A los diez años escribí mi primer relato del Oeste: "El infalible Farrow". Durante los cinco años siguientes escribí otros veinticuatro, siendo el último "La mano inolvidable". Había cumplido quince años y pensé que ya iba siendo hora de tomarme en serio la Literatura.

Recuerdo con mucho cariño aquellos años y aquellos textos, repletos de tiros, pistoleros y duelos a muerte, de buenos y malos, de extensas llanuras y estrechos desfiladeros, de sucias cantinas y lujosos salones, de cazadores de recompensas y sheriffs heroicos, de vaqueros camorristas y caciques despiadados, de cacerías salvajes y disparos de todos los calibres...vistos y escritos por un niño que creía en la infalible puntería del Colt del héroe solitario.

Aquí están algunos de aquellos relatos, tal y como los escribí, con sus errores sintácticos variados...¡y hasta con algunas faltas de ortografía!

 

PEACEMAKER

 

UNO

Mi nombre es Edgar Burns y hace casi treinta años viví en primera persona los acontecimientos acaecidos en Silver City, Nuevo México, en el verano de 1886. Durante muchos años se ha hablado y escrito con enorme profusión sobre aquellos hechos, convirtiendo en leyenda el enfrentamiento de Frank “Peacemaker” Kane con la banda del mestizo Samuel Colby, pero en su mayoría los relatos pecan de exiguos o exagerados e incluso de nula veracidad.

Hoy aquella ciudad desapareció como tal, y nadie, o casi nadie, recuerda lo que en verdad ocurrió allí aquel sangriento verano.

Actualmente vivo en San Francisco, y el periódico local “Mills Tribune” me ha pedido que relate aquellos hechos. Como el dinero no me sobra y me han ofrecido una buena suma de dólares, escribo este relato sobre la base de mi buena memoria y el deseo de contar lo que verdaderamente ocurrió allí, cuando yo era el ayudante del sheriff McCoy en Silver City, Nuevo México, en la época de la plata, el dinero fácil y la violencia extrema.

 

 DOS

 

-Es él, es Frank Kane –le dije al sheriff entrando en la oficina. –Y viene hacia aquí.

El sheriff Bill McCoy, mi jefe, era un sujeto bajo y gordinflón. Se levantó de un salto de su silla y se acercó a la ventana.

Y sí, efectivamente se acercaban dos jinetes. Uno era el famoso “pacificador” y el otro un hombre negro que cabalgaba detrás de él. Ataron sus caballos al amarradero del porchado de la oficina y Kane entró.

Fue la primera vez que vi en persona a Frank Kane, un hombre que se había ganado la fama de temible tirador en Kansas y en Nevada, y que según contaban utilizaba dos enormes revólveres Colt 45 “Peacemaker”, con cañones de 14 pulgadas y culatas de marfil. Era por aquel entonces un tipo alto, enjuto, cuyo rostro anguloso de duras facciones parecía haber sido esculpido sobre roca. Sus ojos grises eran dos trozos de metal, y surcaba su mejilla izquierda una cicatriz que, según contaban, se la hizo el mestizo Jack “Knife” en Sacramento.

Vestía una levita negra y un sombrero también negro, que se quitó y utilizó para quitarse parte del polvo del camino. Llevaba el pelo largo, canoso, y parecía cansado del viaje. Venía de White Oaks, al oeste del territorio,  cerca del estado de Nevada.

-Tú eres el sheriff McCoy y tú su ayudante, Ed Burns. ¿Me equivoco?

Fueron las primeras palabras que oí del famoso pacificador. Su voz era ronca, grave, y arrastraba un acento sureño. McCoy y yo asentimos.

-Avisa al juez y a Daker –me dijo el sheriff.

No hizo falta. El juez Evans apareció por la puerta de la oficina seguido de Daker, el delegado de los mineros de Silver City. Todo se había dispuesto en la reunión de los mineros con el sheriff y el juez: la banda del mestizo Samuel Colby debía ser expulsada de la ciudad y terminar así con los expolios que sus hombres hacían sobre los mineros, en sus frecuentes incursiones desde Sonora. En esa reunión se decidió contratar a un “pacificador”, el mejor, alguien que fuese capaz de acabar con la pesadilla que significaban las incursiones de Colby en Silver City. Y se decidió que ese hombre era Frank Kane, el pistolero sureño de los revólveres de culatas de marfil.

Kane se encontraba en White Oaks ejerciendo de marshal, pero la oferta que le hicieron los mineros era muy superior a lo que cobraba en aquella ciudad, de modo que aceptó de inmediato, dimitió de su cargo y puso rumbo a Silver City. Y aquí estaba.

-Todo debe hacerse de forma legal –dijo el juez Evans, dirigiéndose a Kane, sin ni siquiera saludarle. -Firme el documento de compromiso y el sheriff le impondrá la placa de marshal.

-Y tú me darás el dinero –contestó Kane dirigiéndose a Daker.

Daker asintió con la cabeza y se acercó a Kane. Según la propuesta de los mineros, el pacificador recibiría mil dólares por aceptar el trabajo y mil más por cada hombre de la banda de Colby que eliminase. No se especificaba lo que significaba la palabra “eliminar”, aunque lo que sí estaba claro es que ese hombre u hombres “eliminados” no podrían volver a ser un peligro para la ciudad. Por el jefe, por Samuel Colby, la recompensa sería de cinco mil dólares.

Kane guardó en su negra levita el dinero que le ofreció Daker, firmó el documento que le mostraba el juez y se abrió la levita para que el sheriff le prendiese la placa de marshal en la camisa. Al hecerlo, todos pudimos ver por primera vez los dos famosos colts “peacemaker” de culatas de marfil de Frank Kane.

-¿Hay alguien de Colby en el pueblo?

-Sí –contesté yo rápidamente. Morgan y Jack “Knife” entraron en el saloon del señor Daker hace como una hora y aún están ahí.

Kane levantó una ceja, como sorprendido.

-¿Knife, Jack “Knife” de Sacramento?

Todos asentimos.

-¿Y por qué no los detienen? –sonrió irónicamente el pacificador.

Luego, el pistolero se tocó el ala del sombrero, dio media vuelta y salió, dirigiéndose al Hotel “Sands”, que estaba frente a la oficina del sheriff. El negro que iba con él le siguió.

 

TRES

 

Yo había entrado en el saloon de Daker donde, efectivamente,  los dos hombres de Colby jugaban a las cartas en una mesa situada en un rincón del establecimiento. Últimamente es lo que solían hacer: ya no se pasaban por las minas para “requisar” la plata de los mineros, sino que les asignaban una cuota o entrega y les esperaban en el saloon de Daker.

Era igual que estuviera presente el sheriff o yo en las entregas, sabían que no íbamos a morir por librar a los mineros de aquel expolio. De todas formas, nunca estábamos presentes...excepto aquel día, aquel día en que había llegado a Silver City el famoso pacificador Frank “Paceamaker” Kane, el pistolero sureño de los revólveres de culatas de marfil.

Me situé en la barra del saloon y pedí un whisky. El nuevo pianista que había contratado Daker interpretaba “Red moon” entre la indiferencia de los presentes. Y fue en ese instante cuando los batientes de la entrada se abrieron y, sobre el resplandor azulado del atardecer, apareció la figura alta, enjuta, inconfundible, del famoso cazador de hombres.

Vestía pantalón y chaleco negros, camisa blanca, con la placa de marshal bien visible y no llevaba sombrero. El pelo negro y algo canoso lo llevaba perfectamente peinado hacia atrás, se había afeitado y probablemente bañado y su aspecto era otro del que vimos en la oficina el sheriff.

Los últimos rayos de Sol de la tarde brillaron en las culatas de marfil de sus enormes revólveres de cañones de 14 pulgadas. Se plantó en medio del saloon y se quedó mirando fijamente a los dos pistoleros de Colby.

El silencio se había instalado de repente en el local. Todos miraban a Kane y a los pistoleros de Colby, que se habían levantado como dos resortes de sus asientos. Frank Kane encendió lentamente un cigarro y exclamó:

-Largaos del pueblo y no volváis a pisarlo más. Y decidle a Colby que mataré a todos los hombres de su cuadrilla que aparezcan por Silver City. A él el primero.

A partir de ese momento se han contado diferentes versiones de lo que ocurrió entonces. Pero yo estaba allí y lo vi con mis propios ojos. Y esto fue exactamente lo que pasó. 

Morgan fue el primero en moverse. Bajó la mano a la pistolera y fue lo último que hizo en su vida, pero no fue Kane el que le disparó. Recibió un balazo por la espalda disparado por el rifle del hombre negro que iba con Kane y que estaba oculto tras una puerta trasera del saloon deDaker. El pistolero salió despedido hacia adelante por la fuerza del impacto de la bala de grueso calibre, arrastró sillas y mesas en su caída y quedó tendido sobre el suelo, muerto y bañado en su propia sangre.

Kane ni pestañeó y Jack “Knife” se quedó lívido como la cera, sin saber qué hacer.

-Sal aquí, Jack –dijo entonces el pacificador. –Tenemos una cuenta pendiente.

El pistolero dio unos pasos para situarse frente a Kane, mirándo a éste y al hombre del rifle que ahora le apuntaba a él con el segundo cartucho de su rifle preparado. Alguien tenía que decirle a Colby la advertencia de Kane, por lo que quizás pensó que no le iban a matar.

Y así fue. Kane desenfundó lentamente uno de sus famosos colts del 45, un enorme revólver de 14 pulgadas de cañón y culata de marfil.

-Le dirás a Colby que desaparezca, y si no...os mataré a todos, malditos hijos de perra.

Disparó dos veces, una bala a la pierna derecha y otra al brazo izquierdo de “Knife”. El pistolero aulló de dolor, cayó al suelo y se levantó como pudo, impulsado por el instinto de supervivencia, que se impuso al tremendo desgarro de sus heridas. Salió del local dejando una hilera de sangre a su paso y se encaramó a uno de los caballos que había sujetos al amarradero del porchado. Vi cómo se agarraba a su cabalgadura con las fuerzas que le quedaban y salía del pueblo en dirección al sur, y dudé que pudiese llegar con vida a Sonora para darle la noticia a su jefe.

Más tarde supe que llegó. Pero eso es adelantarse a los acontecimientos. En ese momento solo pensaba en quién era cómo actuaba Frank Kane. Volví mi rostro hacia él y me dirigió una mueca a modo de sonrisa. Aún mantenía el “peacemaker” en la mano izquierda, vigilante por si algo o alguien le acechaba. El hombre negro del rifle, el que asesinó por la espalda a Morgan, había desaparecido.

 

  

                                                                                                                                                        CONTINÚA...

 

                                                                                                                                                                                            © Javier de Lucas