A los diez años escribí mi primer relato del Oeste: "El infalible Farrow". Durante los cinco años siguientes escribí otros veinticuatro, siendo el último "La mano inolvidable". Había cumplido quince años y pensé que ya iba siendo hora de tomarme en serio la Literatura.

Recuerdo con mucho cariño aquellos años y aquellos textos, repletos de tiros, pistoleros y duelos a muerte, de buenos y malos, de extensas llanuras y estrechos desfiladeros, de sucias cantinas y lujosos salones, de cazadores de recompensas y sheriffs heroicos, de vaqueros camorristas y caciques despiadados, de cacerías salvajes y disparos de todos los calibres...vistos y escritos por un niño que creía en la infalible puntería del Colt del héroe solitario.

Aquí están algunos de aquellos relatos, tal y como los escribí, con sus errores sintácticos variados...¡y hasta con algunas faltas de ortografía!

 

RASSENDEAN

 

PRÓLOGO

 Era un hombre gigantesco. Y tan enjuto que aún lo parecía más. Mediría algo más de los dos metros e iba vestido de negro, desde las botas hasta el pelo sin sombrero. Y sonreía. Estaba bebiendo. ¿En un saloon? Qué más da. ¿En qué pueblo? En el sudoeste. La historia se repitió tantas veces que al hombre le daba igual el sitio.

 Aquel mejicano le miraba de un modo especial, y el vaquero de la barra no estaba borracho aunque lo pareciese. Tenía el sombrero echado hacia los ojos pero le observaba a través del espejo. Por eso el enlutado individuo se hubiese prevenido, pero no lo hizo; tenía los ojos cerrados, las manos abiertas y la expresión ausente.

 Hacía calor en la taberna. Tanto que el mejicano sudaba copiosamente, aunque tal vez demasiado para el calor reinante.

 ¿Es que aquel larguísimo tipo era idiota? Cuando un hombre se ve en una situación dudosa tiene dos caminos: sacar el revólver o echar a correr. Para aquel, había uno tercero: cerrar los ojos.

 El vaquero estaba agazapado, de la misma manera que un zorro en frente de una gallina. Le sonaba en el cinturón el oro del trabajo pero más le pesaban las balas del cinturón-canana. Había bebido mucho, porque los ojos los tenía rojos, pero su mente estaba más despejada que nunca y sus músculos en tensión permanente. En contraste total con el hombre enlutado.

 ¿Se había dormido?

 No, porque si  no se hubiese caído y tal vez se hubiese matado desde semejante altura. Pero casi lo estaba en el preciso momento en el que Charly Blood se metió en aquel antro. El recién llegado se acodó en la barra, a diez centímetros del enlutado y pidió algo. El mejicano achicaba los ojos y contenía la respiración y el vaquero parecía dispuesto a saltar.

 Charly Blood tiró un níquel al mostrador. Luego "sacó".

 Más exactamente fueron los tres los que sacaron, aunque fueron los revólveres de Blood los que antes vieron la luz.

 ¿Qué hacía el otro?

 Estaba durmiendo.

 Acodado estrafalariamente en el mostrador, el interminable sujeto de los modales perezosos se despertó.

 ¿Quieren saber ustedes lo que hizo?

 Sigan adelante. Maravíllense con las increíbles aventuras de un caballero del Sur en el Oeste. La historia de los magos del "Colt" uno se acabó con Missouri, Shanto o Vampiro, o con las hazañas de Coleman, Reno, el Ángel o Wilson Randall.

 Para demostrarlo, aquí les traemos a un nuevo "as". La R de su rapidez. La C de su celeridad.

 El Colt de Clint Rassendean.

 

 

CAPÍTULO I

LA DAMA SONRIENTE

 

 Cass Harnold había bebido mucho pero puede decirse que tenía razón para ello. Los ojos, completamente rojos e hinchados, parecían dos bolas dilatadas y la barba que le asomaba en la cara era reciente y casi blanca.

 Cass Harnold maldijo su suerte porque era el único tipo en "La Dama Sonriente", el Saloon de Biggs Evans, que no se estaba divirtiendo en absoluto, y ya se había gastado más de treinta dólares en whisky. Las lucecitas del techo danzaban como estrellitas fugaces, pero aparte de eso y del ambiente cargado del establecimiento, Harnold se aburría como un condenado.

 -      ¡Beeee...! -gritó, fuerte, muy fuerte, y le hizo tanta gracia que se cayó hacia atrás, riéndose a mandíbula batiente, y revolcándose por la alfombra mientras simulaba dar bocados al pelaje.

 Parecía un juego inocente, una broma algo absurda sin ninguna trascendencia lo que el viejo hizo. Claro que habría algo más cuando un silencio sorpresa enmudeció el saloon y un generoso hueco se abrió entre Harnold y el gigantesco individuo de proporciones ciclópeas que le miraba fijamente.

 Era una especie de monstruo humano, no solo por lo anormal de su envergadura, verdaderamente inverosímil, sino por la profunda cicatriz que le surcaba la cara y le daba un aspecto feroz y sin escrúpulos.

 Achicaba los ojos como si quisiera ver mejor al caído, y descansaba las manos en una soberbia artillería que le pendía muy bajo y que sujetaba por dos correas casi a la altura de las rodillas.

 Cass Harnold enmudeció y se quedó tan blanco como el papel. Giró la vista ansiosamente, y se encontró con gente abstraída, que le miraba casi con odio, y que parecía de parte del gigantesco aparecido. Vio a Nelson Hubbs, el alguacil de Deadwood, y a uno de sus ayudantes, Quentin Malone, con la sonrisa a flor de labios como el que va a contemplar una escena divertida.

 -      ¡Hubbs, detenga eso, me va a matar!

 Había chillado con todas sus fuerzas pero no había impresionado a nadie. Nelson Hubbs le miró con asco y dijo:

 -    Tú te lo buscaste, viejo. Será una pelea legal.

 A Cass Harnold le hizo gracia lo absurdo de la respuesta pero fueron las lágrimas las que afloraron a sus ojos. Volvió a chillar, histérico, y llevó la mano derecha al único revolver que mantenía en la pistolera.

 No llegó a usarlo. Una bota inmensa le aplastó la mano contra el suelo y le rompió todas las falanges. Y una manaza le levantó como a una pluma y le dejó flotando en pie.

 El golpe que Bart Marlow proyectó en el rostro de Harnold fue algo impresionante. Como un guiñapo, el viejo salió despedido hacia atrás, convertida la cara en una mancha sangrienta. Llegó hasta la calle y allí se quedó, en cómica postura, sin que nadie de los que pasaron por allí le hiciese el menor caso.

 -      Bien hecho, Bart -Quentin Malone golpeó la espalda del gigante-. Sobran los borrachos estúpidos como Harnold.

 "La Dama Sonriente" había pasado del silencio al jolgorio con una rapidez verdaderamente prodigiosa. Fue en ese momento cuando las cortinillas de terciopelo rojo que adornaban el fondo del saloon se abrieron y apareció un tipo de mediana edad, vestido elegantemente, acompañado de otro gordo, alto, de expresión malévola y armado hasta los dientes. Llevaba un par de revólveres "Colt" bien sujetos, un cuchillo bowie en el cinto y otro más pequeño, curvo y muy afilado, cuyo pomo asomaba en la bota derecha del sujeto. Samuel Gruber tenía fama de precavido, de bribón, de traidor, de fullero, de pendenciero, y de muchas otras cosas más, pero era astuto como una serpiente y peligrosísimo en cualquier clase de lucha. Se echó a un lado, alzó la mano y gritó:

 -      ¡Viva Glenn McCloud!

 Un estallido de vivas, hurras, y demás manifestaciones de este tipo invadió el local por espacio de varios segundos. El hombre bien vestido sonrió por debajo de su ridículo bigote y se encaramó como mejor pudo a una mesa instalada al efecto, donde alzó los brazos pidiendo silencio y exclamó, fuerte con mucha seguridad y grandilocuencia:

 -      ¡Queridos habitantes de Deadwood! O mejor dicho, queridos camaradas... ¡queridos hermanos! (grandes aplausos y vítores). Dicen que al unirse el cerebro y los músculos se llega a límites insospechados, y este es el caso que nos ocupa. No os lo voy a relatar, una vez más, el tremendo auge de Deadwood en tres años, ni tampoco cómo se ha llegado a esta perfección, porque ¿qué era Deadwood hace tres años? (gritos de ¡nada! ¡miseria! ¡desierto! y aplausos) Yo pregunto: ¿qué era?. Absolutamente nada: un miserable racimo de miseria amontonada. Hoy se cumplen tres años de la liberación, y nuestra fiesta popular, a celebrar mañana, conmemora esta gloriosa fecha. ¡Viva Deadwood, viva Dakota y viva el divino Marcus Galerna!

 Otro estallido de frenéticos alaridos premió el discurso del caballero. Se bajó de la mesa, no sin grandes esfuerzos, y correspondió a las felicitaciones que por doquier recibía. Luego subió al escenario, donde le esperaban tres hombres pulcramente vestidos, a los que estrechó la mano efusivamente. Recogió un manuscrito de una bandeja de plata, lo enseñó al público y gritó:

 -      ¡Ovejeros y ganaderos honrados de Deadwood, unidos para siempre!

 Afuera, sobre el suelo de la noche fría de Dakota, un hombre se estaba desangrando.

    

CAPÍTULO II

DILIGENCIA AL INFIERNO

 

            Estaba harto de aquel infernal camarín. Le dolían terriblemente los huesos, la cabeza parecía que le iba a saltar y le molestaba enormemente los saltos que daba aquella maldita diligencia. Si mantenía cerrada la ventanilla, el calor era insoportable, y el olor que desprendía aquel tipo sentado frente a él le producía náuseas. Si abría, el polvo se metía en su garganta hasta asfixiarle, se le pegaba como pasta a las amígdalas y le impedía tragar. El pobre Clyde Prestnam no podía soportar mucho aquella situación, y una prolongación de ella podía llevarle a fatales consecuencias.

 Pensó rápidamente su mala suerte al haber sido destinado a aquel ignoto rincón del mundo, un pueblo perdido en la pradera infinita de Dakota, ¡a cien kilómetros del más cercano! No había ninguna comunicación con el exterior excepto la diligencia que pasaba una vez al mes, y Clyde Prestnam, recién graduado en abogacía por Filadelfia, se preguntó cómo serían los habitantes de aquella región tan apartada del mundo, y cuales serían sus compañeros en la difícil pero apasionante profesión que ejercía. Imaginó un fiscal inteligente, y eso le gustó porque así podría demostrar toda su potencia y calidad, lo que no imaginó fue por qué le tocó a él, siendo el número uno de su profesión, ejercer en un lugar como aquel, y no en una urbe del Este como a la mayoría de sus compañeros.

 El codazo que le dio el hombre que viajaba a su lado le hizo salir de sus pensamientos. Sonriente, en mangas de camisa y pechera floreada, dijo:

 -      Soy Whitson Morgan, amigo. Creo que vamos al mismo sitio, entre otra cosa porque no hay otro sitio a donde ir en cien leguas a la redonda.

 El abogado, un hombre como de unos treinta años pero representando diez más, miró al otro por encima de sus gruesas gafas de concha y contestó, sin entonación:

 -    Sí, creo que vamos al mismo sitio, señor Morgan. ¿Es que acaso va a ejercer usted allí alguna profesión?

Whit Morgan dio una risotada que consiguió despertar al cuarto y último viajero.

 -      Efectivamente. Voy a Deadwood a instalarme. Supongo que será usted un buen cliente.

 El rostro del abogado se animó algo. Dijo:

 -      ¿Es usted comerciante?

 -    No, solo juego a las cartas -sonrió el otro- ¿ve usted?

 Sacó un mazo del bolsillo y se lo cambió hábilmente de mano.

 -      ¿Carta?

 Clyde Prestnam sonrió y sacó un naipe de la baraja que Morgan le tendía.

 -    Es el seis de corazones -dijo, sin ver la carta que Prestnam mantenía oculta.

 El abogado pareció sobresaltado y a la vez entusiasmado. Tartamudeó:

 -      ¿Cómo lo hizo?

 Morgan estaba muy divertido, a juzgar por la expresión que tenía en el rostro.

 -      Hasta un niño vería la marca de esa carta, amigo mío. Se ve que viene usted de muy lejos, tal vez del Este ¿me equivoco?

 Ahora, Prestnam parecía algo ofendido, aunque lo que en realidad estaba era sorprendido. No tenía la menor idea de cómo se marcaría aquella carta, y aunque miró y remiró el envés de la hoja no percibió ninguna señal.

 Devolvió la carta y se recostó en el asiento, mientras respondía:

 -      Exactamente, de Filadelfia. Es decir, a miles de millas de aquí.

El que pareció sorprendido ahora fue Whit Morgan.

 -      ¿Eh? ¿Está loco? ¿Cómo se le ocurrió venir aquí, precisamente?

 La verdad es que Clyde Prestnam estaba empezando a considerar el contratiempo de volverse loco de remate. Esbozó una sonrisa amarga, cansada y dijo:

 -      Soy abogado y me destinaron a Deadwood. Dakota creo que había solicitado un abogado, y me tocó a mí... ¿cómo se dice por aquí?

 -      Pagar el pato.

 -      Eso es, pagar el pato. En fin, después de todo creo que no se está muy mal por estas tierras... todo es cuestión de acostumbrarse. ¿Conoce usted Deadwood, míster Morgan?

 -      ¿Qué si lo conozco? -al jugador se le achicaron los ojos y una expresión de odio atravesó su semblante- me echaron de allí como persona poco recomendable. Era natural, desentonaba en medio de tanta podredumbre.

 Otra vez la sorpresa hizo mella en Prestnam.

 -      Haga el favor de explicarse -dijo- ¿insinúa usted que le echaron por bueno?

 -      Mire usted -Morgan juntó las manos con expresión abstraída-. No me precio de santo, entre otras cosas porque sería capaz de hacer trampas a mi padre si me beneficiase de ello. Pero detesto la traición y sobre todo, los intereses mezquinos bajo la apariencia de bienhechora obra. Imagínese un rebaño de ovejas, sobre las que caen lobos con careta de corderos. Las ovejas los acogen y una vez establecidos los lobos la van matando una a una, pero sin quitarse jamás la careta.

 Clyde Prestnam era un hombre muy inteligente. Meditó un momento y dijo:

 -      ¿Qué papel jugaba usted allí, Morgan?

-      ¡Ja! me ofendieron públicamente, como si fuera un proscrito, y eso que nunca me pillaron haciendo trampas. El sheriff Gus Stellwater me acusó de perturbar la paz en el pueblo, de oponerse al plan de progreso del general, y, en fin, de ser un estorbo. Me expulsó por un año.

 -    ¿Y por qué vuelve ahora?

 -      ¿Por qué? ni yo mismo lo sé. Salí como perro apaleado y Whit Morgan necesita vengarse. Soy un tipo rencoroso ¿sabe?

 -      Les va estrangulando -siguió, como hablando consigo mismo- pero ellos no se dan cuenta. Les envuelve en una red tupida en la que se van liando poco a poco, y al fin nadie podrá escapar. Acabará con todos y será su pueblo, y con él su región. Es astuto, más que nadie que yo haya conocido jamás.

 -    Se refiere al jefe de los lobos ¿no?. Es una vieja historia, el cacique bien respaldado que se adueña de un pueblo a base de violencia.

 -    No, no es eso. Es algo más. Pregunte a un tranquilo ciudadano quién es el general, y le responderá que un santo, un hombre de bien que solo trabaja para lograr el auge de la región. Hay pocos que descubrieron sus manejos. Unos están en el cementerio, y otros en el Valle del Ángel.

 -    No entiendo -Prestnam estaba muy interesado- Dice que ese general es respetado por sus aparentes víctimas, y solo hay unos cuantos que le odian, escondidas en otro lugar. No me irá usted a decir que los habitantes de Deadwood desprecian a los que huyeron.

 -      Eso es. Creen que entorpecen la marcha ascendente de la población. El Valle del Ángel está entre riscos  y es difícil llegar a el. Bajan al pueblo pocas veces, y son gente ganadera, que se revelaron contra el plan ovejero del general. Puede decirse que el que no acepta sus planes es un proscrito, y está expuesto a ser baleado sin contemplaciones.

 -    ¿Y el sheriff?

La pregunta salió espontánea, pero Prestnam comprendió que era innecesaria. Si todo lo que Morgan le estaba contando era cierto, el sheriff sería un juguete a las manos del "general", y por tanto, el juez y el fiscal. Por un momento consideró lo difícil de su situación si las palabras del jugador eran ciertas, pero pensó que tal vez todo fuese un bulo ideado por su rencor. Exagerado, sin duda alguna, y eso lo tranquilizó algo.

 Miró distraídamente al de enfrente, una especie de oso, bajo, con matas de vello, y de una corpulencia extraordinaria, y al otro, un tipo largo, de cara chupada, descuidada indumentaria pero brillantes y espléndidas armas a ambos lados de la cintura. Tenía los ojos entrecerrados, pero era obvio que no se había perdido detalle de la conversación.

 Clyde Prestnam se removió intranquilo en el asiento, y por un momento el mundo se desmoronó a sus pies. Se le había pasado el mareo, el cansancio, pero era una nueva sensación la que le embargaba. Respiró hondo, echó la cabeza hacia atrás y cerró los ojos, mientras desechaba el absurdo relato del jugador, el que, por otra parte, no era digno de crédito alguno.


CAPÍTULO III

PÓLVORA PARA LA FIESTA

 

Clyde Prestnam, con sus tres acompañantes un tanto extraños, llegó a Deadwood en la madrugada del 30 de septiembre de 1877. Lo primero que hizo fue abrir los brazos, respirar hondo el vientecillo helado de la salida del Sol, y una vez cargado con su maleta y un pequeño maletín de mano se dirigió sin perdida de tiempo al Hotel Royal, que era donde paraba la diligencia.

 -      ¿Es usted el dueño? -preguntó al viejo de la recepción.

 El otro no le hizo el menor caso. Siguió leyendo el impreso con avidez, hasta que, una vez concluido, levantó los ojos por encima de las gafas y se quedó mirando al forastero.

 -      ¿Yo? ¡Ja! El hotel es del general.

 -      ¿Está él aquí? Quisiera discutir la habitación permanente en este lugar. Soy el nuevo abogado y pienso establecerme una buena temporada.

 El de la recepción se quedó mirando a Prestnam como el que ve visiones. Se le abrió la boca de estupor y luego lanzo unas sonoras carcajadas, que retumbaron en la estancia.

 -    ¿El general hotelero? ¡No me haga reír! Él es el amo de los cuatro saloons de Deadwood, del almacén, de los dos hoteles y de todas las oficinas ovejeras. Es el amo de Deadwood ¿sabe? ¡Mire esto!

 Clyde Prestnam cogió el impreso que le tendía y miró el "Wanted" siguiente:

 "Se busca" por la ley de Deadwood a Jim Stucker, acusado de entorpecer los planes de bien social. 100 $ por su captura vivo o muerto y 50 $ a quien facilite datos de su escondite”.

firmado, el juez Ben Barrett

siendo sheriff Gus Stellwater, a 29 de septiembre de 1877

 -    ¿Y esto qué significa?

 -      Pues que Jim Stucker tuvo un roce en la taberna de Coe Cavendish con uno de los hombres de Samuel Grüber, y fue tan loco de darle una paliza y retar públicamente al general diciendo unas cuantas verd... cosas sobre su plan ovejero. Creo que llegó a oídos de Glenn McCloud, y la cosa se a puesto bastante mal para el muchacho.

 -      ¿Quién es Glenn McCloud?

 -    La mano derecha del general... pero oiga, pregunta usted muchas cosas.

 -    Es mi oficio, soy abogado. Bueno dígame ¿cuánto vale por un mes una habitación con baño?

 El viejo se rascó la cabeza y pensó un poco.

 -    La doce tiene bañera y da a la calle. Le puede salir por veinte dólares.

 -    Me gusta- ¿Puede darme la llave? -puso cincuenta dólares en la mesa- le pago dos meses adelantados.

 -      ¿Ha firmado ya en la oficina del sheriff?

 -      ¿Firmar? ¿El qué? -Prestnam se sorprendió.

 -      Entra dentro del plan ovejero, señor...

 -      Prestnam.

 -      Señor Prestnam. Yo soy Rells Quick. Digo que tendrá que firmar como nuevo residente de Deadwood y contestar a unas cuantas preguntas del sheriff y sus muchachos.

 A Clyde Prestnam no le hizo absolutamente nada de gracia lo que dijo Quick. Era algo inédito para él, y las órdenes locales absurdas le parecían injustas y fuera de lugar.

 -      ¿Dónde es?

 -      Casi enfrente, al lado de un gran saloon, el "Bellanoon". Si no está el sheriff pregunte por el alguacil, el señor Hubbs.

 -      Sino hay otro remedio... -Prestnam estaba a disgusto- Súbame las maletas a mi habitación, señor Quick.

 Salió del vestíbulo a la calle y el intenso frío de la madrugada le produjo un estremecimiento. Estaba en el porche, de madera de nogal, de una calle corta pero bastante ancha, que por estar llena de saloons, dedujo rápidamente que se trataba de la principal. Los edificios eran bajos, aunque los había hasta de tres plantas, pero estaban sólida y eficazmente construidos, la mayoría de ladrillo y material. También observó que la calle estaba profundamente adornada con una serie interminable de colgaduras, aunque dada la hora, no se veía absolutamente a nadie en derredor.

 Distraídamente, con las manos en los bolsillos, Clyde Prestnam echó a andar calle abajo, hasta su final, en el que se bifurcaba en dos, que daban directamente a la pradera. Se encasquetó bien las gafas y leyó algunos de los cartelones y colgajos, suspendidos por balcones de casas enfrentadas.

 "Deadwood por el General", "Un pueblo mejor por su jefe", "¡Viva el general!".

 Clyde Prestnam pensó que era difícil ser tan bien querido como aquel general en un pueblo, y sintió gran curiosidad por conocerle personalmente. Claro que ya habría tiempo de ello, con lo que, sin más cavilaciones, se dirigió a la fachada imponente de un gran "saloon", el Bellanoon, y después de dar un vistazo a los carteles multicolores, se metió en la oficina contigua.

 Se encontró solo en la pieza, pequeña y bien puesta, con una mesa de escritorio, un gran silencio y varios "Warning" en las paredes. Detrás de la mesa había un retrato de Abraham Lincoln, y al lado, otro más grande de un tipo al que no había visto en su vida.

 Pero no había absolutamente nadie.

 Extrañado, miró al reloj de pared que señalaba las seis, y consultó el suyo de bolsillo. Descubrió una puerta y por ella se metió, yendo a dar con un par de celdas de pequeñas proporciones. En una de ellas, abierta, estaba un tipo durmiendo, y sus ronquidos ahuyentaban a las moscas que danzaban a su alrededor. Clyde Prestnam se acercó más, y distinguió una estrella de cinco puntas en el pecho del feo durmiente. Dijo:

 -    ¿El sheriff?

 Los ronquidos disminuyeron y el hombre bostezó. Abrió un ojo, luego el otro, y se los restregó porque nunca había visto a aquel tipo. Después se levantó perezosamente, abrió los brazos, los cerró, se puso el sombrero y contestó:

 -      ¿Qué se le ha perdido?

 -    Un cerdo -el abogado hablaba muy serio- Se me ocurrió que podía estar aquí.

 El otro puso una cara de sorpresa, se rascó la cabeza y mugió:

 -      ¡Eh! ¿Qué dice?

 -      Olvídelo. Vengo a que me cacheen. Soy nuevo en este pueblo.

 El representante de la ley estaba dormido, y rumió entre dientes su desagrado.

 -      ¡Váyase al diablo y vuelva a otra hora! Debería estar durmiendo como cualquier ciudadano.

 Se tumbó otra vez en la litera, que crujió lastimosamente. Clyde Prestnam se quedó de pie, indignado, cansado y sorprendido.

 -         ¡Levántese! -dijo- ¡Cumpla con su obligación, señor mío!

-      ¡Márchese antes de un minuto o le partiré en dos de un solo golpe, mequetrefe!

 Prestnam había palidecido. Tartamudeó porque nunca se había visto en una situación como aquella, y pasó rápidamente a la defensiva, su dialéctica, única arma que se empleaba en Filadelfia.

 -      Está bien, pero me quejaré al juez. Soy abogado y...

 Aquí cambió todo. El de la estrella se puso rojo como un tomate, bajó la mano y la vista al suelo y se quitó el sombrero. Pareció confuso, intranquilo y desasosegado. Dijo:

 -      Perdone... perdone usted... yo... señor Prestnam, creí que era usted otro, no sabía...

 -      Bueno, basta -Prestnam recobró su aplomo, aunque poco a poco. No comprendía la actitud del otro medio minuto antes.- Dígame dónde tengo que firmar, porque tengo verdadera ansia de coger la cama.

 -      ¿Firmar? ¡No, por favor, señor Prestnam! Todo está preparado para usted... el general ha dispuesto todo... es que la diligencia ha llegado con dos días de adelanto y pensábamos que llegaría pasado mañana.

 -    ¿El general? ¿Qué ha dispuesto el general, si puede saberse? -otra vez Prestnam estaba molesto. El de la ley no respondió. Cerró cuidadosamente la puerta de la celda, invitó cortésmente al abogado a seguirle y le fue explicando los planes del general.

 -      Hoy dormirá usted en el hotel, y mañana pasará a su nueva casa. A primera hora recibirá una visita del señor McCloud, el juez y el sheriff, el señor Stellwater. Por la tarde, el mismo general en persona le dará la bienvenida. ¡Ah! yo soy Archie Fontham, ayudante del señor Hubbs, el alguacil de Deadwood, estoy a su completa disposición, señor Prestnam.

 Clyde Prestnam ya no le oía. Tenía los ojos semicerrados por el cansancio, y el sueño se iba apoderando de su mente. No comprendía nada, y las palabras de Archie Fontham le sonaban lejanas e irreales.

"En buen lío me he metido" pensó, y nada más.

 El señor Fontham le ayudó a subir la escalera, y cuando cogió la cama, se agarró a ella como un náufrago a la tabla de salvación.

 Era comprensible. Soñó con un juicio abarrotado, un caso difícil y una defensa brillante. Y también, cosa extraña, con un gran revólver "Colt".


CAPÍTULO IV

 MORGAN TENÍA RAZÓN

 

 Era una tarde, como todas, bochornosa. Cass Harnold, aún deformada la boca, con menos dientes, y con un tremendo moratón en el pómulo, víctima del salvaje puñetazo, pensó por qué en aquel maldito lugar hacía un calor insoportable por el día y un intenso frío por las noches. Un movimiento algo brusco de su mano diestra vendada le produjo un dolor vivo, como si le clavasen cien alfileres, pero los cohetes, la algarabía, los juegos de los chicos y los trajes de fiesta le distrajeron. Había puestos de bebidas, de bocadillos, una gran tómbola regida por las damas del "Club Femenino", y un sinfín de voceadores, de vendedores y de gente de todas partes.

 Todo Deadwood estaba en la Calle Galerna, luciendo sus mejores trajes guardados expresamente para ese día. Vio a Samuel Grüber, con una ridícula pajarita y un traje nuevo sinuosamente abultado a la altura de las caderas. También estaba el juez, con la plana mayor del pueblo: el gran Marcus Galerna, el "amo" de todo, su mano derecha, el atildado Glenn McCloud, el alguacil, Nelson Hubbs, con sus ayudantes Quentin Malone y Archie Fontham, el nuevo abogado, un tipo raro, por cierto, que vestía descuidadamente para entender de leyes.

 El juez Ben Barrett parecía muy entusiasmado hablando con el abogado, y Cass Harnold se preguntó qué hacía en un sitio como aquel un defensor. Hasta entonces, las leyes y las sentencias las dictaba Marcus Galerna, las firmaba Ben Barrett y las ejecutaban Nelson Hubbs y sus muchachos, pues el sheriff estaba demasiado gordo para aplicar la ley. Claro que, de vez en cuando, eran Sam Grüber y sus pistoleros los que entraban en acción. Cass Harnold se estremeció cuando pensó en Bart Marlowe, un monstruo de colosal fortaleza, en Ticho Carvin, un tipo larguirucho, de revólver atado a la pierna por una correílla, asombrosamente bajo o en Frank Gálvez un mejicano peligroso como una serpiente, rápido como un puma y cruel como una hiena.

 Eran los tres angelitos de Sam Grüber, y eran ellos, y solo ellos, los que tenían a la ciudad en un puño. Donde se cifraba el gran poder de Galerna, porque si bien la ley era el general, y a su servicio estaban sus representantes, los hombres de Grüber imponían un temor total en el Valle del Ángel. Cass Harnold meditaba entre los vapores del alcohol, y sintió asco de su vida y la de sus compañeros. Porque la ciudad estaba podrida, la gente atemorizada y allí era difícil respirar. Pero les faltaban arrestos para marcharse al Valle, porque el miedo, y solo el miedo les hacían adorar a Galerna como si de un ídolo se tratase. ¡Cuántas veces había pensado Harnold marcharse al Valle, y cuántos como él lo habrían deseado! Si todos se decidiesen, si todos se uniesen a los hombres del Valle, el poder de Galerna tocaría a su fin. Pero eran cobardes, porque aún en la cima, Marcus Galerna temía a los emancipados al Valle del Ángel. ¿Que por qué lo sabía Cass Harnold? Era viejo, no tonto, y tenía mucho tiempo para observar. De repente le pareció ver a alguien forastero en el pueblo. Achicó los ojos, rojos ya por efectos del whisky, y vio, sin lugar a dudas, a Jim Stücker, el muchacho que golpeó en la taberna de Cavendish a Quentin Malone, el ayudante del sheriff. ¿Estaría loco?

 Caminaba ente la gente, con paso rápido, y era obvio que trataba de escabullirse. Harnold pensó que lo lógico era que estuviera en el Valle del Ángel, único lugar algo seguro a la mano del General, y pensó que alguna razón importante le habría traído. Cass Harnold cerró los ojos y rezó en silencio para que nadie descubriese la presencia del chico, y al pobre viejo se le saltaron las lágrimas porque, antes de que sucediera, sabía lo que iba a ocurrir. Sintió vergüenza de sí mismo, de los demás, y odió con toda su fuerza al General. Pero se sintió más viejo que nunca, más cansado y más triste. Sin fuerzas, temblándole las rodillas, esperó a lo inevitable.

 -    ¡En nombre de la ley, date preso Stücker!

 Archie Fontham, con el revólver en la mano derecha, había encañonado al muchacho por su espalda, y el estupor de la gente tan solo duró un segundo. Una ancha faja de calle se abrió entre los encartados y el silencio se hizo total en el pueblo.

 Coe Cavendish dejó la limonada en el mostrador del tenderete y se quedó boquiabierto. Rells Quick, el hotelero, se quedó mudo de sorpresa y se apresuró a esconderse debajo de su puesto de bocadillos.

 El sheriff, apoltronado en una silla de la orquesta no se movió, pero el más impresionado de todos fue Clyde Prestnam, que, rodeado de los grandes hombres de Deadwood, se sentía como en su propia casa. El vaso de ponche que mantenía en la mano derecha se le cayó y se hizo añicos, y se le mudó la expresión del rostro porque fue la primera vez que vio a un hombre dispuesto a matar a otro sin ninguna concesión.

 La verdad es que todo lo que ocurrió a continuación se grabaría en la mente del abogado para siempre, pues todo lo que vio desde ese instante, toda la violencia que jamás creyó se podría desatar desfiló ante sus ojos de la manera más brutal que imaginarse pueda.

 Archie Fontham, cautelosamente, se acercó a Stücker y se dispuso a quitarle el revólver. Fue entonces cuando el chico se volvió.

 Tan rápidamente que sorprendió a todos.

 Golpeó con el codo el revólver que Fontham sostenía en la mano, y éste voló por los aires.

 Con todas sus fuerzas, Jim Stücker salió disparado, corriendo con gran rapidez hacia la bifurcación de la calle. La acción del muchacho había sido tan rápido, que ninguno de los hombres del sheriff había tenido tiempo de reaccionar.

 Desde su posición, a Cass Harnold se le iluminó la cara de gozo y sintió una alegría difícil de reprimir. Con una sola zancada más, Jim Stücker habría dejado atrás la calle Galerna ¿La calle Galerna? ¿Tantas ganas tenía el joven de abandonarla?

 El destino juega a veces pasadas crueles, y esta vez le tocó a Stücker el turno.

 Justamente en el momento de alcanzar la esquina, un hombre alto, de cara larga y brazos simiescos, apareció casi topándose con él.

 Lo que a continuación pasó lo vio todo el pueblo y es muy fácil que tardasen en olvidarlo.

 Ticho Larrin no dudó ni un segundo, no pestañeó ni una vez porque él era tan rápido como el pensamiento. Unas manos largas, blancas, bajaran a las pistoleras mientras Stucker, desesperadamente, tiraba de su único revólver, y su vida entera dependió en un momento de su velocidad para "sacar".

Ticho Larrin fue más rápido.

 Ni uno solo de los músculos de su cara se movió cuando efectuó los disparos. La muerte le cogió a Stucker con el revólver en la mano, pero su gesto de ansiedad, de trágica ansiedad, se lo llevó hasta la tumba. El plomo le entró, primero en el brazo, y al astillarle el hueso gimió de dolor. El segundo le partió el cuello, lo ahogó en su propia sangre y ya no sintió el tercero, que le entró en el pecho. La tragedia, tan veloz como funesta, había dejado a todos sin respiración, y la tarde se llenó de nubes casi al instante, como si de negros presagios se tratase. En Dakota, las noches aparecen bruscamente, y la muerte de Stucker, un chico casi, hizo que el telón de tinieblas cubriera el cielo. De repente, el agobiante calor se esfumó como por encanto y un aguacero, venido imprevistamente, descargó sobre el lugar del suceso, dándole un lúgubre aspecto. ¿Qué es lo que ocurrió a continuación?

 Algo que puso el espanto, el miedo y la furia más contenida, el odio más salvaje en los sentimientos de un pueblo dominado, cobarde, pero aún con arrestos para maldecir la barbarie. En ese momento, solo un ser aterrorizado no reaccionaría, y por eso, solo Clyde Prestnam, sin dar crédito a sus ojos, lo hizo.

 Vio a Nelson Hubbs, el alguacil, corriendo entre la lluvia, llegar hasta el cuerpo de Stucker. Y después, ya casi en tinieblas, otros dos hombres aparecieron en aquella noche de aquelarre. Uno era mejicano, fuerte como un gorila, pero resultaba enano ante el otro que, sin poder evitarlo, espantó al abogado. Bart Malowe, gigantesco, sobrehumano, levantó a Stucker del suelo y le llevó debajo de un árbol de la plaza donde Hubbs y Carvin colgaban una soga. Y después, el mejicano la ciñó al cuello del muerto, que sangrante, pendía como un guiñapo en los brazos del monstruo.

 Clyde Prestnam, blanco como el papel, temblando todo su cuerpo, miró ansiosamente en derredor y solo leyó miedo, terror y cobardía en los ojos de los presentes. Buscó a Galerna, a McCloud, al juez, pero todos habían desaparecido. Saltó a la calle, ebrio de emociones, corriendo entre el barro como un loco, y agitando los puños al aire, y gritando:

 -      ¡Asesinos! ¡¡Asesinos!!

 Llegó hasta el árbol cuando ya el cadáver pendía de la soga en alucinante visión. Frank Gálvez, el mejicano, se volvió de repente y lanzó un puñetazo a la cara del abogado que terminó con sus gritos. Casi sin sentido, medio enterrado en el barro y la espeluznante horca casi encima de su cabeza, Clyde Prestnam lloró de miedo, de impotencia y pidió auxilio. ¿A quién? Nadie podía ayudarle en aquel pueblo dominado por el terror. Nadie podría rebelarse ante un poder absoluto.

 

CAPÍTULO V

 MIEDO

 

Tenía la frente bañada en sudor, y todo el cuerpo le transpiraba de manera agobiante. Cuando se despertó estaba completamente exhausto, y lo primero que sintió fue un vivo dolor en la mandíbula al bostezar. Sí, era cierto lo ocurrido la noche anterior, y el solo recuerdo le impresionó otra vez, como imposible de alejarlo de su memoria. Se levantó pesadamente, se limpió el sudor del rostro y se vistió, mientras hacía esfuerzos por mantenerse erguido. Estaba abochornado, deprimido, y se preguntó qué iba a hacer él en medio de una ciudad tiranizada, y rodeado de servidores del hombre que dominaba el pueblo.

 ¿Quiénes eran aquellos temibles individuos surgidos de las sombras, que ayudaban al alguacil a colgar a Jim Stucker, obedeciendo una seña de Sam Grüber? Si Marcus Galerna era el amo, incluyendo la ley, y esos hombres obedecían a Grüber, que era un subordinado del General, éste contaba con casi un verdadero ejército de tipos peligrosísimos que estaría dispuestos a entrar en acción a una orden de Galerna. ¿Cómo habría conseguido aquel hombre erigirse en amo total del territorio? Le pareció un caballero la primera vez que le vio, y le habló como tal todo el tiempo que permanecieron juntos. Fue el propio general el que le avisó a Filadelfia, y el juez Barret, el que tramitó su venida. ¿Para qué? ¿Por qué le necesitaban, si su palabra era la ley, y su sentencia la que le conviniese? ¿No se daba cuenta que con un abogado firme, sus planes se echarían a rodar?

 Casi se rió de lo absurdo de su cavilación. Galerna era el fuerte, el poderoso, y no aceptar su ley era echarse a perder. El general le necesitaba para algo que no podría realizar por sí solo, y estaba completamente seguro de conseguirlo, como estaba seguro de que Clyde Prestnam sería otro de sus hombres de confianza. Era heroico ponerse enfrente del cacique, y cualquiera que tuviese dos dedos de frente lo comprendería.

Cuando sonó la puerta, Clyde Prestnam estaba deprimido, avergonzado y confuso.

 -          ¿Señor Prestnam? Abra, por favor. Soy Glenn McCloud.

El abogado contuvo un movimiento de sorpresa, y lentamente se acercó a la puerta, girando la llave.

-          Buenos días -el atildado individuo le tendió la mano.

-          ¿Ha descansado bien?

 Clyde Prestnam no le prestó la menor atención, y entre dientes dijo:

 -          Tengo prisa . He de hablar con el juez Barret sobre la expropiación de una finca del Valle.

 Glenn McCloud sonrió, bajó la mano y sacó un cigarro del bolsillo superior de su floreada levita.

 -          ¿Fuma?

 -          No, gracias. ¿Me puede decir el motivo de su visita, señor MacCloud?

 -          Vengo a llevarle a su nueva residencia. Y también quiero pedirle disculpas, de parte del general, por lo sucedido anoche.

 Clyde Prestnam ahogó un gesto de furia y avanzó un paso hasta encararse con el lugarteniente del general.

 -          Sepa usted dos cosas, señor mío: no acepto ese regalo de su cacique, como tampoco las disculpas que pueda darme. Anoche, la ley de Deadwood cometió un asesinato en segundo grado y una profanación monstruosa de cadáver. ¡La ley de Deadwood! Es lo más absurdo que he visto en mi vida.

 -          ¿Qué dice? -McCloud había palidecido-. El muerto era un delincuente, y Larvin lo mató en defensa propia. La horca solo fue por motivo de ejemplaridad.

 Glenn McCloud estaba atónito, desconcertado, porque no esperó nunca aquella actitud heroica de ponerse en frente de la fuerza absoluta. ¿Tal vez el leguleyo había perdido la razón? Sonrió veladamente, porque también era cierto que su actitud era la del hombre que no ha visto aún las orejas al lobo: casi era natural, y McCloud, como buen canalla que era, se preguntó qué tal danzaría el enfático abogado cuando Ticho Larvin le baleara los botas.

 -          Está bien, señor Prestnam -dijo-. Usted es abogado y debe actuar de acuerdo con su ciencia y su conciencia. -Sonrió otra vez porque la frase le había salido bien. -Claro que nosotros no vamos a interponernos en su camino, pero piense no ponerse usted en el nuestro... vaya con cuidado, señor Prestnam.

 Cerró la puerta tras de sí, y dejó al abogado pensativo. Pero dejémosle estar y trasladémonos al saloon "La Dama Sonriente", donde, aún por la mañana, no dejaba de estar concurrido.

 Cass Harnold estaba borracho, pero aún en su inconsciencia la muerte de Stucker bailaba, como la horca que le ahogó después de muerto. Era una visión que no podía apartar de su cerebro, y aunque el alcohol le sumía en vapores espesos, Harnold le continuaba viendo, sangrante en lo alto del árbol y balanceándose trágicamente en postura grotesca.

 Se acercó a Coe Cavendish, que, callado, bebía en un rincón.

 -          Tú puedes ser el próximo, Coe -susurró-. Solo con que mires mal a uno de los perros del general.

 Cavendish no dijo nada porque la proximidad de Sam Grüber era inquietante y peligrosa.

 -          ¿Qué dices, Cass? -cuchicheó-. Yo no recuerdo nada de lo sucedido anoche.

 A Harnold esto no le cogió de sorpresa. Se alejó de él, y se emparejó con Mitchael Letham que tenía los codos clavados en el mostrador. ¿Querían olvidar aquellos hombres lo sucedido la noche pasada? No. Se querían olvidar ellos mismos, ahogar lo único bueno que aún quedaba en sus almas porque de dejarlo al descubierto, se rebelaría, y eso tendría fatales consecuencias.

 -          Mitch -volvió a susurrar-. Hay que hacer algo... no podemos cruzarnos de brazos.

 Letham torció la boca. Contestó:

 -          Lárgate al valle. Yo miro, oigo y me callo... por eso aún tengo piel.

-          Pero Stucker era casi un niño... Larvin le asesinó, es un "as" con el revólver en la mano.

-          No te entiendo, Cass. Yo no vi nada anoche, me acosté enseguida.

 Cass Harnold sonrió con amargura y se volvió de espaldas a la barra; con veinte años menos, hubiese partido los nudillos en cualquiera de las caras de los hombres de Grüber.

 Fue entonces cuando, casi inéditamente en aquel ambiente de miedo, de silencio y de servilismo, sonó una voz de alto tono en la única mesa de juego que a esa hora estaba ocupada.

 -          No me extraña que pierdas, Archie. Además de parecer un cerdo sin pizca de seso, lo malo es que lo eres.

 Archie Fantham había perdido bastante, había bebido mucho y había rabiado más. Por eso, Whitson Morgan, impecable en su levita azulada, le insultó en el momento que creyó preciso para que el otro saltara. El representante de la ley, desabotonada la camisa sucia, escupió una maldición y gruñó:

-          ¡Asqueroso tramposo! ¡Te voy a partir los huesos!

-          ¡Eh, alto amigo! -Morgan seguía tranquilo-. Es muy fácil golpear a un hombre con una estrella en el pecho: se gana siempre la batalla.

 Fantham, herido como un toro, se arrancó la estrella y Morgan sonrió un segundo, porque al siguiente sus ojos destellaron un odio mortal y pegó una patada a la mesa, derribando al comisario entre una lluvia de naipes.

 -          Todos son testigos de que te quitaste la estrella Archie. Ven, acércate un poco, nene.

 Todos los allí congregados se quedaron estáticos y sorprendidos, incluso Cass Harnold, el viejo vaquero, no acertó a reaccionar.

 Archie Fantham se levantó pesadamente y, bufando cómicamente, arremetió contra el jugador, con la cabeza baja usándola como ariete. Whit Morgan era un tipo duro y lo demostró rápidamente; levantó la rodilla contra la barbilla de Fantham y luego disparó la derecha, cruzada, que dejó vacilando al comisario. Sorprendido, embotado por el alcohol y con una rabia sorda, Archie Fantham volvió a la carga, pero de manera más reposada, lanzó la izquierda, que dio al aire, pero luego la derecha que cogió desprevenido a Whit Morgan. Todo el mundo creyó que allí se acabaría el jugador, que su pequeña locura tocaba a su fin, pero no fue cierto. Morgan esquivó el siguiente golpe de Fantham y conectó un jab corto, pero explosivo, que tiró patas arriba al comisario.

 Harnold estaba jubiloso, y Cavendish no le andaba a la zaga, mientras Letham se contenía por no animar al jugador. ¿Era acaso Whitson Morgan el hombre que despreciaba el miedo, y se lanzaba a una aventura imposible, pero heroica? Duró poco la duda.

 Sam Grüber, alto, gordo, pero fuerte como un roble, dio una zancada y se puso detrás del jugador. Y después, con toda sangre fría, se echó hacia atrás y descargó un mazazo impresionante en la nuca de Morgan.

 Le pareció que se le había caído una casa encima, tanto que la cabeza amenazó con estallarle. Se volvió, tambaleándose, con los brazos caídos, y el nuevo puñetazo de Grüber le abrió los labios hasta casi deshacérselos. Estaba muy próximo a desvanecerse, lo veía todo negro, y ya no sentía nada, ni dolor ni furia. Alguien le sujetó por detrás, partiéndole casi los brazos en un salvaje apretón de oso, y Grüber le siguió golpeando el rostro hasta dejarse la piel de los nudillos.

 Todos los presentes contemplaron la salvaje escena, vieron a Frank Gálvez sujetar a Morgan y a Sam Grüber marcarle la cara hasta deshacérsela, hasta dejarle irreconocible. Pero nadie dijo nada.

 Era la ley del más fuerte llevada con una marcialidad impresionante y enormemente práctica. Porque el miedo tapaba las bocas, cerraba los ojos y taponaba los oídos, hasta límites insospechados.

 Cuando Whit Morgan cayó al suelo, convertido el rostro en una pulpa sangrienta, Sam Grüber se cebó hasta lo monstruoso machacándole la cara con los tacones de sus botas.

 Sam Grüber asesinó cobarde y salvajemente a Morgan el 2 de Octubre de 1877 en Deadwood, Montana, cargando una muerte más a su ya nada despreciable colección. Sam Grüber era sangriento, canalla hasta lo indecible y desalmado como pocos, pero era el único que podía comandar a sus tres hombres, y matar a traición a su hermano si le interesase. Por eso Marcus Galerna le necesitaba, era su verdadero hombre fuerte, y tal vez donde se asentase todo su poder.

 Cuando a la mañana siguiente convocó Prestnam juicio por las muertes de Stucker y Morgan, el general rió a gusto, y con él, Grüber y Ticho Larvin, los asesinos.


CAPÍTULO VI

ABOGADO A LA TUMBA

 

-          Yo demostraré que los encartados, Tichtell Larvin y Samuel H. Grüber cometieron dos asesinatos, el primero en segundo grado, en las personas de Jim Stucher y Witson James Morgan. Así mismo, acuso a Frank Gálvez, Bart Marlone, y Nelson Hubbs de profanación de cadáver, por lo que pido la horca para los dos primeros, y cinco años de prisión para los segundos.

 Ben Barret, en lo alto del estrado, ahogó un bostezo y dijo:

 -          Se abre la sesión.

 Era una sala pequeña, con un par de bancos, un balconcillo para el jurado, la mesa del juez, la del fiscal, un banquillo de acusados y la tarima del juez. Cuando Clyde Prestnam, después del breve resumen de los cargos, levantó los ojos por encima de sus gafas, vio a los acusados en su sitio, al juez, al jurado, compuesto de cuatro hombres: el ayudante Fonthan, Rells Quick, Quentin Marlone y el sheriff. También vio a Galerna en un banco, y a Glenn McCloud, que sorprendentemente, había ocupado la mesa del fiscal.

 -          ¿Va a defender a estos hombres, señor McCloud? -brotó despectiva la voz del abogado.

-          Claro. Si quiere le enseño mi licencia.

-          Firmada por el juez y el sheriff, supongo. En fin, señores -se dirigió a los del jurado- creo en su capacidad y hombría de bien.

 Marcus Galerna, sentado en primera fila, observaba la escena con cierto escepticismo. El gran hombre firmaba con parsimonia y aunque era el fuerte, un asomo de impaciencia brillaba en sus ojos.

 -          ¿Dónde están los otros acusados? -preguntó, seguidamente el abogado.

-          Tienen que hacer, señor Prestnan. Trabajan todos los días.

 El abogado dio un respingo, porque fue el propio Galerna el que hablara. Se sonrojó, porque de repente se vio como un payaso de una comedia ridícula, y eso le hizo mucho daño. Retó con la mirada al general, se olvidó de su situación, de su pequeñez y de la fuerza del otro.

 -          La próxima vez que hable sin ser preguntado, le echaré de la sala, señor Galerna.

 Al juez se le cayó el martillo, Sam Grüber se puso de pie, amenazante, y McCloud se quedó pálido. Fue entonces cuando sonó la voz del general, tranquila, suave y enérgica.

 -          Señor Prestnam, creo sinceramente que ha elegido usted un camino equivocado. Le advertimos que no se metiera en nuestras cosas, pero usted no hizo caso, y no solo increpó a la ley sino que acusó de asesinato a dos trabajadores, a dos ciudadanos honrados del pueblo. Creo que es mejor que recapacite y acabemos de una vez con esta farsa.

 A Clyde Prestnam le echaban lumbre los ojos, y estaba excitado al máximo. Chilló:

 -          ¡Me asombra usted, me confunde y me repele señor Galerna! Es usted la ley, y todos le obedecen como perros, cumpliendo los crímenes que les manda sin la menor vacilación. He sido testigo de un asesinato, y sé que ayer se cometió otro, cumpliendo órdenes de usted, señor mío. ¿Por qué no se quita la careta de gran hombre y se queda con su rostro de jefe de bandidos?

 Había poca gente en la sala, pero las palabras de Prestnam les había dejado mudos de asombro, la mano de Grüber estaba junto a la culata de su revólver, pero otra vez, la segura voz del magnate tranquilizó los ánimos.

 -          Cálmese, señor Prestnam, y perdone si le he molestado. Me obcequé, pero naturalmente, está en su perfecto derecho de procesar a estos dos hombres y de pedir un sheriff nuevo. Comparto su criterio, porque me horrorizan las muertes, pero creo sinceramente que fueron en defensa propia y sin intención, desde luego.

 -          Eso lo resolverá el jurado y no usted, -contestó, colérico, el abogado.

 -          Vamos, vamos, señor Prestnam, perdóneme otra vez. -Miró el reloj de bolsillo-. Creo que se nos ha hecho un poco tarde ¿tendría inconveniente de aplazar la vista hasta mañana?

 El abogado consultó su reloj y, efectivamente, eran más de las seis. Aunque había convocado el juicio para las once, no se pudo reunir hasta pasadas las cinco, y, por mucha prisa que se diera terminaría demasiado tarde. Frunció el ceño, miró al juez y dijo:

 -          Por mi parte no hay oposición.

 -          Está bien, nos reuniremos mañana a las diez -acabó Ben Barrett, y dio un martillazo en la mesa.

 Sam Grüber se levantó y miró con odio al abogado, como escupiendo veneno por su ojillos hundidos y redondos.

 "Yo le llevaré a la horca", pensó Prestnam, se sintió un hombre fuerte y todos sus temores desaparecieron como por encanto. Esperó a que todos salieran, se fumó un cigarrillo, y al rato, sin prisas y con la cartera bajo el brazo, salió a la calle.

 El insoportable calor del mediodía se helaba de tal manera al aparecer las primeras sombras de la noche, que Clyde Prestnam sintió un escalofrío que le recorrió todo el cuerpo y le dejó tiritando. Se subió el cuello de su levita gris, y echó a andar calle abajo, despacio, dejando que el aire le diese en el rostro y le despejase.

 No había nadie por la calle, y eso le extrañó bastante aun cuando todavía era pronto para empezar la vida nocturna; bostezó, porque ya tenía sueño, y torció por una callejuela para dirigirse al hotel.

 De repente, se dio cuenta de todo.

 Fue un pensamiento brusco, inesperado, que le vino a la mente, lo cogió al vuelo, y se llamó mil veces idiota por no haber pensado. Era tarde, muy tarde para volverse atrás.

Cuando Clyde Prestnam, solo en una calleja oscura, vio delante de él las impresionantes siluetas de Sam Grüber y Frank Gálvez, y a su espalda la imponente visión de Bart Marlone, el monstruo al que solo vio una vez, se llevó la impresión más fuerte de su vida, le tembló todo el cuerpo y sintió un miedo espantoso. Los tres hombres, o las tres fieras, se acercaban lentamente a él, cerrando el espacio poco a poco y disponiéndose a empezar la salvaje faena.

 Solo, perdido, indefenso y aterrorizado, el abogado quiso huir, quiso gritar con todas sus fuerzas pero el miedo se lo impidió. Como si fuese un mosquito, un pelele, un guiñapo. Bart Marlone le sujetó los brazos con una potencia tal que el abogado creyó que se los había descoyuntado. Y enfrente de él, alto, gordo, con una expresión de reptil, Sam Grüber empezó a golpearle la cara, el pecho, el estómago, en la paliza más brutal, más salvaje y más terrible que imaginarse pueda. Primero fue el dolor, un dolor horroroso en el rostro, que le ardía al compás de los golpazos de Grüber. Cada puñetazo era un demoledor impacto, y por eso Prestnam solo resistió con lucidez los primeros.

 Cuando las manos de Grüber, tintas en sangre, bajaron del rostro convertido en masa sangrienta al pecho y al vientre, el abogado dejó de sentir. Pero no por eso se paralizó la descomunal paliza, porque Sam Grüber se hartó de golpear el cuerpo de Prestnam, a sabiendas de que era muy difícil que sobreviviera.

 Cuando Bart Marlone le soltó, con los brazos partidos y el cuerpo tullido hasta lo indecible, Frank Gálvez se lo echó a la espalda, como una pluma, y lo llevó hasta el hotel. Lo dejó en la cama, le echó whisky por la cara y las ropas y bajó al vestíbulo donde Rells Quick estaba mudo y asombrado.

 -          Avisa al doctor Swasson, Rells. El abogado bebió esta noche e insultó a Sam: ya puedes suponerte lo que esto significa.

 El hotelero lo sabía de sobra, pero lo que no podía figurarse es que un hombre normal como Prestnam se enfrentase a un búfalo de la talla de Sam Grüber, aunque le saliese el alcohol por los oídos.

 -          Ahora mismo, Frankie -contestó-. Creo que aún estará en la taberna de Cavendish.

 Salió corriendo, cruzando la calle a grandes zancadas, y con el pecho oprimido por una sensación de angustia. Era lógico, terriblemente lógico la reacción del general a la gallardía del hombre del Este, y lo que más extrañó a Quick fue que aún respirase y no hubiese muerto a manos de los hombres duros de Grüber. Cuando entró en la taberna, el doctor Swasson estaba allí, borracho, y cantando una canción a dúo con Mitch Letham. Y cuando el hotelero escupió más que dijo la nueva noticia, más de un hombre se escondió la cabeza entre los brazos, de vergüenza, de miedo y de odio. Porque todos los habitantes de Deadwood, todos sin excepción, tenían parte de culpa de cada uno de los crímenes que se iban cometiendo.

 Y cuando un hombre siente vergüenza de sí mismo, siente desprecio de su persona pero miedo para salir de su estado, deja de ser hombre y se convierte en un cobarde.

 Porque, para un habitante del Oeste, un cobarde no es un hombre.


CAPÍTULO VII

UN TIPO PEREZOSO

 

Había bastante gente en la plaza de la Calle Galerna, dispuestos todos alrededor de una tribuna levantada en medio con madera de pino y una especie de recinto acordonado. Era un día de fiesta, y el concurso de tiradores siempre resultaba divertido, aunque monótono. Porque tanto Cass Harnold, un poco más viejo, como Cavendish, más cansado, como Quick, más acabado, o como tantos otros, sabían quién iba a ganar como en años anteriores. Hacía tiempo, mucho tiempo que la violencia no hacía su aparición en Deadwood, casi dos años cuando Rells Quick dio la noticia del salvaje atentado contra Clyde Prestnam. Pero en aquel espacio de tiempo, parecía que todos habían envejecido con asombrosa rapidez.

 Cass Harnold contempló con pena la silueta de Clyde Prestnam que, sentado en la tribuna al lado de Marcus Galerna, Glen MacCloud y el juez Barrett era espectador de honor del concurso. Era la sombra del tipo enérgico, seguro y firme que un día llegó a la población con el maletín bajo el brazo. Pálido, envejecido inverosímilmente, demacrado, casi lívido, delgado y con expresión enfermiza, Clyde Prestnam no tuvo más remedio que dejarse arrastrar por la corriente, como todos en aquella ciudad. Luchar solo, con un libro de leyes en la mano era absurdo, y la quebrantada salud del abogado a raíz del encuentro con Grüber no podía permitirlo. Al lado de Galerna, Prestnam era uno más de sus hombres.

 La voz chillona y enfática de McCloud sonó entonces, para decir:

 -          ¡Cavendish, Larvin, Grüber y Hubbs, a sus puestos!

 Los cuatro citados avanzaron hasta situarse junto a una de las cintas del recinto, dispuestos a medir su supremacía con el "Colt". Había cuatro bombillas de color rojo a una distancia de veinte pasos, cada una asignada a un tirador. Los cuatro hombres pusieron las manos cerca de los revólveres, estáticos, preparados y dispuestos para "sacar".

 A una señal de McCloud, las cuatro bombillas saltaron hechas pedazos, pero la de Cavendish un segundo después que las otras. El eliminado pasó hacia atrás y los tres que quedaban entraron en el siguiente juego. Había tres velas encendidas y esta vez Nelson Hubbs no partió la suya, solo la rozó. Como siempre, Sam Grüber y Ticho Larvin pasaron a la final del concurso.

 Se situaron frente a frente, con una vela en cada mano y el cuerpo arqueado en la clásica postura del gun-man para "sacar". Era interesante ver a dos hombres que viven del revólver, valerse de lo que mejor dominan en este mundo, y por eso el silencio se hizo total. En el mismo momento que Marcus Galerna salía de la plaza, reclamado por Guss Stellwater para un asunto ovejero, los dos hombres llevaron las manos a las pistoleras y los revólveres saltaron vertiginosos a la luz.

 Sam Grüber levantó cera de la vela de su oponente, pero Ticho Larvin hizo algo más, la partió en dos, limpiamente, como todos los años, sin perder un ápice de su maestría en el manejo del "Colt".

 La sonrisa que curvó los labios de Larvin después de su demostración fue una propaganda más y de la misma fuerza que todas. Cuando McCloud, dando voces, proclamó la victoria de Larvin y desafió a cualquier otro tirador que se enfrentase al pistolero, la gente empezó a desfilar. Por eso, la sorpresa invadió a todos cuando, surgiendo de la muchedumbre, una voz nueva allí, sureña, cantarina típica de Louisiana, rasgó el aire para decir:

 -          Yo quiero jugar a las velas.

McCloud dio un respingo desde lo alto de su tribuna, y tanto Barrett como Prestnam se sorprendieron. La gente frenó en seco y dio media vuelta, mientras volvía a sonar la voz dominante del lugarteniente:

 -          ¡Un forastero se enfrenta a Ticho Larvin! ¿Quiere probar fortuna, amigo?

 Todas las miradas estaban puestas en el hombre de la voz sureña. Tenía los ojos entrecerrados, el sombrero echado hacia la cara, y parecía somnoliento. Contestó:

 -          Eso es. Pero no pretendo enfrentarme al vencedor, sino a cualquier otro. Soy modesto ¿sabe?

 Glenn McCloud sonrió pero Ticho Larvin no lo hizo. Miraba recelosamente al larguísimo individuo de negra camisa y sombrero de igual color, que parecía dormitar junto a un porche, y que apoyaba las manos en una soberbia artillería compuesta por dos grandes, nuevos y relucientes revólveres "Colt" calibre 45.

 -          Sal tú mismo, Nelson -dijo McCloud- La gente tiene ganas de ver algo nuevo.

 El comisario no se hizo de rogar. Sonrió ampliamente, se ajustó el cinturón canana y se puso a un lado de la plaza, balanceando el cuerpo y dejando los brazos muertos y cerca de los revólveres.

 Lentos, perezosamente, el interminable sujeto se puso enfrente pero no varió para nada su postura. Nelson Hubbs, con su vela encendida detrás, chasqueó los dedos y dijo:

 -          Veamos qué sabes hacer. ¡Saca tu revólver!

 Se hizo un silencio completo y hubo emoción verdadera entre los asistentes. Nelson Hubbs se curvó sobre sí mismo en el momento que Clint Rassendean "sacó". Voló la mano hacia la pistolera a una velocidad endiablada y el "Colt" surgió dando brincos, porque disparaba seguidamente sin dar tiempo al tiempo, febril en una mano rapidísima y certera.

 El hechizo duró un segundo porque un “¡Ah!” de decepción brotó de las gargantas de los allí congregados.

 Ninguna de las velas estaba partida, ninguno de los participantes había vencido. Solo Cass Harnold, y quizá alguno más se dio cuenta y casi la sangre se le paró en las venas, sin dar crédito a lo increíble, a lo verdaderamente indecible. Porque, sí, la vela colocada detrás de Nelson Hubbs estaba intacta.

 ¡Pero no ardía!

   

                                                                                                                          CAPITULO VIII

POMPAS FÚNEBRES

 

El sábado era como todos, pero aquel tenía algo de especial. El gran saloon "La Dama Sonriente" presentaba un llenazo, no solo porque los viajeros iban a gastarse el dinero ganado en toda la semana, sino, incuestionablemente, por algo más. Cass Harnold tenía los ojos alegres, vivarachos, aun por encima del enrojecimiento producido por el whisky, y tatareaba "Rosa de San Antonio" acompañándose con el vaso de licor. ¿Era él, el único que había percibido el extraordinario disparo del forastero? ¿O es que el pobre Cass creyó que la bala apagó la vela, cuando un simple soplo de aire lo hubiera conseguido? El caso es que nadie se dio cuenta, y solo Harnold, observador casi de oficio, lo vio. Por eso estaba contento, solo por eso, y porque, aunque pareciese mentira, el viejo borracho conocía a Clint Rassendean.

 

Hacía muchos años que Cass Harnold conocía al "Ángel", un pistolero de fama universal y legendaria. Tipos como aquel se daban uno en un millón, pero tal vez Rassendean fuese de su altura. Tenía el mismo estilo del “Ángel”, el mismo modo de "sacar" y su misma escuela; es más, se contaban hazañas que ambos habían realizado unidos, como la muerte de los cuatro hermanos Riddonge, o la de Arnold Swindon y "Killer Garnell" Sullivan en un rincón del Colorado.

 

De repente se paró en seco en sus pensamientos y dio marcha atrás aceleradamente. ¿No era lo más fácil que la vela se hubiera apagado sola, y que el forastero hubiera fallado, como era lo más natural, su disparo? Solo había visto una vez a Clint Rassendean y hacía tanto tiempo que la memoria le fallaba. Frunció el ceño porque había ido demasiado lejos, pero una súbita, enorme curiosidad por conocer quién era el forastero se apoderó de él. Fuese quien fuese, su presencia allí le agradaba, y no se supo responder por qué.

Volvió a tatarear "Rosa de San Antonio" mientras Biggs Evans, colorado como un tomate, le llenaba el vaso de whisky peleón.

 -          Yo no voy -Guss Sellwatter, que aplastaba su obesa humanidad en la silla, tiró las cartas sobre la mesa-. Apuesto a que el señor Prestnam lleva esta vez jugada.

 Clyde Prestnam sonrió veladamente, volvió a mirar las cartas y luego a los ojos de Glenn MacCloud.

 -          Yo tampoco, Guss. Es correr demasiado riesgo.

 Ben Barrett, concentrado, miraba y remiraba los naipes como intentando descubrir el que le diese jugada. Miró otra vez a Prestnam y se aventuró:

 -          Arriesgarse o morir. Ahí van cincuenta dólares.

 Los puso en el centro de la mesa en el mismo instante en que el abogado descubrió las cartas.

 Prestnam no rió la gracia, pero sí el sheriff y Glenn McCloud. Serio, sin asomo de vacilación, el abogado recogió el dinero y dijo:

 -          Tal vez lo sea. Sé perder, pero un buen póker-man no se da nunca por vencido. A propósito, juez ¿qué hay de los préstamos a los Bishop?

-          ¡Ah! los hombres van saliendo del apuro. Un par de meses más y apuesto que concurren a la subasta con buenos ejemplares.

-          Me alegro. ¿Una mano más señores?

 Guss Stellwater iba a responder algo, pero se detuvo. Se quedó mirando en una dirección, y oyó una voz que por encima de la moderada algarabía, llegó hasta sus oídos.

 -          No puede estar aquí sin haberse hecho la ficha en la oficina del sheriff, amigo. Así que ya puede irse largando a declarar si no quiere que se le atragante el whisky.

 Clyde Prestnam, como la mayoría de los bebedores, no reparó en la conversación, pero al ver la mirada expectante del sheriff miró en esa dirección por encima de sus gruesas gafas de concha.

 El tipo larguísimo de la camisa negra tenía el sombrero echado sobre la cara, tapándole casi los ojos, y se apoyaba estrafalariamente en el mostrador.

-          ¿Es que no me has oído, hijo? ¡Te estoy hablando!

 Quentin Malone subió la voz y eso reclamó la atención de la gente. Dejó los brazos caídos, se separó de la barra y volvió a hablar, alto, para que todos le oyeran:

-          Si no sales a la oficina antes de un minuto te dejo seco aquí mismo.

 Malone estaba bebido, y eso era fácil de apercibir para cualquier observador no ciego. Pero nadie dio un paso, levantó la voz ni osó hacer movimiento alguno.

 Clint Rassendean tampoco se movió ni un solo milímetro. Seguía acodado en el mostrador, de espalda a la barra, medio dormido y con el negro sombrero tapándole hasta la nariz.

 El gran reloj del saloon indicaba también los segundos y centenares de pares de ojos se clavaron en sus agujas.

 Prestnam se había quedado lívido, Stellwater sudaba copiosamente y Ben Barrett no sabía qué hacer.

 Sonó de nuevo la voz de Malone.

 -          Faltan veinte segundos. Reza si sabes, payaso.

 Lo más fácil, en su caso, es que el forastero recordase alguna oración y se apresurase a recitarla antes de que el belicoso individuo de la estrella hiciese uso del revólver que, a juzgar por su apariencia, debía manejar muy bien. Pero Clint Rassendean no pudo hacerlo, no porque no la recordase, sino por una causa de fuerza mayor.

 Se había dormido.

 La aguja de los segundos señaló el minuto completo y las miradas atónitas se prendieron en los dos hombres. Quentin Malone chilló algo incoherente y bajó las manos, rápidamente, a las pistoleras.

 El silencio se hizo mortal, el ambiente cobró olor a crimen y una vez más nadie se movió.

-          ¡Quieto imbécil! ¿Es qué te has vuelto loco?

 La enérgica voz tuvo la virtud de dejar estático a Malone, ya con el "Colt" en la mano, y de despertar a Rassendean de su sueño. Marcus Galerna apareció por los batientes y dominó a todos con su abrumadora personalidad.

 Avanzó hasta situarse en medio de la escena y contempló al forastero. Luego se dirigió al alguacil:

 -          ¿Qué ocurre, Quentin?

-          Este hombre no se ha hecho la ficha, señor Galerna, le estaba invitando a hacérsela, pero se ponía pesado, y no podía consentir que estuviese aquí, tan tranquilo, bebiendo sin haberse puesto en regla con la ley.

 Marcus Galerna se acercó forastero y le tendió la mano.

 -          Tendrá que disculparle, pero es una norma que afecta a todos. Una simple ficha personal para saber su identidad, señor...

 -          Rassendean -el largo individuó ahogó un bostezo.

 Solo Cass Harnold se estremeció desde su rincón, pero a nadie más le dijo nada este nombre. Galerna abrió una ancha sonrisa y exclamó:

 -          No llegan muchos forasteros a Deadwood, señor Rassendean; creo que es usted el primero en semanas. Venga, venga por aquí, que quiero presentarle a unos amigos.

 Le condujo a la mesa donde Prestnam y sus tres compañeros de juego no se habían perdido una sílaba de la conversación. Los cuatro se pusieron en pie.

 -          Primero me presentaré yo. Soy Marcus Galerna. Estos caballeros son Clyde Prestnam, abogado; Ben Barret, juez; Guss Stellwalter, sheriff y Glenn McCloud, negociante. Les presento al señor Rassendean.

 Clint Rassendean se tocó el ala del sombrero y abrió un poco los ojos para ver a los cuatro individuos.

 -          Buenas tardes señores -dijo.

 -          ¿Piensa quedarse mucho tiempo?

 -          Tal vez. Por lo pronto voy a buscar un local para abrir un negocio. Si las cosas me van bien, tal vez me quede una buena temporada.

 Glenn McCloud frunció el ceño pero nada dijo. El que habló fue Galerna:

 -          Perdone, señor Rassendean, y no me tilde de curioso si le pregunto, ¿de qué es ese negocio?

 -          De pompas fúnebres. Hago ataúdes como nadie, señor Galerna.

 Se dio suavemente en el ala del sombrero y giró sobre sus talones. Perezosamente, sonriendo en medio de la expectación despertada, salió del local.

 Si, efectivamente, era Clint Rassendean.

 Cass Harnold no había conocido nunca un tipo tan largo, tan desconcertante... y tan vago.


CAPÍTULO IX

SAUDADE DE RASSENDEAN

 

 Glenn McCloud avanzó rápidamente por la calle principal de Deadwood, y su mente, tanto tiempo descansada, hacía esfuerzos para poder pensar un poco. ¿Se estaba volviendo tonto? Hacía un sol radiante, y el calor del mediodía alcanzaba su máximo grado. Le sudaba la frente, y tenía la camisa empapada cuando se detuvo y se quedó quieto, mirando el marco del nuevo local, un tanto fúnebre, abierto casi junto a la oficina del sheriff.

 Mientras se secaba el sudor con un gran pañuelo, entró en el establecimiento, y se sorprendió que el viejo Cass Harnold estuviese detrás del mostrador, con los pies sobre él, y leyendo un ejemplar del "Galerna Herald", de publicación mensual.

 Harnold no levantó la vista del periódico, pero al oír la campanilla de la puerta, desde su posición y sin dejar de leer, preguntó:

 -          ¿Desea usted un ataúd cómodo, utilitario, de saldo? ¿O prefiere nuestros modelos lujosos, de terciopelo negro, rojo, verde o violeta? Hay descuentos especiales para viudas con más de seis hijos y ataúdes familiares con cabida hasta para tres huéspedes.

 Cuando levantó la vista y se encontró con el rostro malhumorado de Glenn McCloud, los ojillos del viejo destellaron de gozo y volvió a decir:

 -          ¿Acaso prefiere usted nuestro modelo "Constellatius", en mármol y con incrustaciones de plomo? Tenemos otros forrados con piel de oveja...

 McCloud agarró a Cass de la solapa con ambas manos y le escupió en la cara.

 -          Cállate de una vez, viejo borracho. Dile al señor Rassendean que quiero verle inmediatamente.

 Cass Harnold se paró en seco y bajó los ojos, confuso. Luego recitó en voz baja:

 -          No está, señor McCloud. Creo que no vendrá hasta dentro de unos días.

 -          ¿Eh? ¿Te dijo dónde se fue?

 La luna, otra vez, estaba en cuarto menguante. Había cinco estrellitas rodeándola, formando una corona parpadeante, a manera de anillo de luz que la daba un mágico aspecto.

 Todo era quietud. No se oía nada, no se veía apenas nada, y solo un vientecillo inodoro rizaba el pelo del jinete.

 De un jinete que oía el murmullo de un riachuelo lejano, de los pájaros nocturnos, que veía la pradera sin límites, la cinta azul de las Rousas, que olía a tomillo mojado el ambiente de bálsamo creado por la pasada tormenta.

 De un jinete tan acostumbrado a vagar por la pradera que todo lo oía, todo lo veía y nada le pasaba desapercibido.

 La figura del centauro se recortaba contra el crepúsculo en la más genuina estampa del vagabundo errante, del solitario jinete de la llanura. La tormenta había pasado tan rápidamente como se desencadenó, y ahora el viento traía muchos recuerdos, porque cada golpe de aire era un pensamiento en el cerebro de Clint Rassendean.

 Tenía el "Winderbaker" con las solapas levantadas, y el negro sombrero muy echado hacia los ojos. Pensaba despacio, porque tenía tiempo, y dejaba las riendas sueltas, llevándose únicamente por la presión de las rodillas sobre el lomo de su caballo.

 "¿Dónde voy? Ni yo mismo lo sé. ¿Por qué he salido de Deadwood? ¿Qué me ha obligado a hacerlo? Yo mismo. Me ahogaba, necesitaba aire, mucho aire, todo el viento de la pradera para mí. Necesito pensar, que no sé por donde voy a empezar. ¿Por el principio? ¡Claro! Siempre se empieza por el principio. Tengo que volver a casa. Tengo que ver otra vez los árboles de la Alameda, y los rosales del frente de la casa. De mi casa. Y el verde jardín, y las plantaciones de algodón, y la flor en los almendros del otro lado del porche. Quiero con toda mi alma ver otra vez el lago, ver sus aguas tan verdes y sin embargo tan limpias reflejando una y mil veces, como toda la vida, la imagen de Saudade corriendo junto a él.

 ¿Por qué me la arrebataste? ¿Por qué si yo la adoraba? ¡Oh! Por qué te la llevaste, si con ello me quitaste mi vida que en ella estaba. ¿Pudo un hombre ser tan feliz como yo lo fui con Saudade? ¿Y vivir diez años de su recuerdo, sin perder ni uno solo de sus sentimientos, sin pensar nada más que en ella, sin poder, sin querer apartarla de la mente ni un solo minuto? ¿Pudo alguien querer tanto?

 Yo sé que esa bellísima estrella que siempre me mira desde el cielo, que todas las noches me encuentra vagabundo sin rumbo por la pradera, es ella. Es la estrella de un pistolero, que no le abandona nunca, que le protege y le seca las lágrimas que salvajemente tienden a estallar en sus ojos.

 Si no fuera por su recuerdo, si no fuera por su imagen clavada en mi alma desde su muerte, imborrable al tiempo y al olvido, ¿qué sería de mí?

 Yo sé que algún día bajará del cielo y me dará la mano, como hace diez años, y me llevará con ella al firmamento para no separarnos nunca.

 Te quiero, Saudade.

 Te quiero como siempre, con toda mi vida, sin más esperanza que verte otra vez, que reunirme contigo, allá, donde tú me esperas.

 Ya sé por qué he salido del pueblo. Necesitaba hablar contigo, verte brillando sobre mí, saber que aún no me has olvidado, y sentirme por ello feliz. Ahora tengo que regresar. No sé qué va a ocurrir, no sé lo que me está aguardando. Tal vez la muerte. Sea lo que sea, adiós, mi vida. Algún día, cuando termine todo esto, volveré a casa. A nuestra casa.

 Y tal vez te encuentre allí, esperándome como antes, reflejándote en el lago como una maravilla celestial que en este mundo apareciera. Y si al volver no te encuentro, y si al regresar no te veo como aquel día que me dijiste adiós desde los árboles de la Alameda, entonces rogaré a Dios que haga lenta mi mano y alguien más rápido me quite de este mundo. Para quererte como nadie amó jamás".

 Charly Blood tiró un níquel sobre el mostrador, luego "sacó".

 Más exactamente fueron los tres los que sacaron, aunque fueron los revólveres de Blood los que antes vieran la luz.

 Cuando los tres hombres tuvieron las culatas firmemente agarradas, Clint Rassendean seguía durmiendo. Pero sus manos, unas manos ya famosas a lo largo del Sudoeste, estaban despiertas. Actuaban solas. Cobraban vida de repente, se movieron a ritmo alucinante y bailotearon trágicamente al compás de los disparos de los revólveres argentados.

 El "Colt" de Clint Rassendean.

 La taberna pareció estallar en los disparos de los cuatro hombres, y se llenó de un cargado aroma de pólvora y de muerte.

 Afuera ya era de noche.

 Y una estrella, más grande, más hermosa y más brillante que nunca, derramó una lágrima sobre el Sudoeste que, al tocar la tierra, se convirtió en la perla que dio origen a la famosa, nostálgica y fantástica leyenda del "Colt" de Clint Rassendean.

 

 

 

FIN

 

DE LA PRIMERA PARTE

 

                                                                                                                                                                    © Javier de Lucas