abstraído, a que le pusiera un precio. Esperó oír una proposición a su
revólver, como pago al servicio recibido, algo a cambio de lo que ella le dio.
El rostro del Shanto se contrajo en una mueca al volverse a ella y decir:
-
No tengo nada.
Fue al mirar sus ojos, al
ver aquellas lágrimas, aquella limpieza increíble, cuando el hombre se
desconcertó. Cuando vio unos ojos que daban sin pedir nada a cambio, que
ofrecían limpiamente, que querían ayudar, que se entregaban tan
maravillosamente.
Ahora Harry Shanto, de
pronto, cambió. Algo dentro de él pareció salir, algo que creyó perder. Quiso
marcharse de allí, pero de distinta forma, con otra manera de pensar. Tal vez.
-
Gracias, niña dijo-.
Esto no lo olvidaré.
Besó su frente, acarició
sus cabellos, y continuó:
-
Tú no puedes
comprender… eres algo que yo nunca creí encontrar, algo que creí muerto. Tú
harás feliz a un hombre, porque solo deseas que él te quiera… solo pides eso.
Yo lo tuve y lo perdí… y al perderlo maté poco a poco todo lo que ello me dio.
Ahora ya no puedo sentir nada, Marita. Ya lo tuve una vez… y lo perdí. Pero gracias.
Avanzó hacia la puerta,
cansadamente, sin volver el rostro a quien logró, por primera vez en tanto
tiempo, ayudar un poco a Harry Shanto. Él no supo por qué, no supo la razón,
pero se dio cuenta que algo había cambiado.
Al salir a la calle, al
darle el aire en el rostro, vio su caballo y la salida del pueblo. Un sol
brumoso, un viento suave, cuando el que fue famoso sheriff se dirigió a su
montura.
-
¿Te vas, Harry?
Los ojos fríos, metálicos
del Shanto se volvieron centelleantes.
-
Sí.
Pero Steve Lawrence, cuyo
revólver pavonado ya estaba en su izquierda, dijo:
-
Es imposible. Te
arresto por borracho, Harry Shanto.
Fred Azcom miró a Lawrence
tristemente.
-
Hay aún sembrados, y
están todos los aparejos. Si le interesa a alguien, avíseme enseguida.
El “Marshall” leyó el escrito y dijo:
-
¿Y usted que hará,
señor Azcom?
-
Me iré en cuanto lo
venda. Al sur quizá.
Steve Lawrence se levantó y
dio unos pasos por la habitación, deteniéndose frente al viejo agricultor.
-
Bien, poco pide por
su propiedad, señor Azcom, pero aún así dudo mucho que alguien, en estas
circunstancias, se haga rico trabajando
la tierra. Si usted se ha quedado sin gente, nadie se expondrá.
-
Una familia de gente
joven podría trabajar las mejores zonas de cultivo. Toda la ribera de Río
Trunco, y le sacarían buen rendimiento.
Steve Lawrence asintió.
-
Está bien, señor
Azcom. Yo le avisaré inmediatamente. Haré que sus conciudadanos se enteren.
Fred Azcom dio media vuelta
y salió a la calle, con paso poco firme. Era indudable que le había costado un
gran esfuerzo llegar a aquello, pero su edad no estaba ya para heroicidades.
No podía trabajar él solo
aquella tierra que durante tantos años fue su vida, y ni siquiera esperaba que
alguien la comprara, Tal vez eso fue lo que le llevó a hablar con el
“Marshall”, porque la certeza de que alguien fuese el dueño de sus tierras, que
ocupase su hacienda, le embargaba de una extraña sensación de vejez, de
impotencia.
Tenía que haber una
solución. Muy difícil, pero el viejo Azcom sabía cuál era.
Incluso Steve Lawrence, que
mostraba casi su largo cigarro
virginiano, con los pies sobre la mesa de su oficina en aquella apacible
mañana, sabía lo que en esos momentos pasaba por la mente del agricultor, la
solución que, sin embargo, él pensaba, no era igual pero llegaba mucho más arriba
que la de Fred Azcom.
Los negros ojos del
“Marshall” se fijaron ahora en el “Wanted” de Frank Grissom, y su expresión se
hizo calculadora.
-
Doug -llamó.
El ayudante se recostó en
el lecho de la celda, contigua a la que encerraba a Harry Shanto, y luego se
levantó de un brinco.
-
Todavía duerme la
borrachera –dijo, señalando al tejano-. ¿Qué hay?
Steve Lawrence le miró
fijamente.
-
Dí por ahí que
Grissom es un cobarde, que mató a Conway por la espalda… dí lo que quieras,
pero haz que venga.
Wayne abrió mucho los ojos,
sin comprender.
-
¿Frank Grissom? No
podemos echarle el guante. En este territorio no…
-
Ya lo sé. Pero
haz lo que te digo.
Su mirada se posó en la
celda donde Harry Shanto dormía
placidamente.
-
Dí que Harry Shanto
le busca.
Doug Wayne se quedó un
momento parado, fue a decir algo, pero enseguida dio media vuelta y se fue. No
iba a discutir con su jefe ahora en que tantos problemas tenía.
En el momento en que salía,
se cruzó con la alta y distinguida figura de Riff Barbier.
Cuando ya el comisario se
había ido con la desconcertante orden de su jefe, el “francés”, hombre conocido
y tristemente célebre en toda la ribera del Missisipi traspasó el umbral de la
oficina de Lawrence y miró al “Marshall” con aquellos ojos que se clavaban como
alfileres.
Poco había cambiado en los
últimos años el famoso “póker-men” de los casinos flotantes, el hombre que tuvo
cien veces la fortuna entre los dedos mágicos de sus manos y cien veces se le
escapó. Quizá su expresión denotase menos fuerza, menos firmeza, pero allí estaba
su orgullo, su arrogancia, la silueta inconfundible de Riff Barbier, el “francés”.
Sus ojos miraban a Lawrence
como disparando agujas, como siempre.
-
Aún no le dí las
gracias, “Marshall”. Y aún no le felicité por la forma en la que baleó a ese
perro mestizo.
Se sentó, desabotonándose
la impecable levita, y sacó de ella un gran cigarro.
-
Usted lo vio,
Barbier, ¿qué opina?
-
Supongo que eso le
traerá sin cuidado. Supongo más bien que ahora se estará arrepintiendo de no
haberme dejado actuar a mí. Así desconoce mi “momento”. ¿No?
Lawrence sonrió.
-
Exactamente. Pero si
quiere que le sea franco, le diré una cosa: pienso que está mal, que ya no vale
ni la mitad que antes.
Riff Barbier disimuló, muy
malamente, un gesto de sorpresa y de indignación.
El “Marshall”,
tranquilamente, siguió:
-
Pienso que nunca
debió dejar el Missisipi. Aunque no encontrase ya trabajo, no hizo bien en
venir al Oeste.
El “francés” miraba ahora a
Lawrence sin pestañear, mientras en sus ojos se debilitaba por momento la
fuerte luz que los encendió por un instante.
-
He oído hablar mucho
de usted, Lawrence, y sé cuando es preferible no crearse enemigos. Yo estoy de
su parte, y no pretendo crearle complicaciones, pero haga el favor de no
decirme lo que debo hacer. Creo que soy bastante mayorcito para eso.
Las angulosas facciones de
Barbier, su cara larga y pálida, contrastaba enormemente con los ojos,
brillantes y verdes, fríos y lacerantes. Continuó:
-
Estoy aquí. En un
miserable pueblo lleno de sucios mestizos, rodeado de bazofia y de violencia. No
crea que lo maldigo. Pero no le voy a contar a usted, ni a mí mismo, por qué
estoy en esta pocilga. La realidad es que estoy, y a partir de eso podremos
entendernos.
Steve Lawrence miraba con
interés al peligroso individuo que tenía delante.
-
Poco hay que entender
-dijo-. Yo mando aquí y usted quiere operar. Bueno, no seré yo quien le impida
pasar unos días de descanso con su novia.
El “francés”, muy
tranquilo, levantó su fría mirada.
-
Pienso actuar, señor
Lawrence. Ganar dinero en abundancia sin mancharme las manos. Tengo el filón.
Lawrence clavó ahora, con
fuerza, los negros ojos en la faz de Barbier.
-
Lástima que la mina
esté cerrada por el “Marshall”. No dejará que desplume incautos con los
bolsillos repletos de plata. Además, eso es poca cosa para un tipo como usted
¿no cree?
Riff Barbier enseñó los
dientes en una mueca que quiso ser sonrisa.
-
¡Ah! ¡Ah! Yo miro más
lejos, siempre al horizonte. Veo que me subestima, señor Lawrence. Cuando dije
filón, me referí exactamente a eso; a plata. Voy tras la mina por el lado del
más fuerte. Es decir, a su lado.
Se levantó de la silla y
comenzó a pasear por la habitación, mientras hablaba.
-
¿Comprende, señor
Lawrence? Le estoy proponiendo un trato, un acuerdo entre amigos que nos
beneficie a los dos.
-
Yo no soy su amigo
-dijo secamente el “Marshall”- y si en su trato anda por medio un
revólver, ya puede marcharse de este
pueblo.
El “francés” se paró en
seco, mientras sus ojos se clavaban en la inerte figura de Harry Shanto que
dormía plácidamente en la celda. Sin volverse, contestó:
-
No, no necesito su
revólver. Simplemente, que me deje las manos libres.
El “Marshall” chasqueó la
lengua.
-
Pierde el tiempo. No
me interesa.
Riff Barbier se volvió.
-
¿Sin saber su
beneficio?
Lawrence, cansado, levantó
la voz.
-
Dígalo ya.
-
Johnny Torres
-respondió el francés.
-
Tengo mis planes
-comentó, en voz baja, el “Marshall”-. Usted supondrá que ya sé cuál va a ser
la manera de cazar a Torres sin su ayuda.
Barbier asintió.
-
Desde luego. Aunque
los dos sabemos que para cazar como usted dio, al “Chico loco”, conviene tener
siempre dos trampas, por si falla la primera.
-
Exactamente. Tengo
dos trampas.
Riff Barbier achicó los
metálicos ojos, y su mirada pareció fulminar a Lawrence.
-
Tiene al Shanto y a
su mano izquierda, su revólver, señor Lawrence, es extraordinario, no lo dudo.
Pero ambos sabemos que Johnny Torres es más rápido.
La expresión del tejano
cambió como por encanto. Se levantó de un brinco, apartó la silla y puso la
mano a la altura del revólver.
-
¡Está loco! -gritó.
El francés, por un momento,
se vio en la imperiosa necesidad de tirar del chato Rémington que ocultaba en
la bocamanga, pero no hubo lugar a ello, Lawrence, sin moverse, siguió:
-
Solo quiero llegar a
tener a Torres, frente a frente, sin nadie que le apoye. Entonces verá quién es
más rápido.
Ahora, Barbier no contestó
nada. Pensó únicamente en cuál era el punto flaco del famoso “cazador de
forajidos”.
-
Efectivamente
-continuó Steve Lawrence- es Harry Shanto mi cebo. Torres vendrá a por él y
entonces habrá llegado el momento. Lo único que en estos momentos quisiera
saber es el día en que vendrá. Solo eso.
Riff Barbier, buen jugador,
lanzó en el momento preciso su único as.
-
Eso le ofrezco. El
día en que Johnny Torres vuelve a Tumba Crook.
En la celda contigua, Harry
Shanto se removió, sobre la litera, y los ojos del “francés” volvieron a
fijarse en él. Steve Lawrence, por su parte, estaba ya totalmente interesado
por la oferta de Riff Barbier.
-
No le preguntaré de
dónde sacó la información, porque confío en su palabra.
Rió entre dientes y
continuó:
-
Sí, lo único que aún
no ha perdido es su palabra de caballero, Barbier. Pero créame, también la
perderá. Aunque quizá antes se quede sin la vida.
Lawrence estaba de acuerdo.
El “francés” suspiró, aliviado.
-
Muy bien. Usted se
olvidará de que existe Riff Barbier. A cambio tendrá beneficios… y a Torres. Yo
se lo pondré al alcance de su revólver.
-
¿Y los beneficios?
-
Plata ganada a los
mineros con los naipes… bebidas… pongamos un veinte por ciento.
-
Pongamos un
cincuenta.
El “francés” asintió con la
cabeza. Y dijo:
-
También quiero al
Shanto. Supongo que después de lo que le he dicho, no tendrá ya mucho valor
para usted.
Lawrence no opuso
resistencia
-
¿Harry Shanto? Sí,
sí, lléveselo. Precisamente iba a dejarlo suelto esta noche. Pero ¿Por qué lo
quiere?
El famoso “póker-man”
volvió a fijar sus ojos, verdosos y agudos, en la silueta del tejano.
-
Mire, Lawrence,
quedamos en que se olvidaría de Riff Barbier ¿eh? Pero le diré una cosa: yo
conocí al Shanto hace casi ocho años, en San Jacinto. Iba de paso hacia Méjico,
y estuve dos días en aquel pueblo salvaje.
Se levantó de la silla y
comenzó a andar por la estancia, dando profundas bocanadas a su aromático
cigarro.
-
Créame, cuando vine a
Tumba nunca pensé encontrarme en tan ínfimo estado al hombre cuyo revólver fue
lo más increíble, lo más extraordinario que vi jamás. Yo presencié un disparo
suyo, y no creo que nunca nadie llegue a superarlo.
Steve Lawrence miraba con
atención al “francés”
-
Un hombre quiso saber
quién manejaba mejor el revólver, él o el propio sheriff. Se llamaba Eddy
Pressmam, había matado dos hombres en una sola noche y se decía de él que era
un excelente tirador. Eddy Pressmam caminaba por la calle principal de San
Jacinto, disparando al aire y gritando que saliese el sheriff. Cuando éste lo
hizo, Pressmam le disparó repetidamente, de lejos, demasiado para un calibre
38. Harry Shanto se quedó quieto, erguido, mirando fijamente al pistolero.
Aguantó un instante el chaparrón de balas, alzó su brazo izquierdo y levantó el
percutor de su gran revólver “Colt” del 45. Un solo disparo. Eddy Pressmam se
encontraría muy feo en el infierno con aquel tremendo boquete que se le abrió
en la frente.
Steve Lawrence asintió
lentamente con la cabeza, mientras consideraba el extraño entusiasmo que latía
en las palabras de aquel viejo conocido.
-
No quiera descubrirme
a Harry Shanto. Sé de él más que nadie. Tengo planes para él. Si un disparo
suyo le hechizó, puede llevárselo. Pero si se va de Tumba, usted irá a la
cárcel.
CUANDO EL AIRE DE TUMBA
CROOK COMIENZA A OLER A PÓLVORA
El desfiladero del “Pickett Hall”, a diez millas de la salida de Tumba, camino de Yuma, presentaba un sombrío aspecto en la noche sin luna. Sid Parker, que conducía el grupo de cuatro hombres, olfateó el aire y susurró:
-
No me gusta esto.
Los caballos, inquietos,
dejaban escapar su nerviosismo con cortos relinchos, mientras sus jinetes procuraban aligerar el paso.
El lugar, propicio para una
encerrona, no era nada tranquilizador para quienes llevaban gran cantidad de
plata en las alforjas. Por eso, Parker volvió la cara y dijo:
-
Vamos, muchachos.
Salgamos pronto de aquí.
Alguien más debió oír su
voz en la silenciosa noche. Alguien cuyo rifle, un buen “Sharp” del 23, enfiló
sin un solo temblor la cabeza del conductor.
¡Bang!
Sid Parker saltó hacia
delante, con la cabeza rota, impulsado por el grueso calibre del plomo que, en
un instante, hizo añicos su cráneo. Los otros tres hombres, por un momento,
quedaron atónitos, mientras el eco del balazo aún no se extinguía por el
laberinto de rocas. Ese segundo que el hombre del rifle no desaprovechó, sino
que sin pausa comenzó a disparar frenéticamente, con rabiosa y certera
exactitud, sembrando la muerte que de tan fácil blanco le servían aquellos
hombres cogidos en una ratonera.
Ahora los disparos no solo
brotaron del oculto tirador, sino de la parte opuesta, había dos emboscados,
Losey, con la mano izquierda en la funda del revólver recibió la muerte a la
vez por ambos lados, y el tercer hombre de la plata, ya en el suelo, no tuvo
tiempo ni de cubrirse, las balas picotearon el polvo rabiosamente, buscando su
cuerpo con avidez, y alcanzándolo inexorablemente.
El último de los cuatro
hombres se quedó quieto, con las manos bajas, sin mover un solo músculo,
sabiendo que tan solo un respingo podía ocasionarle la muerte.
Esperó, tenso, mientras un
ruido de pasos se acercaba colina abajo.
Aquel hombre que esperaba
con fría serenidad el momento de enfrentarse con dos asesinos dispuestos a
todo, no era, ni mucho, un tipo corriente. Sus finas manos, a un palmo de las
revolveras, estaban inermes, sin un temblor que denotase nerviosismo.
Así llegó el primer
tirador, con el rifle por delante, andando despacio, observando con cautela la
estampa, altiva y tensa, de Chris Kovacs.
No hacía falta que el
gun-man se preguntase quién tenía delante. Pocos hombres había en la frontera
con la puntería y el “oficio” de los famosos pistoleros de Tijuana.
El del rifle inspeccionó a
los tres hombres muertos y después sonrió, mientras llegaba su compañero.
Fue el momento.
Chris Kovacs, de improviso
pegó un brinco de costado, centelleante, y “sacó” en el aire con increíble
rapidez.
El primer mejicano disparó
tarde, cuando el plomo de Kovacs le hizo tambalearse y fallar su disparo. El
segundo no, pero tampoco Chris Kovacs se había quedado quieto. Su cuerpo se
retorció en el suelo, sin que por ello dejasen de disparar sus revólveres.
Volvieron a arañar el
suelo, rabiosas, las balas del
mejicano, y a entrecruzarse con el plomo del hombre de confianza de Collins.
Pero Chris Kovacs supo colocar sus disparos en mejor sitio, porque el de
Tijuana cuando dejó de balear, se arrugó epilépticamente y cayó de bruces sobre
el cuerpo de Losey.
Una vez más Marge Collins
miró aquellos ojos grises que parecían hechos de metal. Una vez más sus labios
recorrieron la dura piel del tejano, y sus manos se aferraron a su espalda.
-
Harry.
¿Por qué se sentía sola,
extrañamente sola, sin aquel hombre? ¿Por qué era distinta a su lado, junto a
un hombre que se deslizaba en línea recta hacia el ocaso?
Ella era ahora más fuerte,
y sin embargo, algo emanaba de aquel gris opaco de sus ojos que la
embriagaba. ¿Era solo el recuerdo? ¿Aún
estaba deslumbrada por lo que fue seis años antes? Y ahora, de repente, el
pasado estaba allí, en aquel volcán dispuesto a estallar, con Harry Shanto, el
viejo Harry Shanto, frente a ella.
-
Cuánto has cambiado
-susurró.
Volvió a besarle. En ese
momento no supo por qué. Quizá fue lástima lo que la llevó a hacerlo, pero
mezclada con una ternura inédita en ella.
-
Quédate conmigo.
Empezarás otra vez, yo te ayudaré. Tú necesitas de mí, pero yo también de ti.
-
Sí, es posible que tú
pienses eso porque aún esperas algo de la vida. Esperas la plata de este
pueblo. Pero yo no puedo necesitar nada, porque no espero nada.
Se volvió a la ventana y continuó:
-
Iba a marcharme. Desde el día en que llegué estuve por
hacerlo. Pero todo me lo impidió: Johnny Lawrence… y algo más, voy a quedarme
aquí, Marge. Voy a esperar aquí.
Marge Collins le miró
fijamente.
-
¿A esperar qué?
Harry Shanto fue a
contestar pero algo se lo impidió.
Fue la súbita entrada en la
estancia de Christian Kovacs.
Marge supo inmediatamente
que algo grave había sucedido, sin más que fijarse un momento en la apariencia
y el rostro lívido de su hombre de confianza. Kovacs se derrumbó en un sillón y
enseñó los dientes de lobo al decir:
-
Mendoza, ese puerco…
Los ojos de Marge Collins
se abrieron mucho y escrutaron al pistolero. Murmuró:
-
¿Losey…?
No hizo falta que nadie
contestara.
Aquello era algo así como
el comienzo de la guerra, el brusco inicio de la lucha por la mina. Marge tuvo
un momento de sobresalto, de debilidad, y una vez más, sus ojos buscaron los
del Shanto.
Pero el tejano nada pudo
hacer para infundirla confianza. Sus manos temblorosas se habían apoderado de
la botella de whisky que había sobre la mesa, y el líquido ámbar pasaba a
través de su garganta como si
fuese agua pura.
En un momento, la botella
había quedado medio vacía.
Marge hizo una mueca. De
repente despreció a aquel hombre, y también recobró su anterior firmeza. En su
mirada se leía claramente una determinación.
-
Chris -murmuró-.
Ellos han dado su golpe, y ahora esperan que ataquemos nosotros. Bien, no lo
haremos. Esperaremos un momento propicio, y ese será la boda del monigote.
Harry Shanto se echó a la
calle con la mente semi nublada por el alcohol y con la firme e imperiosa
convicción de nublarla del todo. Sus pasos vacilantes le hacían dar traspiés, y
chocar con la nutrida concurrencia que a esas horas desfilaba por la calle
principal.
-
¡Borracho!
Harry Shanto veía lejos el
“Saloon”, andaba hacia él pero nunca parecía llegar, y era llevado sin
contemplación de un lado a otro por los transeúntes. Temblaban sus manos por el
ansia que precedía al momento de ingerir
el alcohol. Temblaban sus piernas, y sus ojos estaban nublados por unas
lágrimas que se quedaban allí, cegándole.
Por fin el Saloon de
Velsant se abrió ante él, y la hilera de vasos
y botellas le reconfortó. Pidió whisky casi en un susurro y su garganta
se llenó rápidamente del alcohol que al atravesarla parecía agua. Cuando la
botella quedó medio vacía, Harry Shanto se volvió de espaldas a la barra y
contempló con ojos nublados el Saloon.
Solo veía fantasmas.
El de Cleve Velsant, burlón
y enérgico a la vez, agazapado casi en un ángulo y dispuesto a no perderse nada
de lo que ocurriera, como esperando algo… el de Riff Barbier, jugando
tranquilamente a las cartas en una mesa de verde tapete, pero también vigilante
de lo que ocurría en el Saloon. Al ver
a Harry Shanto se disculpó y avanzó hacia el tejano.
-
Quiero hablar con
usted.
La niebla se había
agudizado ahora, como queriendo adueñarse de todo, ocultar el mundo a los ojos
cansados, grises, metálicos.
-
Hablar… ¿de qué?
El “francés” había pedido
whisky, y carraspeó antes de mirar de frente aquellos ojos.
-
De usted. Yo le vi
liquidar a Eddy Pressman, en San Jacinto, hace casi ocho años. ¿Lo recuerda?
Harry Shanto miró
estúpidamente a Barbier y gruñó, mientras le volvía la espalda.
-
Al diablo. Todo al
diablo. Yo ya no soy nada, absolutamente nada. Estoy atrapado por una nube
blanca que me lleva hacia el abismo.
Riff Barbier se acodó junto
al Shanto y susurró:
-
Si su revólver se
alquila todavía, póngase a mi lado. Necesito un hombre como usted.
Fue ahora cuando Harry
Shanto miró, incrédulo, absorto, al “francés”, y en su rostro tostado y pétreo
apareció una mueca de asombro.
Alzó la mano izquierda,
aquella mano inolvidable, temblorosa ahora, torpe, y dijo:
-
Esto ha terminado,
Barbier. Todo se ha ido… pero aún sirvo para algo. Mire, Barbier, mire lo que
hace mi mano izquierda.
Rió, estúpidamente, rió sin
ganas y movió la zurda, eso sí, con rapidez. Fue rápida su mano al agarrar el
vaso, pero fue torpe, el vaso cayó y
Harry Shanto dejó su risa.
-
Sé que hay algo en el
mundo para mí, dijo. Sé que aún hay algo. Tengo que averiguarlo y esta es la
única forma.
Agarró ahora la botella y
bebió de ella inundando todo en alcohol.
Sí, todo era más bonito
ahora. Había un dolor muerto, un recuerdo borrado, una angustia olvidada. Harry
Shanto entrecerró los grises ojos y habló consigo mismo.
-
Yo sé que hay algo. Y
sé una cosa, tengo que hacerlo. Después me ahogaré en whisky y todo se irá al
diablo. Pero antes quiero ponerle sentido a estos años…
-
¿Sentido? Está vivo y
necesita dinero para whisky. ¿Qué sabe hacer?
Harry Shanto miró, de
nuevo, al francés.
-
Huir.
-
No tendrá ni para un
vaso con eso.
Había en aquel momento unos
ojos grandes, asustados, muy jóvenes, que le miraban con ternura.
-
Hay una niña que mira
a este pobre diablo -murmuró-. Hay… hay muchas cosas detrás de aquellos ojos.
Las luces del local se
habían apagado lentamente, sustituyéndose por una hilera de bombillas rojas que
rodeaban el escenario. Se hizo un ronco rumor y una cascada de verdes plumas
inundó la pista.
Hasta Doug Wayne, en un
rincón, se quedó extrañado con la espectacular aparición de Lena Simon, la
“reina del Missisipi”. Las plumas fueron rápidamente cayendo a los primeros
compases, y así la voz grave, dulzona,
llenó el ambiente y se adueñó de toda la atención.
Riff Barbier dejó de mirar
al tejano para seguir los movimientos de ella como si fuera la primera vez que
la veía actuar. Fue tan solo Harry Shanto, en todo el Saloon, el único que
seguía mirando el ámbar líquido de su whisky.
Entonces sucedió algo fuera
de programa. Lena Simon dejó de cantar, pero no de moverse, y mientras lo hacía
dijo en voz alta:
-
¡Eh Harry Shanto! ¿Es que ya no
te gustan las mujeres?
Hubo una risa general,
coreando la pregunta de la cantante. Lena Simon avanzó lentamente, hasta
ponerse a la espalda del Shanto.
-
Vamos, grandullón.
Demuéstralo.
Riff Barbier sonrió
levemente, mientras todo el Saloon era un hervidero de carcajadas. Había
incluso quien intentaba animar a aquel borracho acodado en la barra, con los
ojos fijos en su licor.
-
¡Vamos, viejo! -gritó
Cleve Velsant-. ¡No te va a comer!
Ahora el Shanto comenzó a
darse cuenta de que todo aquello iba con él, de que tenía a Lena Simon a su
espalda y el Saloon entero riéndose de la situación.
Lentamente, muy lentamente,
el alto tejano se volvió y sus ojos, duros como una roca, se clavaron en la
cantante.
Luego su mano izquierda se
movió, con gran rapidez, alcanzando de lleno el rostro de la mujer y
arrojándola hacia atrás con fuerza.
Se hizo un súbito silencio,
un silencio que se hizo sepulcral, que inmovilizó a todos, incluyendo a Riff
Barbier, cuya mano rozaba ya la culata de su “Rémington”. Fue en el momento que
la voz de Frank Grissom se oyó a la entrada del Saloon.
-
¿Me buscabas, tejano?
CAPÍTULO XVI
DONDE SE CUENTA LO QUE
PASÓ EN EL SALOON Y LO QUE HIZO SHANTO DESPUÉS
Efectivamente, era Frank
“Alda” Grissom, el mismo tipo que liquidó a Larry Conway en Nuevo Méjico.
La presencia del pistolero
cambió de tal manera el ambiente del Saloon, que en un segundo el silencio fue
total, absoluto, como si todo el mundo hubiese olvidado hasta la forma de
respirar.
Lena Simon permanecía en el
suelo, mientras entre Grissom y el Shanto se había abierto un ancho pasillo.
Riff Barbier susurró:
-
Fuera de aquí, Harry.
Pero no le oyó. Las pocas
luces de su cerebro intentaban iluminar la negra silueta del pistolero.
Hablaba lento, tranquilo y
muy bajo. Parecía tan seguro de sí mismo, que nadie dudó ni un momento en que
haría exactamente su propia voluntad.
-
He oído no sé que
cuentos sobre mí, sheriff. Alguien me dijo que hablabas mal a la gente de tu
buen amigo Grissom. ¿Es cierto? ¿Eres capaz de una cosa así, tejano?
Frank Grissom avanzó un
poco más, situándose justo en medio del Saloon junto a Lena Simon que
permanecía en el suelo sin atreverse a nada. Grissom la apartó de una patada
que hizo a la mujer gritar de dolor. Pero ni ella ni el “francés” hicieron algo
ante la agresión. Riff Barbier estaba clavado en el sitio, sin mover un
músculo, porque sabía muy bien a lo que se exponía en caso de actuar. Dejó,
como todos, muy solo a Harry Shanto.
Doug Wayne también estaba
perplejo, porque si bien Grissom estaba allí debido a la consigna de Lawrence,
no tenía jurisdicción sobre él en el territorio. Sin embargo se creyó con la
obligación de defender lo que parecía inminente, y se dispuso a hacerlo. Fue
una voz, un susurro más bien, lo que le dejó quieto en su sitio, la voz sureña,
inconfundible de Steve Lawrence.
-
Quieto, chico.
Frank Grissom estaba a seis
pasos del Shanto. A la distancia ideal para que las balas hicieran el máximo
efecto. Las manos del pistolero quedaron quietas, como muertas, como en estado
de impotencia física, y sus ojos buscaron los del Shanto.
Hubo un susurro de asombro.
Harry
Shanto exclamó:
-
“Al diablo” -y
volviendo la espalda tomó de nuevo la botella entre sus manos. En aquel
momento, no había nada más interesante para él que el ámbar rutilante de su
whisky. Ni siquiera su propia vida.
En unos segundos pensó morir de espaldas, con el vaso en la mano, y como símbolo le pareció satisfactorio. Sin embargo, de repente, se volvió sin saber por qué, en un acto reflejo, y puso la izquierda al alcance de su revólver.
¡Estaba tan borracho…!
Grissom lo sabía, y hasta le dejó “sacar”. Lentamente lo hizo. Esperando
quedarse en el camino, esperando pararse por un tremendo dolor en el pecho, con
el revólver aún fuera de la posición de disparo.
Sin embargo, llegó a más.
Su gran “Colt” del máximo calibre enfiló la figura del pistolero, sin que éste
moviese uno solo de sus músculos.
Sonreía. La mano del Shanto
temblaba tanto, sus ojos estaban tan nublados…
Una fea sonrisa se llevó
Frank Grissom a la tumba.
El disparo le destrozó la
cabeza, y del impulso salió rebotado, chocando contra la pared. Más de un
espectador creyó oír dos detonaciones casi al unísono, pero nadie se fijó en el
agujero que de improviso se había abierto en los batientes del fondo.
Tampoco supo nunca Frank
Grissom, el hombre que mató a Larry Conway
en Nuevo Méjico, cómo un hombre borracho, acabado, pudo acertarle con
tan matemática precisión.
© Javier de Lucas