A los diez años escribí mi primer relato del Oeste: "El infalible Farrow". Durante los cinco años siguientes escribí otros veinticuatro, siendo el último "La mano inolvidable". Había cumplido quince años y pensé que ya iba siendo hora de tomarme en serio la Literatura.
Recuerdo con mucho cariño aquellos años y aquellos
textos, repletos de tiros, pistoleros y duelos a muerte, de buenos y malos, de
extensas llanuras y estrechos desfiladeros, de sucias cantinas y lujosos
salones, de cazadores de recompensas y sheriffs heroicos, de vaqueros
camorristas y caciques despiadados, de cacerías salvajes y disparos de todos los
calibres...vistos y escritos por un niño que creía en la infalible puntería del
Colt del héroe solitario.
Aquí están algunos de aquellos relatos, tal y
como los escribí, con sus errores sintácticos variados...¡y hasta con algunas
faltas de ortografía!
PAGADO CON SANGRE
CAPÍTULO PRIMERO
EL FABULOSO PHANTOM
La elegantísima sala, de
paredes forradas de terciopelo rojo, lujosas arañas y distinguida clientela,
presentaba uno de sus más clásicos llenos. El tintineo de las alhajas femeninas
se unía al frou-frou de sus caros vestidos a la moda francesa y al humo de
ostentosos cigarros virginianos o cubanos que, sostenidos por manos
ensortijadas, fumaban con delectación los caballeros allí congregados.
El "Palace" de
Nueva Orleans olía a lujo. Por eso, Lewis Hetchens, propietario-director del
local, era considerado como un verdadero señor, aunque nadie se hubiese parado
a pensar quién era en realidad Mr. Hetchens, ni de donde procedía.
La noche era completa. Estaba
hasta el gobernador, cuya sebosa cara aparecía confundida entre la multitud, y
su chaleco floreado, su cadena de oro de reloj o su plastrón, rematado en un
enorme brillante, no llamaban la atención entre la selecta concurrencia. La
afrancesada, refinada, ciudad de Nueva Orleans, verdadero centro de cultura y
elegancia en aquellos años, era, si no la más bella ciudad del Este de los
Estados Unidos, sí por lo menos la que había asimilado con mayor esplendor el
gusto europeo de la época, sobre todo la influencia francesa en todos los
aspectos. Era muy corriente hablar palabras como: ¡Oh lá lá! ¡Mon dieu! etc. y
todas las señoritas bien aprendían francés, y se rendía culto al baile de
salón, con preferencia por el famoso minué. La abundancia de artistas en la
comarca, amparados siempre por el gobernador Browman, mecenas de toda clase de
composición artística, daba como resultado el sinfín de exposiciones,
actuaciones, y demás manifestaciones de este tipo que embellecían, adornaban y
pregonaban la sensible cultura y metamorfosis ocurridas a la población en los
últimos años.
Cualquier ciudadano sabía
leyes, algunos aplicarlas, y se creía y podía con derecho a exponerlas en
defensa de su propiedad o persona.
Nada que ver con sus
compatriotas del lado del Pacífico.
Es lo mismo que comparar un
brillante enorme sin defectos con un trozo de plomo negro y sucio. O un
inmaculado libro de leyes con un gigantesco, ominoso y terrible revólver
"Colt" de máximo calibre.
Pero el Oeste quedaba
demasiado lejos, los hombres del Este miraban con superioridad a sus colegas
del Oeste, como a animales sin domesticar, brutos sin inteligencia que habían
nacido para ser sometidos por ellos mismos. Las historias que llegaban de vez
en cuando, y que relataban muertes increíbles o hazañas impresionantes de
hombres envueltos en leyendas del desierto, eran contadas por vaqueros o
comerciantes, que aseguraban haber visto con sus propios ojos a dos hombres
disparando unos objetos mortíferos, los revólveres, que llevaban colgados en la
cintura, y cuya sola contemplación erizaba los cabellos.
En el fondo, muy en el fondo,
los hombres del Este admiraban a los otros. Por eso, aquella noche se habían
congregado en el "Palace", para ver en persona a alguien que sabía
manejar aquellos chismes de fuego, y que se presentaba por primera vez ante el
público de Nueva Orleans después de una gira por distintas ciudades del Este.
Lewis Hetchens se estaba
frotando las manos. El sordo murmullo reinante se heló por completo. Hetchens
subió al escenario y habló, denotando satisfacción cada una de sus palabras:
-
Señoras y caballeros,
un momento de atención. Voy a presentarles, por primera vez en Nueva Orleáns, a
un verdadero artista. A un hombre excepcional, que les dejará boquiabiertos
porque verán algo que no se les olvidará nunca: ¡El fabuloso Phantom!
El "Palace" se
quedó a oscuras. La expectación se hizo colosal, y un foco granate iluminó el
escenario.
Entonces apareció el Phantom.
Parecía un ser irreal, un
fantasma o una aparición surgida de repente. No solo por su gigantesca
estatura, ni por sus ropas encarnadas o su antifaz efectista. En el Phantom
había algo más. Un cinto-canana pendiente de su cintura, muy bajo, que casi
rozaba con la mano. Y un tremendo revólver "Remington 44", de cacha
roja.
Pareció que el
"Palace" se había quedado mudo. Pero el asombro y la incredulidad
irían en aumento cuando aquel hombre empezó su actuación.
Lewis Hetchens tiró una
moneda al escenario y esta no cayó al suelo. Estuvo doce segundos en el aire,
trazando una sorprendente trayectoria al compás de doce increíbles disparos.
Porque a los ojos de más de doscientas personas, aquel Phantom
"sacó". Brilló a la vez luz del foco su impresionante
"Remington" del 44, hirió la luz con un destello mágico, alucinante,
que inició la danza frenética de sus disparos. Doce plomos certeros,
colosalmente certeros. Un malabarista verdaderamente increíble.
Pero no quedó todo en eso. El
Phantom hizo algo más. Un número imposible pero cierto.
Se puso de espaldas y tiró
hacia atrás una estrella de cinco puntas. Y antes de que cayese al suelo, se
volvió como un relámpago y "sacó". ¿Fue eso lo que hizo? ¿O le nació
el Remington en la mano izquierda?
A la estrella se le quebraron
las puntas por cinco disparos de fantasía.
Y el mundo se puso a los pies
del Phantom.
CAPÍTULO SEGUNDO
UN TIPO CON DOS PISTOLAS
El hombre estaba molesto. Eso
era lo primero que se notaba con solo mirarle un par de segundos. Y era una
cosa natural, porque a nadie le gusta que un corrillo de gente le rodee y le
mire como a un bicho raro.
Pete Grosmeck, un individuo
medio dormido, de sucios y desgastados "jeans", botas rotas y chaleco
polvoriento y un olor fuerte a sudor, estaba más despistado y se hallaba tan
fuera de lugar como un muerto bailando el minué. Porque los distinguidos
ciudadanos de Nueva Orleans se preguntaban de donde había salido aquel tipo, y
había muchos que se inclinaban por pensar que era un nuevo disfraz conque tal
vez consiguiese el primer premio en el baile organizado esa noche a beneficio
de los niños huérfanos de ferroviarios.
Pero no era eso lo que más
llamaba la atención a los curiosos transeúntes. Aquel ser llevaba, colgados de
cada lado de la cintura, dos cosas de cuero negro, y dentro de ellas, otras dos
cosas metálicas asombrosamente brillantes y cuidadas en un tipo tan ordinario,
que oscilaban a cada movimiento del citado sujeto.
Seguido siempre por las
miradas reprobables de los ciudadanos, Pete Grosmeck echó a andar calle abajo,
limpiándose el sudor que le manaba de la frente con el descolorido
"Stetson", y helando a los improvisados espectadores con un salvaje
vocablo que les dejó horrorizados:
-
¡Cuerno!
La verdad es que Pete
Grosmeck estaba harto de aquella gente, y estaba harto de ser tomado como un
mono de feria allá donde se pasease. Se maldijo por estar allí y de pronto se
volvió, fulminando con la mirada a los que le seguían a prudente distancia.
-
¿Qué pasa?
Una mujer lanzó un grito de
horror y otra estuvo a punto de desmayarse. Haciendo un esfuerzo, un
caballerete de impecable levita se adelantó un paso y preguntó:
-
¡Eh amigo! ¿Habla usted
inglés?
Grosmeck estuvo a punto de
soltar algo fuerte pero se contuvo, e hizo un solo gesto. Se tocó las cachas de
los revólveres y eso disolvió el grupo.
El que había hablado, con una
mueca de miedo reflejada en el rostro, echó a correr hacia atrás, tropezando
con una dama y pidiéndola excusas mientras le daba con furor a las piernas.
Pete Grosmeck lanzó otra
imprecación, se volvió a limpiar el sudor y miró el reloj luminoso del
Ayuntamiento. Era la hora. Con paso firme echó a andar por un jardín hasta
encontrarse ante una puerta de nogal, y no sin antes haber lanzado una grosería
cuando una señorita se cruzó en su camino. Le abrió la puerta un tipo vestido
de librea. Ante su mirada interrogante y sorprendida, el visitante dijo:
"Grosmeck", y eso fue la contraseña. El criado le sonrió ampliamente,
le arrancó el sombrero de la cabeza y le hizo una reverencia, lo que por poco
motiva el vuelo rápido de las manos del tipo a sus pistoleras.
Se abrió otra puerta y Pete
Grosmeck se encontró en una extraordinaria habitación. Las paredes estaban
llenas de grandes cuadros con dorados marcos, y las ventanas cubiertas de finísimas
cortinas en satén azulado. Había una cama entoldada y otros muebles de tallada
madera.
Grosmeck estaba tan
despistado como una foca en las selvas del Brasil.
En el centro de la pieza, un
hombre esquelético casi, semblante febril, hundidos los grises ojos y revuelto
el cabello amarillo, estaba sentado y rodeado de otros dos tipos de rigurosa
etiqueta.
Grosmeck era ahora el blanco
de sus miradas.
Apoyó las manos en las
pistoleras, las puso en los bolsillos, se cruzó de brazos, se rascó el cogote,
y tosió en menos de treinta segundos. Le dio un sobresalto cuando habló uno de
los tipos de etiqueta:
-
¿Es usted Grosmeck?
-
Sí... Grosmeck-
balbució.
El otro suspiró aliviado. Se
guardó el reloj de bolsillo conque había tomado el puso al individuo sentado y
de torso delgadísimo, y dijo:
-
Ya sabe lo que hay que
hacer. Valle Caliente, en las Rocosas. ¿Comprendido?
Pete Grosmeck gruñó algo en
voz baja. Y por decir algo, preguntó:
-
¿Y por qué las Rocosas?
-
Eso no le incumbe.
Usted limítese a llevarnos a Valle Caliente, y cobrará lo estipulado.
-
¿Son tres?
-
No -fue un suspiro casi
la voz del tipo sentado-. Solo yo y Herrmann -y señaló al de su izquierda, un
hombre corpulento a pesar de su etiqueta y de unos cuarenta años de edad.
-
Muy bien - ahora
Grosmeck se sentía más a gusto-. Saldremos mañana al amanecer. Será un viaje
muy largo y fatigoso y encontraremos muchos peligros en el camino. Hay que ser
fuerte para hacerlo y hay que tener hombría para salir adelante. ¿Entienden?
La cara de Herrmann era un
trozo de roca. Pero el hombre delgado habló por él. Se levantó de la silla y a
Grosmeck le impresionó, no sólo la gigantesca estatura del muchacho, pues era
muy joven a pesar de su envejecido aspecto, sino su delgadez extrema, que le
hacían aparecer aún más alto de lo que en realidad era.
El tipo aquel contempló a
Grosmeck desde los hundidos ojos, y el lívido rostro se movió algo cuando dijo:
-
Llévenos a las Rocosas,
lo demás es cuenta mía.
Grosmeck palpó el dinero en
el bolsillo de su chaleco y contestó alegremente:
-
Yo estoy a sus órdenes,
señor...
-
Phantom.
Ahora Grosmeck estaba pálido.
CAPÍTULO TERCERO
GROSMECK SE ENFADA
Era la clásica fiesta.
Claro que a Pete Grosmeck le
pareció estar viendo visiones, porque vagaba de un sitio para otro como un
fantasma. Nunca en su vida había visto tanto lujo, tanta lámpara, tanta joya,
tanta bebida, tanta señora estupenda...
Se había afeitado y lavado,
cosa sin precedente en él, y se había puesto una camisa nueva. Visto así, Pete
Grosmeck era un tipo bien parecido, que no se parecía en nada al individuo que
tanto llamó la atención en las calles de Nueva Orleans.
Era su última noche en el
Este. Desde que recibió el mensaje explicando la fácil misión de llevar a dos
hombres muy al Oeste, y se había encaminado a la afrancesada ciudad, Grosmeck estaba
soñando con su tierra. Porque los espacios abiertos eran su mundo y se ahogaba
entre tanto lujo, tanta hipocresía y tanta ridiculez.
Un tipo raro ese Phantom.
Le estaba viendo ahora,
charlando con Horts Herrmann, su pétreo criado. Sacaba la cabeza a todos los
presentes, y su pantalón de seda verde, así como el lazo de igual color, le
daban el aspecto de un aristócrata.
Sin embargo, Grosmeck dudaba.
Porque conocía a los hombres y sabía catalogarlos desde el principio, y aquel
larguísimo tipo, aun dentro de su cadavérico aspecto, de su indefensa figura y
sus gentiles modales, le inspiraba respeto. ¿Por qué? No sabía responder. Tal
vez le traicionaban aquellos hundidos ojos grises, metálicos y fríos como trozos de hielo.
Pete Grosmeck arrebató una
copa de licor a uno de los negros que llevaban bandejas y se la bebió de un
trago, maldiciendo lo flojo que era aquello, al mismo tiempo que un caballero a
su derecha tosía al probar el líquido, y se disculpaba ante las damas presentes
diciendo que le había entrado por mal conducto.
El caso es que Grosmeck tenía
ganas de juerga. Se estaba aburriendo y cuando esto le pasaba era señal
evidente que buscaba pelea. Se bebió otras doce copas de licor, y ya entonado,
intentando imitar a los caballeros presentes, se dirigió a un corro de damas y
preguntó, lo más cortés que pudo:
-
¿Quién se quiere echar
un baile conmigo?
Una hizo intención de gritar
y la otra le volvió la espalda rápidamente. Pero la tercera, que estaba mirando
con gesto de enfado a un tipo de enormes espaldas que charlaba con otra dama,
esbozó una encantadora sonrisa y respondió:
-
Yo, vaquero.
Al pobre Grosmeck se le
encendió el rostro. Se volvió torpe como un niño, balbució algo ininteligible,
y procurando dominar su excitación condujo a su pareja a la pista, donde, con
infinito cuidado para no estropearlo, la agarró por la cintura e inició los
pasos del baile.
Bailaron más de diez
seguidos. A Pete Grosmeck le pareció estar soñando, dando vueltas y más vueltas
con una criatura preciosa en sus brazos que reía, reía con voz cantarina y
alegre.
No se daba cuenta de nada. Ni
tampoco del joven de descomunales espaldas que, solo en el centro de la pista,
miraba torvamente a la riente pareja.
-
¿Se ha divertido
bastante, amigo?
Lo dijo alto, para que todo
el mundo se enterase, y se enteraron hasta los músicos, pues el silencio más
completo se hizo en todo el ámbito del salón.
Pete Grosmeck, fastidiado
cuando se lo estaba pasando en grande, pareció que era el único que no había
oído las desafiantes palabras. Sin desprenderse de la chica, hizo una seña a
los músicos y dijo:
-
¡Ustedes a suyo,
señores!
Empezaron a seguir tocando.
Pero solo Grosmeck y su pareja bailaban, mientras los demás eran mudos testigos
de su exhibición y la cara de pocos amigos del joven beligerante.
-
Huele usted mal. ¿Por
qué no se da un baño?
Esta vez el insulto fue más
serio. Todos lo oyeron, aunque el único que pareció no oírlo fue el propio
Grosmeck. Seguía bailando, bailando, tenía los ojos brillantes, la cara feliz.
Estaba contento como un niño que juega con su juguete preferido. Porque en el
fondo, Pete Grosmeck era un niño grande, que se había pasado la vida jugando
con maquinitas de matar.
-
No sabía que los cerdos
bailasen tan mal.
El insulto fue tan grande que
la chica se paró en seco, los músicos dejaron de tocar y la atmósfera se cargó
de tensión.
El corpulento individuo, con
el torso echado hacia delante en amenazadora actitud, dio un paso al frente. Y
la dama, mirando algo decepcionada a Grosmeck, dijo:
-
¿Es que no va a
contestar nada?
Pete Grosmeck pareció que
salió de un sueño en ese momento. Miró perplejo al individuo amenazante y dijo
tan solo cinco palabras:
-
¿Qué quiere que le
rompa?
Luego avanzó dos pasos. Se
ladeó un poco para evitar el directo del otro y movió su brazo izquierdo. Cazó al
fornido caballero con una especie de coz en mitad de la boca.
Una señora creyó que había
sido el tambor de la orquesta.
Cuando el joven belicoso
abrió los ojos, al día siguiente, tenía rota la mandíbula inferior, la ternilla
de la nariz y los labios... y siete dientes.
TRES EN EL OESTE
-
¿Té, por favor?
El extraño y larguísimo tipo
envuelto en seda verde tuvo la virtud de desconcertar por primera vez en su
vida al viejo Clem Sala, dueño del único tugurio de Abbeville, un pueblo situado en la frontera de
Colorado.
A su lado, un tipo no menos
extraño contemplaba la estantería de bebidas. Unos lacios bigotes le daban
aspecto feroz, aunque la levita negra que cubría sus anchas espaldas le
ridiculizaban en aquel lugar.
-
Con limón si es
posible.
La mano del viejo Sala,
aunque ya lenta, estuvo a punto de volar hacia el revólver. Por el camino pensó
que tal vez fuese verdad que aquel tipo quería té con limón, y con expresión
estúpida se puso a hurgar en un armario, por si acaso encontraba un paquete de
aquel producto extraño. Al tipo vestido de seda le dio un ataque de tos. El de
negro le dio un pañuelo, mientras sacaba del bolsillo una pastilla y se la
metía en la boca.
Desde una mesa cercana, Pete
Grosmeck contemplaba a sus compañeros de viaje. Al tipo largo le daban ataques
de tos por lo menos dos veces al día, y el otro, que parecía su niñera, se
encargaba de cuidarle como si fuese su madre misma.
Grosmeck hizo un encogimiento
de hombros y siguió bebiendo. Faltaban solo dos días para llegar a Valle
Caliente, en las Rocosas, y su misión iba a acabar. Terminó la botella de
whisky en un trago de casi medio minuto de duración y entrecerró los ojos
dejándose mecer en las nubes con que el alcohol le envolvió.
Entonces aparecieron dos
hombres.
Uno de ellos era conocido en
la frontera de Colorado. Se llamaba Ed Munro, y muchas lenguas aseguraban que
era un pistolero profesional. El otro era un tipo de grandes barbas, expresión
malévola y fuerte musculatura, que venía dando resoplidos como un búfalo cualquiera.
-
¡Jarras de whisky!
¡Montañas de whisky, Sala!
Clem Sala dejó de echar limón
en el té del forastero y agarró tres botellas que puso sobre el mostrador.
Cuatro manos se crisparon sobre ellas, las rompieron el cuello con los dedos y
se las echaron en la boca, salvajemente, sin preocuparse de las aristas
cortantes del vidrio.
Solo al cabo de cinco
minutos, cuando las botellas estaban vacías y los ojos de los recién llegados
rojos y turbios, Ed Munro se fijó en la taza que había delante de un larguísimo
tipo vestido de verde. Se la quedó mirando con estupor, y de repente, la cogió
y se la llevó a la boca. Bebió un sorbo y lo escupió, tirándolo casi a los pies
del forastero.
-
Oiga amigo. No me
gustan los tipos que beben agua sucia.
El rostro de Rhan Phantom, de
un color casi blanco y macilento, no se movió un ápice. Solo dijo:
-
¿Tiene algo contra mí,
señor?
-
Apuesto a que un tipo
como usted no es capaz de beber bebida de hombres.
Si el insulto hubiese ido
dirigido a Pete Grosmeck, el tugurio de Clem Sala estaría ya oliendo a pólvora.
Pero el largo forastero de la levita verde parecía un cadáver viviente, y Ed
Munro gritó entre risotadas:
-
¡Sala, trae ginebra,
ron y pimienta!
Casi durmiendo, Grosmeck fue
testigo del combinado que preparaba Munro y que sería suficiente para tumbar a
una mula. Terminó su obra con unas gotas de whisky y todo un paquete de
pimienta, alargando el vaso hacia el forastero.
Rhan Phantom alargó su flaca,
lívida mano, y sus dedos se cerraron en torno al vaso. Ante la incrédula mirada
de Pete Grosmeck, y la no menos desorbitada de Sala, Munro y su desagradable
compañero, aquel papel de fumar viviente se llevó el explosivo a los labios. De
un solo trago, de uno solo, se lo bebió, y después hizo dos cosas que
asombraron aún más al estático Grosmeck.
La primera fue tirar el vaso
a la cara de Munro, y la segunda, cuando ya el pistolero bajaba rápidamente las
manos a las fundas, fue la más sorprendente de las dos. Incomprensiblemente, al
Phantom le nació un revólver en la mano izquierda, con el que encañonó a Munro.
Un gigantesco
"Remington" del 44, de cacha roja, tan roja como la sangre que ahora,
viscosa y densa, manaba por la boca del forastero y manchaba tétricamente la
verde levita, campo de sangre sobre la increíble rapidez de un Phantom de seda.
HIELO EN VALLE CALIENTE
-
Márchese. Venda y
márchese, amigo.
El tipo de la ventanilla
tenía los ojos rientes. Pero el otro, un hombre con pinta de vaquero, parecía
encolerizado.
-
Me uniré a Brickford
-amenazó-. Yo y todos los vaqueros de las Rocosas.
-
No exagere -el de la
ventanilla estaba completamente tranquilo-. Si algunos locos lo intentan se
morirán de hambre.
-
¡O de una indigestión
de plomo! -chilló, colérico el otro, dando media vuelta y saliendo de las
oficinas de la Western Petrol Mcadams y Cía.
-
Mírale -el tipo largo,
desgarbado, de finas manos y revólveres muy bajos, que dormitaba en un porche
enfrente de las oficinas, hizo un gesto de fastidio.
-
Con London y Hyde
Shannon, ya son tres potentes vaqueros. O esos tipos tienen mucha y muy buena
gente, o Valle Caliente no será nunca una ciudad petrolífera.
A su lado, un viejo borracho
hizo una señal de asentimiento. Como para él, dijo:
-
La guerra en el
valle... la guerra en el valle...
-
Tal vez. Y no nos
conviene meternos en jaleos ¿verdad Malcom?
Dutch Malcom, cerrados los
ojos de pobladas cejas, pensaba lo mismo. Pero sabía que iba a ser muy difícil
permitirse el lujo de estar al margen cuando la guerra estallase en el pueblo.
-
Una más, una menos -el
individuo también parecía hablar para sí mismo-. Hemos salido de otras mucho
peores ¿eh viejo?
¿Muchas? Dutch Malcom no se
acordaba ya del día que conoció a Max Lynch ¿quince, veinte años? Exageraba,
pero no mucho. Cuando se unió a Lynch era un tipo peligroso con el revólver,
pero ahora se había convertido en un viejo borracho.
Sus rojizos ojos soñaban
despiertos: la guerra, los Vigilantes de Arizona, los Rurales de Texas,
comisarios en Abilene... había perdido la cuenta.
Max Lynch cruzó sus
interminables piernas y se echó el sombrero a la cara, procurando dormir un
poco. ¿Viejo a los 35 años? El caso es que había vivido demasiado deprisa. Se
durmió pensando en una botella de whisky.
Ya estaba medio muerto.
Al segundo golpazo había
perdido el sentido. Pero la juerga continúo durante mucho más.
Hyde Shannon, amoratado el
rostro, rotas las cejas y los labios, cosida la boca a puñetazos, estaba
irreconocible. Pero aún flotaba dormido, recibiendo cada nuevo golpe con un
estremecimiento.
Había en la calle cuatro
hombres. Uno era un tipo de cara chupada y largos brazos, arqueadas piernas y
flacas y frías manos. Los revólveres los llevaba demasiado bajos para ser de
adorno, los otros tres eran los que golpeaban al ranchero. Uno de ellos era una
especie de bestia salvaje. Mediría más de dos metros, y pesaría bastante más de
cien kilos. Tenía la cara ancha y desfigurada, con una sinuosa cicatriz que la
cruzaba de parte a parte.
Ante la sonrisa del jefe del
grupo, aquel tipo realizó una acción verdaderamente abominable. Cogió al
guiñapo humano que era ahora Shannon y sacó su revólver de la funda. Llevó el
punto de mira a la cara del ranchero y rápida, salvajemente lo hincó en la
carne, describiendo una línea roja, imborrable para el resto de la vida.
Luego, dejando gimiendo al
desgraciado ciudadano, aquellos cuatro hombres dieron media vuelta. Y como si
nada hubiera ocurrido, como si la cosa fuese lo más natural del mundo, echaron
a andar calle arriba, en dirección a las oficinas del Western Petrol McAdams y Cía.
¿Pistoleros a sueldo? Para
cualquier observador poco sagaz la cosa no admitía dudas. Y aunque Max Lynch
era un tipo de aúpa, supo calibrar muy bien el valor de los cuatro sujetos,
porque reconoció a "Gatillo" Cassidy y a Phil Galea entre el apretado
y terrible cuarteto.
Fue entonces cuando Max
Lynch, que velaba silenciosamente ahora el sueño de su inseparable Dutch
Malcom, vio llegar a tres hombres. La cosa no hubiera tenido mayor importancia
si se hubiese tratado de tres tipos corrientes. Pero no era vulgar una librea
en el Oeste. No era vulgar un tipo de seda.
Y mucho menos un Phantom.
CAPÍTULO SEXTO
EL HOMBRE DE SEDA
-
No me gusta -el médico
se quitó las gafas y miró directamente a Herrmann-. Ese hombre tiene un hálito
de vida, puede resistir o no. Lo importante es que no se canse nada, ni haga
ningún ejercicio. ¿Comprendido?
El fiel criado, impasible
como siempre, asintió con la cabeza.
-
Y sangre -siguió el
médico-, sangre cualquiera. El aire de las Rocosas puede sanar a un muerto
-bromeó-. O sea que no se preocupe demasiado, amigo.
El doctor Spander dio media
vuelta y salió de la casa. Una preciosa casa, pensó. Con un cercado y unas
pocas vacas, como se la imagina cualquiera cuando piensa tener un rancho. El
nuevo propietario era el tipo más extraño que había visto en su vida, y además
había llegado cuando la tirantez Brickford-McAdams, o vaca-petróleo, era más
acusada.
Pero no era eso lo que le
preocupaba al raro individuo. Estaba muy enfermo.
Pete Grosmeck, el único
vaquero del rancho, terminó de reunir a las reses y se extasió contemplando a
la naturaleza. Era soberbio aquel sitio, y se sentía dichoso en aquel paraje.
Había bajado al pueblo un par de veces, y se había percatado del estado de las
cosas, aunque no había pensado en intervenir para nada. Estaba al servicio de
un tipo extraordinario y contento con el desarrollo de los acontecimientos.
Se acercaban tres hombres.
No le gustaban las visitas y
por eso amartilló el rifle. Cuando llegaron a su altura, el más viejo levantó
una mano en señal de paz y dijo:
-
Soy Lemuel Brickford y
vengo a hablar de negocios con tu patrón.
-
¿De negocios? -Grosmeck
tenía el dedo casi sobre el gatillo.
-
Vamos, Pete -sonrió el
otro-. Sabes muy bien que tanto tu patrón como yo somos gente de paz.
¿Gente de paz? Sonrió para dentro
y les dejó pasar, lo que hizo Ed Munro podría ser una casualidad, pero esas
casualidades nacen de la práctica. Tal vez fuese un hombre de paz, pero con el
diablo dentro de la levita verde.
Estuvieron hablando un largo
rato. Brickford, London y Saugar eran ahora los tres más fuertes vaqueros. Y la
conversación amable, educada, que se estaba desarrollando, no podía parecerse
en nada a la que sostenían en el Saloon único de Valle Caliente un vaquero de
Hyde Shannon y un tipo llamado Lynch.
-
No me gusta tu aspecto
-dijo Ernest Downs-. No me gustan los pistoleros.
El desgarbado individuo
sonrió a medias y se tocó las culatas de sus relucientes y modernas "Smith
y Wesson" calibre 38. Rozó con el brazo a Dutch Malcom y preguntó:
-
¿Has oído? Me ha
insultado.
El viejo gruñó algo pero nada
dijo. Esperó a que hablase el vaquero.
-
Y tampoco me gustan los
viejos borrachos inútiles.
¿Han visto alguna vez a una
momia pegar un brinco?
¿O a una tortuga saltar como
un rayo?
Dutch Malcom no era un tipo
cualquiera aunque pareciese un impedido. Se estiró en un salto perfecto y largó
un soberbio puñetazo a la boca de Downs. El vaquero cayó hacia atrás,
fulminado, y cuando rozó el suelo "sacó". Pero a medio camino tenía
dos revólveres apuntándole a la cara. Eran dos "Smith y Wesson" del
38, y su dueño, con una voz perezosa, decía:
-
Haz algo. Verás como te
escuecen dos del 38.
El vaquero estaba pálido y
vencido. Oyó a Lynch:
-
No quiero jaleos ni me
importa Brickford ni McAdams. Pero el que me provoque, sea del bando que sea,
que vaya con cuidado. Max Lynch es un tipo peligroso ¿verdad Malcom?
-
Y asesino. Date preso,
Lynch. Tu padre te enseñó a colgar sin juicio y parece que la herencia es muy
fuerte.
Si a Max Lynch le hubiesen
detenido normalmente, se hubiera limitado a sonreír y a acompañar al sheriff
Reynolds. Pero pareció que le había picado una víbora cuando habló el de la
ley.
-
Le prohíbo que hable
así sheriff -era Malcom el que contestaba-. No hemos hecho nada desde que
llegamos aquí y no permito que nadie emplee ese tono cuando hable con Max,
aunque tenga una estrella en el pecho.
-
Vaya -el sheriff, con
un "Colt" 45 en la derecha, era muy joven pero tenía entereza-. ¿Eres
su niñera? ¿La niñera del hijo del comandante, asesino y despreciable Lynch?
Max Lynch, de espaldas al
sheriff, con los revólveres en las fundas, tenía los ojos inyectados en sangre.
-
¿De qué se me acusa?
-
Tu padre te debió
enseñar también a mentir. Colgaste a Shannon después de desfigurarle, porque te
pedía la sangre colgar a alguien ¿verdad?
-
No quiero matarle -Max Lynch
hacía esfuerzos por dominarse-. Pero no siga hablando, Reynolds. ¡No siga
hablando!
-
¿Por qué? ¿Te duele la
herencia que te dejó tu padre?
-
Tú sabes que Max no
hizo eso -el que habló fue Malcom-. ¿Quién te paga por esto? ¿Brickford o
McAdams?
-
¡Cállate! -el sheriff
movió rápidamente la mano izquierda y golpeó la frente de Malcom que cayó al
suelo. Amartilló el "Colt" en el momento que una voz sonó detrás.
-
¿Que importa que lo
sepa, Reynolds? Yo le pago, "Gatillo” Cassidy.
Entonces Max Lynch, el
antiguo soldado, el ex-vigilante, el viejo Rural, el perfecto gun-man, puso en
práctica la experiencia, la rapidez y la puntería que sus diez años con Malcom
le habían proporcionado.
Tranquilo siempre, el
larguirucho y desgarbado individuo perdió la serenidad porque le hirieron en lo
más hondo.
"Sacó". Le brilló
en la mano izquierda un "Smith y Wesson" pero no apretó el gatillo.
Movió rápida, coléricamente el percutor con la derecha, como abanicando el
temible revólver, y realizó tres disparos. El primero se metió en el cerebro de
Reynolds y fue la antesala de los otros dos. Porque Lynch quería matar a
Reynolds, auque descuidase a Cassidy, y le abrió la cabeza como si sus balas
fueran un sangriento bisturí.
Pero "Gatillo"
Cassidy era un "as". Disparó a su vez a través de la funda, en el
momento que Max se lanzaba hacia atrás y la bala no fue por eso mortal. Arrancó
cabello de la cabeza de Lynch y le hizo perder el sentido.
Hoy Lynch estaba vencido,
"Gatillo” Cassidy dominaba, la violencia empezaba a desencadenarse en el
Valle. Y el Phantom, trágica sinfonía en verde y rojo, permanecía oculto en su
tumba de cristal.
CON R DE REMINGTON
-
Hoy llega McAdams -Tom
Hill, un tipejo ratonil, apoyó el rifle en las rodillas-. Y Brickford le está
preparando la bienvenida.
Elías Walcott dejó el "Marlin" en la
estantería y miró a pasquín.
-
¿Tú crees que hacemos
bien, Tom?
-
¡Claro! -Hill estaba
nervioso-. Nosotros somos gente de Reynolds, y éste trabajaba para Cassidy.
-
O sea, para McAdams
-Walcott rumiaba-. Nos ponemos del lado del más fuerte, pero del menos justo.
-
¡Déjate de pamplinas!
Ahorcar a un tipo como Lynch es un bien social.
-
¿Tú crees? Reynolds le
provocó cuando no sabía nada del asesinato de Shannon. ¡Y además tú sabes que
Cassidy le envió!
-
¡Cállate de una maldita
vez!
Había subido de tono, pero
Walcott no se calló por eso. Estaba mirando, por la ventana de la cárcel, a un
tipo larguísimo, enlutado, de rostro blanco y pelo amarillento. Era
sorprendente.
Un Phantom caminaba por la
calle principal de Valle Caliente. Altísimo, flaco, hundidos los fríos ojos
grises, demacrado el lívido rostro, aquel hombre imponía a cualquiera, y la
novedad consistía en un cinturón de cuero negro, muy bajo, que sostenía la
tenebrosa silueta de un soberbio ejemplar de la casa Remington, modelo 44, cuya
roja cacha era del color de la sangre.
Andaba despacio, casi lento,
en un pueblo cargado de odios y tensiones. El aire parecía estar enrarecido y
se presagiaba la tormenta de la llegada de Bill McAdams, y los ciudadanos
parecían haber comprendido porque se dejaban muy poco ver en aquellos momentos.
Rhan Phantom subió de un
salto a la puerta de pino en la que se leía "Brickford & London,
ganaderos", y llamó de dos secos golpes.
-
¿Usted? -fue el propio
Brickford quien le abrió-. ¿Acaso se puso de nuestro lado?
El huidizo rostro del Phantom
estaba tirante, bajo la seca y casi amarillenta piel en que solo los ojos,
helados, resaltaban.
-
Soy hombre de paz
-dijo-. Nunca he matado a nadie ni he venido buscando pelea. Desgraciadamente
no estoy en condiciones de ello, pero lo que hoy va a ocurrir aquí es algo
injusto.
-
¿La llegada de McAdams?
¿Quiere que esperemos que perforen nuestras tiendas haciéndolas improductivas a
cambio de unos cochinos dólares? ¿Sabe usted de quién se vale el honorable
McAdams, el petrolero más rico de Alabama, para robarnos las tierras? ¡Pues de
"Gatillo" Cassidy, de Phil Galea, y de otros dos indeseables por el
estilo!
-
Y eso sin contar con
los que traerá de escolta. ¿Qué se ha creído, señor Brickford?
-
Nada. Pero opondremos
la fuerza a la fuerza.
-
Cuenta con unos veinte
hombres, que se han pasado la vida cuidando vacas, y que manejan el revólver
por compromiso. ¿No se da cuenta de que es un asesinato?
-
¡O está conmigo o
contra mí! Es ganadero ¿no?
-
Soy hombre. Pero no era
eso lo que venía a decirles, Brickford. Esta tarde van a ahorcar a un hombre
llamado Lynch por defender su vida de un pistolero a sueldo con una estrella de
latón al pecho. Evite eso, Brickford.
El ganadero pareció
reflexionar. Dijo:
-
¿Max Lynch? No le
conozco ni de vista.
-
No importa. No es un
santo, pero tampoco un asesino, líbrelo de la horca y hará una buena acción.
Lemmy Brickford no pareció
muy entusiasmado de hacer una buena acción. Hizo un ambiguo gesto con las
manos, y replicó:
-
Él es neutral, que se
las arregle como pueda. Y además creo que no es manco manejando el revólver.
Buenas tardes señor... Phantom.
Cerró la puerta de golpe pero
el larguísimo individuo no se inmutó. Giró sobre sus talones y caminó porche
abajo, hasta meterse en la oficina del sheriff.
Estiradas las piernas sobre
la mesa. Aldous Baxter, único comisario, dormía profundamente.
Le despertó la fría voz del
hombre de Nueva Orleans.
-
¿Han juzgado a Lynch?
¿Entonces por qué lo van a colgar?
Baxter se restregó los ojos
porque creía estar viendo a un fantasma y estiró los brazos por detrás para
rascarse el cogote. Se levantó de un salto.
-
¿Quién es usted? ¿Cómo
se atreve?
-
¡Cállate! -la voz del
Phantom pareció un látigo-. No podéis colgar a un hombre sin juzgarlo, porque
entonces cometeréis un asesinato. ¿Es que no te das cuenta, imbécil?
Baxter se removía, nervioso.
-
¿Por qué Cassidy le
provocó, si Max Lynch era completamente imparcial?
El fantasma enlutado avanzó
un paso y pegó una bofetada al comisario, con tal fuerza que se cayó de la
silla. Mudo, sin respiración, Aldous Baxter era un pelele.
Pero el Phantom no hizo nada
más. Se volvió y salió a la calle, oscilando tétricamente el gigantesco
Remington al andar.
La tercera visita del Phantom
fue a la cárcel del condado, después de consultar su reloj de bolsillo. Se
encontró en una salita solitaria, y lanzó una imprecación. Rápidamente salió al
patio, y por un momento creyó que había llegado demasiado tarde.
De pie sobre un tablado,
atadas las manos atrás, Max Lynch estaba a punto de ser... linchado. Walcott
colocaba el nudo en su garganta, mientras Hill le encañonaba desde cerca.
-
¿Cómo diablos...? -Tom
Hill se volvió sorprendido-. ¿Cómo ha podido llegar hasta aquí? ¿Donde está el
vigilante?
-
Vigilando no -la voz
del Phantom era cortante-. Suelten a ese hombre, no pueden colgarlo sin juicio
previo.
El primer asombrado fue el
propio Lynch. Pero Tom Hill, perplejo, alzó la voz y dijo:
-
¡Fuera de aquí
fantoche! ¡Vete o te rompo la cara de una caricia!
El Phantom le miró con pena
desde los hundidos ojos. Tosió, sacó un pañuelo y se lo puso en la boca.
Cuando paró brillaban sus
ojos.
-
Basta amigo -dijo-.
Suéltale de una vez.
Tom Hill y Walcott no daban
crédito a sus ojos.
Irritado, Hill dio dos pasos
con el "Colt" amenazante y lo esgrimió sobre el entrometido.
-
Te voy a...
Max Lynch era un experto y
conoció para siempre al Phantom. Porque
por primera vez en su historia, la sensación del Este actuó sin precio.
Dibujó la curva clásica, la
"pose" ideal para sacar. Le nació, inconcebible, un extraordinario y
pesado revólver Rémington en la mano izquierda, y cobró vida de la forma más
rápida. Se trasplantó al Oeste la impresionante destreza de un artista del
revólver. Y sucedieron dos cosas simultaneamente. Voló el "Colt" de
Hill como si tuviese alas. Y la soga que atenazaba el cuello de Lynch saltó en
el aire, cortada limpiamente, en la exhibición más inaudita que contempló Max
Lynch a lo largo de una vida al servicio del
"Colt".
LLEGA BILL MCADAMS
La estación, descartando
cuatro hombres, estaba desierta. El jefe de tren, un vejete miope, estaba en
esos momentos escondido bajo la mesa de su oficina, y su ayudante, un tipo
rubicundo, se mordía impacientemente las uñas.
"Gatillo" Cassidy
era un tipo duro.
Apoyaba las manos sobre las
pistoleras y miraba por donde se perdían las paralelas de la vía férrea. En
aquellos momentos, Cassidy era el amo de Valle Caliente. Cierto que tal vez
Brickford se decidiese a atacar, pero era un estúpido al esperar la llegada de
McAdams y su séquito, porque entonces todo estaría perdido para ranchero.
A "Gatillo" Cassidy
le gustaba ser el amo, saberse el más fuerte allá donde se encontrase, ser el
jefe de hombres peligrosos y dispuestos a todo. Phil Galea era un tipo muy
peligroso. Y Gertie Jackson y Sam Arnold no le andaban a la zaga.
Ahora Cassidy miraba al
suelo. Sí, se había enterado de la hazaña de un individuo esquelético en la
cárcel del condado. Y sabía también que ahora Max Lynch era su enemigo, y eso
le preocupaba aunque no excesivamente.
El hiriente silbido de la locomotora
le sacó de sus pensamientos. A lo lejos, recortándose contra las enormes montañas de la cadena de las
Rocosas, el tren procedente de Colorado se divisaba entre penachos de humo.
Phil Galea tiró el cigarrillo
al suelo y Sam Arnold se pasó la mano por los resecos labios.
El tren llegaba a la estación
y Bill McAdams también.
Era un hombre de unos
cincuenta años, cabello blanco y rostro de luchador. Iba vestido elegantemente,
pero unos sinuosos bultos se le notaban demasiado a ambos lados de la cintura.
Y el séquito, la cuadrilla
que todo el mundo pensaba, quedaba sorprendentemente reducida a un solo hombre.
A un tipo largo, moreno, de taladrante mirada, tenebroso aspecto y
extraordinaria artillería.
"Gatillo" Cassidy
se quedó de una pieza. Porque si al principio se quedó frío de ver un solo
hombre junto a McAdams, fue entrando en calor cuando, de repente, supo quién
era aquel individuo.
Pensó en la fabulosa banda de
"Pantera Negra" Dawson desmembrada al morir éste, en la hazaña de
"Nevada" Coleman, el matador de Bess Hilligan, y en la venganza de
sus compañeros al morir "Nevada" a manos de Jimmy Guajiro.
Pensó, y vio, a un tipo
famoso con el revólver.
A un artista.
A Ben Morgan, el célebre
"Colt Cimarrón".
Como jefe del Grupo,
"Gatillo" Cassidy se adelantó unos pasos y estrechó la mano de Bill
McAdams, luego observó al pistolero y dijo:
-
Todo está a punto
patrón.
-
Muy bien -Bill McAdams
olfateó el ambiente y quizá olió a odio-. Mañana se acaba el plazo. Si
Brickford y su gente no venden, habrá que echarlos por la fuerza. Vamos,
Morgan.
Los dos hombres subieron en
los caballos que traían Cassidy y los suyos. Al trote corto, un sexteto más
peligroso que la muerte misma, dueño y señor del poder en aquellos momentos, se
dirigía al corazón del conflicto.
El recibimiento con que
Brickford acogió al recién llegado fue mucho más nutrido, aunque muy poco
caluroso. Plantados en la mitad de la calle, Lemmy Brickford, London y unos
veinte vaqueros esperaban con una actitud marcadamente desafiante.
Los cinco hombres de Bill
McAdams, acostumbrados a jugar con la muerte casi todos los días, llevaban las
manos cerca de los revólveres. Y Bill McAdams, un tipo autoritario, chilló:
-
¿Que hay, señor
Brickford? Bill McAdams te saluda.
-
Pero yo no -escupía
odio el ganadero-. Yo no venderé nunca. Si quieres perforar, hazlo en Alabama,
aquí no te dejaremos.
Un murmullo creciente,
peligroso, brotó de las gargantas de los allí congregados y el ambiente pareció
estar a punto de estallar. Pero McAdams, político, continuó:
-
Allá tú, Brickford.
Mañana expira el plazo. Si no quieres vender, ¡que gane el más fuerte!
-
La guerra en el Valle
-la voz cálida de un pistolero famoso pareció rasgar el aire-. Como hace diez
años, con la muerte de "Nevada" Coleman.
Entonces el panorama varió
por completo. Aquellos vaqueros clavaron sus hostiles miradas en el que habló,
y éstas se tornaron de asombro. Después de diez años, volvía uno de los gun-man
más conocidos en el Sudoeste: el "Colt Cimarrón".
Lemuel Brickford captó la
sorpresa, el estupor y el golpe efectista que la presencia del pistolero había
causado en sus hombres. Fue entonces cuando sonó otra voz. No tenía matices,
porque pareció que salía de la tumba.
Muchos ojos se clavaron en un
porche cercano, y contemplaron, envuelto en penumbra que le daba aspecto de
aparición, a una figura negra, larguísima que contrastaba con el blanco huesudo
de sus facciones.
Estaba casi echado sobre un
sillón. Nublados los fríos ojos grises, la
palidez del Phantom parecía haber aumentado. Y su voz, un acento triste,
como acabado, se elevó al aire con una
sentencia imprevista:
-
No puede expoliar
McAdams. Es un delito que va contra la ley y se paga con la muerte.
Los hombres del petrolero se
quedaron tan atónitos como él mismo. Pero recobró el aplomo y respondió con la
seguridad del más fuerte:
-
¿Y quién me va a
colgar? ¿Acaso el comisario Baxter? ¿Quién puede conmigo?
Nadie contestó. Pero sí la
voz inconfundible, triste, acabada, del hombre enlutado:
-
Yo le mataré, McAdams.
Y el Phantom dictó sentencia.
CAPÍTULO NOVENO
DEL CALIBRE 38
Max Lynch, el desgarbado
individuo hijo del famoso “coronell”, apoyó las manos en las pistoleras,
palpando las culatas de sus excelentes "Smith & Wesson" del 38,
en un gesto muy peculiar en él, y se llevó el vaso a los labios. Lemmy Brickford
y Hans London, junto con Pell Dougle, capataz del primero, le miraban
fijamente.
-
Yo vine aquí a
descansar -dijo Max Lynch-. Pero los acontecimientos se ponen frente a mí. Así
que voy con usted, Brickford.
El ganadero suspiró aliviado.
Habló gravemente:
-
Esta tarde, el valle
será un infierno. Mis hombres y los de London se están preparando a conciencia,
y creo que les aplastaremos numéricamente.
-
¡Ja! -Lynch cortó en
seco-. Cuidado, amigo Brickford. McAdams, con cinco hombres, es el más fuerte y
usted lo sabe.
-
Pero nosotros tenemos
casi veinte hombres, que suplirán su inexperiencia con corazón. Cinco a uno es
un buen hándicap ¿eh Lynch?
Dutch Malcom escupió un
salivazo al suelo y miró velozmente a su compañero. Preguntó:
-
¿Qué pasó, Max, cuando
el "Blanco Missouri" y "Minessota" Dave Reno se
enfrentaron, solos, a la banda de Jerry MacCrohom? ¿O cuando Wilson Randall
tumbó a "Ressaca" Barton y otros tres pistoleros, él solito? ¿O quizá
cuando "el Ángel" y Clint Rassendean liquidaron a los cuatro hermanos
Riddonge?
-
¡Esas son fábulas!
-Brickford pareció virulento-. Ningún hombre puede hacer semejantes
heroicidades.
-
Olvida usted que el
tipo que trajo McAdams no es un cualquiera. Es nada menos que Ben Morgan o
"Colt" Cimarrón, como usted quiera.
-
Si tienen miedo, apártense
-ladró casi el ranchero-. Mis hombres no lo tienen y por eso ganarán.
El aparente viejo borracho
que era Dutch Malcom recobró la lucidez como picado por el insulto.
Sus ojillos, despiadados
casi, se clavaron en Brickford y escupió:
-
Mire, amigo, Max Lynch
es el tipo más rápido que hayan visto sus rastreros ojos. Le pusieron una
medalla en los Vigilantes porque se metió él solo en un campamento indio, y
causó tantas muertes que el jefe se creyó que era el propio Manitú. En los
Rurales cazó, él solito, a la banda de Slim Havanne uno por uno, acorralándolos
como si fueran perros rabiosos y despachándolos siempre de cara y a la rapidez
en "sacar". Pregunte en Arizona, o en Colorado, quien es Max Lynch. Y
si alguien no le responde, no se crea que es que no le conoce, es que será
mudo.
Lemmy Brickford pareció algo
avergonzado. Giró sobre sus talones y se marchó, seguido de London y Pell
Dougle.
Max Lynch volvió a llenar su
vaso y a esperar. Porque estaba esperando a "Gatillo" Cassidy, con el
que había contraído una deuda de sangre.
Dutch Malcom, vueltos a la
estupidez sus pequeños ojos, bebía en el rincón del bar. Dormitaba casi, se
llevaba el líquido a la boca en un movimiento mecánico, pero su alma de viejo
luchador estaba alerta.
Fue entonces cuando, fuera del
saloon, la chillona voz de Tom Hill hirió sus oídos:
-
¡Lynch, en nombre de le
ley, date preso! ¡Sal sin resistencia o entraremos a por ti!
La sonrisa del hijo del
famoso coronel no fue de triunfo, ni de pena, ni de odio.
Fue de cansancio.
Miró a su eterno compañero y
le saludó como siempre que se habían metido en un lío juntos. Con los ojos,
aquel borracho inútil le asintió, pero no eran ya los ojos de un viejo. Eran
los de una víbora dispuesta a morder:
-
¡Ven por mí, Hill!
¡Aquí te espero!
El silencio alcanzó su
momento cumbre, las pisadas contra el porche de los dos comisarios se
escucharon completamente dentro del saloon.
La mano armada de Tom Hill
empujó los batientes. Y Walcott, con el rifle preparado, volvió a hablar:
-
¿Donde está ese hombre
que te libró? Dilo o te pesará, Lynch.
Ni Malcom ni su compañero se
habían movido. Tenían las pistolas en las fundas, y las manos muy lejos de
ellas. Habló Max Lynch:
-
No lo sé. Pero no me
importa vuestra ley, muchachos. Vosotros sabéis tan bien como yo que no colgué
a Shannon.
Walcott dudó, pero Tom Hill
no estaba dispuesto a claudicar. Amartilló su nuevo "Colt" y rió
huecamente:
-
Te voy a matar, Lynch,
como a un perro rabioso. Me gusta ver tu sangre, a ver si es tan sucia como la
de tu padre.
¡Oh! Max Lynch era tranquilo
hasta que le tocaban su punto débil. Se ladeó de costado, giró la curva
perfecta y se inclinó mientras "sacaba". Detrás de él, Dutch Malcom
se tiró al suelo, de rodillas, y sus manos volaron hacia los revólveres. La
misma escena de siempre, de quince años de vertiginosa carrera contra la
muerte.
El primer disparo de Hill
salió alto y el de Walcott justo al lugar en que medio segundo antes estaba la
cabeza de Lynch. Hill pudo hacer otro disparo, pero Walcott no. Algo le golpeó
brutalmente el pecho, casi a la altura del corazón, y le hizo sufrir mucho. El
dolor se le calmó porque casi no tuvo tiempo ni de sentirlo. Su reluciente
estrella de latón se tiñó de rojo, y su vida, oscura en un pueblo olvidado, se
ensombreció aun más cuando las tinieblas le cubrieron para siempre.
Tom Hill enmendó su error
demasiado tarde. Tiró contra Lynch porque sabía que era el más peligroso,
cuando Malcom era en ese momento el hombre a abatir. Le alcanzó el plomo en una
pierna y desvió su tercer disparo. Fue el último. Max Lynch le acertó entre los
ojos y la vida se escapó para el comisario. Se cayó de bruces, sangrante el
rostro, y manchó el entarimado al aplastarse contra él.
La acción fue tan rápida como
brutal. Max Lynch y Dutch Malcom, los revólveres humeantes, eran dos niños
felices. Porque una vez más, aquellos dos hombres, habían vencido juntos,
aunando sus armas, para una empresa común, como siempre lo era la defensa de
cualquiera de los dos. Dutch Malcom tenía los ojillos brillantes y se miraba
los dos pesados "Colt". El lastre de ser hijo del coronel Lynch era
muy fuerte, pero más fuertes eran los hombres que lo vencían.
Las miradas de los viejos
compañeros se cruzaron y la eterna amistad brilló en el choque. Porque aquellos
hombres nacieron para morir juntos, para vencer juntos y para, como en una
sincronización nacida de la práctica, "sacar, luchar y matar a dúo en un
terrible concierto.
CAPÍTULO DÉCIMO
ANTES DE LA TORMENTA
-
¡Niño! ¡Chssst! -la
señora tenía angustia en la voz.
Un chaval corrió hacia la
casa, y ésta se cerró de un portazo, coincidiendo con el paso por la Calle
Principal del hombre más extraño que la señora Griffing había visto en su vida.
El individuo era el único ser
humano que había en la calle, y su fantasmal aspecto cobraba más intensidad en
el desolado paraje.
Rhan Phantom, larguísima
figura enlutada, seca piel sobre un rostro blanquísimo, subió de dos pasos los
escalones que conducían a la oficina de Brickford & London, ganaderos.
Empujó la delgada hoja y se zambulló en la tenue oscuridad de la habitación.
Había allí cinco hombres.
Lemuel Brickford estaba de
pie, y hablaba con un cigarro en la boca, Hans London, junto a él, y Pell
Dougle y otros dos vaqueros completaban el quinteto.
Parecían no haberse dado
cuenta de la llegada del Phantom.
-
Son las cinco y media
-Brickford consultó su reloj-. El plazo de McAdams termina a las seis.
-
O sea, media hora -Hans
London tenía gesto preocupado-. Los hombres de McAdams estarán esperando.
-
Están en el saloon
-dijo Pell Dougle-. Incluyendo al "Colt Cimarrón".
-
Ya está decidido lo que
hay que hacer, los muchachos esperan la orden para atacar.
-
La vida en el
"Colt" del más rápido... ¿no les parece absurdo, señores?
La extrema palidez del
Phantom impresionó a todos.
Brickford se volvió
rápidamente y dijo:
-
¿Otra vez usted? La
gente de paz no me gusta, amigo.
-
Es raro, señor
Brickford. Manda a la muerte a un puñado de inexpertos que dejan familia,
cuando vendiendo y dedicándose al petróleo vivirían ricos el resto de sus vidas.
-
¡Ya está bien! -chilló
el ganadero-. ¡Esta tierra es de vaqueros, y no de zapadores! ¡Váyase al diablo
de una vez!
Pareció que el Phantom iba a
decir algo, pero se contuvo. Luego habló, pausadamente, con ese aire triste,
ausente, de un hombre acabado.
-
Vine al Oeste en busca
de paz, o de guerra en igualdad de condiciones. Pero me repugnan los asesinatos
en masa, señor Brickford. No puede consentir eso ¿me ha entendido? ¡No puede!
Lemuel Brickford pareció
desconcertado. Apoyó las manos en la mesa, inspiró aire y contestó:
-
¿Me provocan? ¡Sí! Pues
no puedo cruzarme de brazos, esperando que me expolien una tierra que es mía
¡que es solo mía! La quiero ¿sabe? La quiero como a nada en este mundo, y ni
podría resistir perderla ni compartirla con nadie jamás. No me venga con
sentimentalismos del Este, porque aquí la tierra se defiende con el revólver.
Esto es tierra de hombres ¡tierra de hombres! ¿Comprende?
El Phantom entrecerró por un
momento sus helados, hundidos ojos grises. Contempló al ganadero con lástima, o
casi con amargura. Dijo:
-
Quiere demasiado a esta
tierra Brickford. Tanto que es capaz de hacer cualquier cosa por ella. Matar a
sus hombres, vender a su socio y contratar a un impostor para que culmine su
farsa.
La acusación había sido tan
imprevista, que los allí reunidos sintieron una especie de descarga eléctrica.
Fue entonces cuando el Phantom siguió hablando, con aquella voz lejana, triste,
sin matices:
-
¿Cómo podía librarse de
London y Shannon, conseguir que esta tierra fuera solo suya? Inventó una farsa
que le dio buen resultado. Usted sabía que en Alabama, un hombre llamado
McAdams consiguió extraer petróleo de las montañas. Como todo el mundo conocía
al petrolero, contrató a hombres que montaron la oficina petrolífera, y luego a
un actor que representó el papel de McAdams. Los que no farsearon fueron
"Gatillo" Cassidy y su gente, y menos Ben Morgan, hombres
peligrosísimos que viven de matar. A esos les contrató para que acabasen con
sus competidores, para dejarle a usted solo dueño del Valle. Una vez la guerra
hubiese estallado, con la segura victoria de los pistoleros, todo sería suyo.
Solo que no contó con una cosa, la llegada de alguien que de verdad conocía a
McAdams.
El asombro más profundo
deformaba el rostro de los vaqueros. Miraban atónitos al Phantom, y luego a
Lemuel Brickford, que sudaba copiosamente.
-
¿Por qué... supo que no
era Bill McAdams?
El Phantom desconcertó a
todos. Heló el ambiente con su voz, y el oído captó la imprevista sentencia:
-
Porque yo maté a
McAdams en Alabama.
El silencio se hizo doloroso.
No sabían cómo reaccionar, ni qué creer, ni qué decir. Fue en aquel crítico
momento, cuando el Phantom se volvió. Su gigantesca estatura cobró proporciones
fabulosas a la luz del quinqué, dirigiéndose a la puerta con paso cansado,
lento, de un hombre solitario.
-
¡Cuidado!
¿Hizo falta el aviso? En
absoluto. Cuando aquel hombre llegó a la puerta sabía qué iba a ocurrir, cómo y
de qué manera.
Phantom se volvió a ritmo
fascinante. Un tremendo "Remington" le nació en la mano izquierda y
la más rápida máquina de disparar cobró vida a la luz temblorosa de la
estancia.
El chato, argentado Derringer
que Lemmy Brickford sostenía en la mano salió disparado, arrancado limpiamente
por el soberbio disparo.
Pero esta vez fue algo más.
Otra bala del Remington y un
sollozo ahogado del hombre perdido ante lo increíble. La vida de Lemmy
Brickford fue sórdida porque buscó su meta atacando entre las sombras. La única
nota descollante fue su muerte, porque sucedió a manos del hombre más rápido
que conocieron los más viejos del lugar.
Sentía la sangre como algo
caliente, pastoso, que le ahogaba. Y a la luz débil del farol de petróleo, el
ranchero vio a su matador. Humeante su colosal Remington, inclinada la
interminable figura enlutada, un Phantom infalible cobró el precio de su
sangre.
SANGRE PARA EL PHANTOM
Hacía frío, tanto que se
colaba por las casas y helaba los huesos.
El doctor se limpió las
gafas, carraspeó y se encaró con Herman:
-
Lo siento.
Max Lynch, estático sobre el
lecho del Phantom, en casa del doctor Woosnam, cruzó una mirada con Pete
Grosmeck, y después con el hombre que estaba tumbado en la cama.
El Phantom se estaba
muriendo.
Su palidez había aumentado, y
también las profundas ojeras que deformaban los grises, helados ojos.
Ardía de fiebre y le
temblaban los labios, pero aún no estaba acabado. Era un hombre perdido, de
ruinosa fortaleza, pero aún latía en él la extraordinaria fuerza de su sangre.
De una sangre roja que se le escapaba poco a poco, que huía con su vida, despidiéndose lentamente
del extraño forastero.
Herman tenía los ojos
húmedos, pero no decía nada. La habitación, a la débil luz del atardecer,
parecía una cámara mortuoria.
Fuera, en la calle, seis
hombres peligrosísimos, dueños y señores de la población, esperaban a alguien.
Su misión había terminado,
porque su jefe había muerto y ya nada interesaba a aquellos pistoleros. Pero
"Gatillo" Cassidy, todo un gun-man, tenía una deuda con un tipo
desgarbado, larguirucho, llamado Lynch.
Le estaba esperando con
ansia, porque se deleitaba con la visión del
momento en que pudiera coserlo a balazos, tenerle delante de sus
terribles revólveres.
El falso McAdams también
estaba allí. Un pistolero más, que no quería marcharse cuando se veía el amo,
el más fuerte, con la colosal compañía le amparaba.
El Phantom cerró los ojos y
recostó su caliente cabeza contra la almohada. Pete Grosmeck le daba vueltas al
sombrero, se mordió los labios en un inútil afán de poder ayudar en algo.
Los ojos de Max Lynch estaban
fijos en la calle, ahora estaban Phil Galea, "Gatillo" Cassidy y Sam
Arnold, mientras el falso McAdams y Gertie Jackson, con Ben Morgan, habían
entrado al saloon.
Aquellos seis pistoleros sin
jefe parecían haber arrancado la vida en Valle Caliente. Ni un alma se veía en
todo el pueblo, ni un sonido, ni un hálito de vida. Y el sexteto se sabía el
más fuerte y se enorgullecía del alcance de su poder y su fama. Max Lynch
avanzó un paso hacia el lecho del Phantom. Habló despacio, tranquilo,
descansando las manos en sus "Smith&Wesson":
-
Voy a salir fuera.
Tengo una deuda con Cassidy y quiero cobrarla.
-
¿Está loco? -inquirió
Grosmeck-. Son seis y le matarán sin remedio. Cometerá una locura si sale a la
calle.
Max Lynch no estaba dispuesto a dejarse convencer.
Contestó:
-
Voy fuera.
Pero entonces el Phantom
salió de su sueño. Abrió los ojos, tristes, sin luz, y miró al joven Lynch.
Pareció que le costaba hablar, pero cuando su voz sonó, fue dura, helada,
cortante, del hombre duro que siempre fue el Phantom.
-
Usted no saldrá Lynch
-dijo-. Le coserían a balazos esa gente aunque lograse tumbar a un par de
ellos.
-
¿Y qué voy a hacer?
Tengo que salir a matar. No puedo permitir que dominen o atemoricen a todos por
saber manejar mejor sus revólveres.
El Phantom sonrió, triste,
veladamente, pero sonrió. Pareció que sufría de hacerlo pero su cadavérica
expresión se aniñó y su inconfundible voz dijo:
-
Es una pena que no
pueda salir, Lynch, le estoy apuntando.
Era verdad. Debajo de la
manta se distinguía la sinuosa forma de un revólver en posición de tiro.
Y en aquel sobrecogedor
momento, a la tenue luz casi en penumbra del atardecer, un Phantom moribundo se
levantó. Gigantesco, fantasmal, la larguísima figura enlutada se puso en pie, y
el pesado Remington brilló en su funda como presagiando los próximos
acontecimientos.
-
¡No puede salir! ¡Se
está muriendo! -las patéticas palabras del médico sobrecogieron a los
presentes.
Pero nada en este mundo podía
frenar a un Phantom sediento de sangre. A un Phantom cuya vida se acababa a
cada oscilante paso que daba. A un Phantom irreal, cadavérico, que abrió,
lenta, triste, sin fuerzas, la puerta y salió a la calle.
El viento de las montañas le
pegó en el rostro y le estremeció. Se apoyó en el quicio de la puerta, se
ajustó su negro cinto y contempló, desde los ojos nublados por la fiebre, a
tres pistoleros terribles.
"Gatillo" Cassidy
fumaba un cigarro de Virginia y Phil Galea miraba al suelo con actitud ausente.
Sam Arnold fue el primero que vio al Phantom.
Recortado contra la penumbra
que poco a poco iba envolviéndolo todo, la imagen del hombre de seda cobró
proporciones legendarias. La vista se nubló ante lo sobrenatural, y el corazón
latió más aprisa, de miedo, de asombro o de espanto ante un Phantom
inmisericorde que quería, que buscaba sangre de pistoleros.
Los tres se volvieron,
desconcertados, mirando lo que parecía una ilusión de sus sentidos. Más pálido
que nunca, más delgado y más impresionante, aquel Phantom enfebrecido se quedó
quieto. Sin palabras, sin gestos, los tres pistoleros leyeron la muerte en los
mortales ojos del fantasma, y por primera vez en su vida, temblaron. Porque fue
como si la muerte les mirase desde los hundidos ojos grises, como si les
llamase desde la imponente silueta de aquel Phantom en seda negra, y caliente,
roja, temible sangre.
Y a la bruma envolvente de la
fría tarde de las Rocosas, tres pistoleros y un Phantom llevaron las manos a
los revólveres.
Pero uno solo
"sacó".
¿Fue eso lo que hizo? ¿O le
nació el Remington en la mano izquierda?
La mano más rápida que
conocieron los tiempos se armó en el pensamiento, y el mundo se puso a los pies
del Phantom. Pareció que el movimiento se hacía centella, que la luz se hacía
relámpago y el viento alucinación.
Brotaron, secas, certeras,
precisas, las estrías anaranjadas del pesado revólver. Y la sorpresa más brutal
se hundió para siempre en el rostro de los pistoleros.
La fiebre quemaba la vista
del Phantom, y por eso no sintió la bala que Cassidy le clavó antes de irse a
la tumba. Vaciló pero su interminable figura nunca se caía, y su terrible
Remington escupió muerte de la forma más impresionante que imaginarse pueda.
"Gatillo" Cassidy
era el mejor y murió el primero. La bala le arrancó la vida instantáneamente,
porque le abrió la cabeza al meterse entre los ojos y la sangre le empapó el
rostro hasta cegarle. La sensación se tornó quietud, sombra, y la vida se acabó
para el gun-man.
Phil Galea sintió el primer
balazo en el vientre y se intentó taponar el enorme boquete por el que se le
escapaba la sangre a borbotones. Pero sus manos fueron inútiles como dique, y
aún cuando se moría la segunda bala le partió el pecho y ahí se acabó Galea.
Murió en el mismo instante que Arnold, unidos en la vida y camaradas en la
muerte a manos de aquel infernal Phantom sangrante.
Porque ya se teñían de rojo
sus enlutadas ropas. Porque ya donaba su sangre escasa, porque ya sus ojos se
vidriaban y su vida se apagaba. Pero nunca se caía.
Plantado en el centro de la
calle, abiertas las piernas, rojinegras las ropas, mortales las facciones, el
Phantom se moría de pie.
Pero antes, actuando como
solo lo sobrenatural podría hacerlo, el Phantom volvió a "sacar".
Le volvió a brillar el
Remington en la mano izquierda, volvió a admirar, a asombrar, a confundir al
mundo en aquella macabra exhibición.
El falso Bill McAdams, que ya
curvaba el dedo sobre el gatillo, nunca supo cómo un hombre pudo hacer lo que
aquel fantasma realizó.
Cómo pudo revolverse en el
tiempo, disparar contra su espalda de la manera más centelleante que jamás
contempló.
Aunque lo comprendiese, de
nada le sirvió. Como a Gertie Jackson, la vida voló a las nubes al compás de
dos disparos tan fantásticos como su mensaje... y el hombre más rápido que
vieran los ojos, seguía de pie.
La sangre le cubría y su
mirada se perdía en su roja maraña. El sabor caliente le ahogaba, la fiebre le
consumía, pero el Phantom nunca cayó. La más fabulosa máquina de matar volvió a
actuar, volvió a disparar su revólver con aquella mano de seda y de sangre.
Porque el "Colt
Cimarrón", el clásico y temible gun-man de más de cien combates, se quedó
mudo de asombro ante lo que creyó irrealizable. Cuando sus famosas manos
agarraban las culatas, cuando rozaba el nácar de sus relucientes revólveres, ya
se había muerto. Sintió la bala del Remington, la última del cilindro, quemarle
la garganta y electrizarle la vida, le pareció que todo se consumía, que el
mundo vacilaba y quiso vivir. Se aferró al aire, lo palpó como si fuese la vida
que ahora le abandonaba y sintió náuseas, luego un frío diabólico que le
helaba, y todo terminó para él.
Rota la garganta, horror en
el ojo y muda la expresión, el mundo contempló al Phantom.
Y la sangre que siempre le
faltó le fluía mansamente ahora, le bañaba en un sueño escarlata, le empapaba
hasta ahogarle la cascada sangrienta de la vida que se iba.
A las sombras de la noche, el
Phantom se moría. El vómito de sangre le ahogó aún más, se quedó sin una gota y
las estrellas lloraron. El firmamento incomparable de las Rocosas lanzó sus
lágrimas de plata al más fabuloso Phantom, y la lluvia sedosa, lenta, acarició
al gigantesco cadáver.
Porque el Phantom había
muerto con el Remington en la mano, con la larguísima figura elevada y la
grisácea y hundida mirada en el cielo incomparable del Sudoeste. La trágica
sinfonía en rojo y en negro lanzó su compás final, y una vez más, furia en la
sangre, sin habla ante lo indecible, el mundo se puso a los pies del Phantom.