A los diez años escribí mi primer relato del Oeste: "El infalible Farrow". Durante los cinco años siguientes escribí otros veinticuatro, siendo el último "La mano inolvidable". Había cumplido quince años y pensé que ya iba siendo hora de tomarme en serio la Literatura.

Recuerdo con mucho cariño aquellos años y aquellos textos, repletos de tiros, pistoleros y duelos a muerte, de buenos y malos, de extensas llanuras y estrechos desfiladeros, de sucias cantinas y lujosos salones, de cazadores de recompensas y sheriffs heroicos, de vaqueros camorristas y caciques despiadados, de cacerías salvajes y disparos de todos los calibres...vistos y escritos por un niño que creía en la infalible puntería del Colt del héroe solitario.

Aquí están algunos de aquellos relatos, tal y como los escribí, con sus errores sintácticos variados...¡y hasta con algunas faltas de ortografía!

 

UNO DETRAS DE OTRO

 

UNO

 

Habían pasado tres días desde la llegada de Frank Kane a Silver City, la muerte de Morgan y la huida de Jack “Knife”. En ese breve espacio de tiempo, la gente del pueblo estaba dividida entre los que apoyaban al pacificador y los que abominaban de sus métodos. Luego estaban los temerosos, los que pensaban que la venganza de Colby no solo iba a caer sobre “Peacemaker”, sino también sobre los hombres que le contrataron, incluidos otros ciudadanos del lugar. En algo todos estaban de acuerdo: el miedo se había extendido por doquier ante lo que pudiera ocurrir en los próximos días.

El juez había convocado una reunión con los mineros, aunque también habían acudido otros muchos habitantes de Silver City, deseosos de saber qué podría ocurrir y cómo se debía reaccionar ante lo que se avecinaba. El juez exigía “despedir” al pistolero, mientras que Deker y los mineros apoyaban vehementemente su continuidad en la defensa de sus intereses. El sheriff y yo, para qué negarlo, queríamos que Kane siguiese en su puesto, aunque como es lógico nos abstuvimos de hacer ningún comentario al respecto.

Finalmente, se acordó hablar con el famoso pacificador para hacerle ver que una cosa era “limpiar” el pueblo de maleantes y otra hacerlo como él, y su invisible compañero negro, lo hicieron.

Fuimos el juez, el sheriff, Deker y yo los encargados de dialogar con Kane y comunicarle lo decidido en la reunión. La verdad es que yo, personalmente, era muy escéptico sobre el resultado de esa entrevista. Pero allí fuimos.

DOS

 

Entramos en el saloon aquella calurosa tarde de Agosto. El pianista canturreaba “Sunset dead” acompañándose de las notas del viejo piano traído de Nueva Orleáns por Daker, y que vino con el regalo de Sugar, una chica rubia que cantaba de vez en cuando, mientras no hubiese clientes interesados en otros menesteres. Había dos o tres mesas con hombres jugando al poker y en el fondo, en el lugar más apartado de la entrada, sentado en una mesa frente a un vaso y una botella de whisky, Frank Kane, el pacificador, parecía estar esperando.

Pero ninguno de nosotros tuvo la oportunidad de hablar. Fue otra voz la que sonó a nuestras espaldas, una voz con fuerte acento mexicano la que chilló:

 -¡Quítense de en medio, gringos!

 Nos volvimos como resortes y vimos al mismísimo Samuel Colby en la puerta del saloon. El sheriff McCoy estaba blanco como la cera y acertó a decir:

 -Sam, esto no es cosa nuestra. Ya sabes que no es cosa nuestra.

 Colby estaba solo, pero todos sabíamos que fuera, en la calle y frente al saloon, estaría toda su banda, como así fue. McCoy se deslizó hacia la puerta y Daker y el juez le siguieron. Yo iba a hacer lo mismo, pero Colby me paró en seco.

 -Quédate, chico, tú vas a ser testigo de lo que pase aquí.

 Recuerdo que me temblaban las manos y la frente se me inundó de un sudor frío, espeso, como gelatina. Tiré mi revólver al suelo y me acurruqué en un rincón de la barra. ¿Que fui un cobarde? Creo que no, lo que no fui es un suicida.

 Frank Kane seguía sentado en la mesa del fondo, inmutable, como si la aparición del bandido mexicano no le sorprendiera, no le preocupara. Los demás concurrentes del saloon, incluyendo al pianista, se habían tirado al suelo, presas del pánico, y habían puesto las manos lejos de sus revólveres. Fue entonces cuando “Peacemaker” irguió su alta estatura y dio unos pasos hacia el centro del recinto, situándose a pocos metros del mexicano.

 -Tú debes ser Samuel Colby, el mestizo de Sonora. Ya les dije a tus hombres que no te quería ver por aquí. ¿Acaso “Knife” no te dio el recado?

 Colby le contestó con otra pregunta:

 -¿Dónde está el negro?

 -Apuntándote a la cabeza –contestó pausadamente el pacificador.

 -No creo que pueda, amigo. ¡Traedlo!

 Entraron tres hombres de Colby, arrastrando a un hombre totalmente ensangrentado. Era, efectivamente, el tipo que yo había visto desde la oficina del sheriff cuando Kane llegó a Silver City. Le tiraron al suelo y Colby comenzó a dar vueltas a su alrededor.

 -Vaya, vaya, no creo que este tipo te pueda guardar las espaldas.

  Kane miró al hombre que yacía en el suelo, en medio de un charco de sangre. Los hombres de Colby, por lo que supe después, le habían atrapado gracias a alguien del pueblo que sabía dónde se escondía. Estaba claro que Colby quería no solo matar a Peacemaker, sino dar un contundente aviso a los mineros para que no volvieran a intentar alejarle de la plata que sacaban de sus concesiones y de la que él obtenía un suculento tanto por ciento.

 -Vas a morir, gringo de la chingada, pero antes nos divertiremos un buen rato contigo.

 Miré por la ventana del saloon y conté ocho hombres armados hasta los dientes. Colby había traído toda su banda a Silver City: once hombres y con él, doce. Doce tipos buscados a ambos lados de la frontera, pistoleros mexicanos y gringos de más que sobrada reputación como asesinos a sueldo.

 Y frente a ellos, Frank Kane, que seguía mirando fijamente al hombre ensangrentado del suelo. Ambos se miraron como intentando descifrar algún mensaje. Lo que a continuación dijo el pacificador volvió a sorprendernos a todos.

 -Samuel Colby, eres un cobarde hijo de perra. Lárgate con tu cuadrilla de bastardos y no vuelvas a pisar este pueblo en tu miserable vida.

 Lo que ocurrió a continuación lo vi con mis propios ojos. No fue como lo han contado en numerosas ocasiones gente que dice que estuvo allí. Había muy pocos dentro del saloon y estaban tirados en el suelo, la mayoría tapándose la cabeza con los brazos. Yo estaba de pie, desarmado pero erguido, así que pude ver exactamente lo que hizo Peacemaker.

  

TRES

 

 -Tira las armas, amigo –dijo Colby. –Y pon las manos donde pueda verlas.

 -¿Y por qué iba a hacerlo? ¿Por qué voy a obedecer a un perro mestizo?

Samuel Colby aparentaba calma, y de hecho tenía todas las cartas en su mano para ganar aquella partida. Pero los tres pistoleros que le flanqueaban comenzaron a ponerse nerviosos, y más cuando el pacificador se dirigió a ellos.

 -Esa escolta que llevas es un hatajo de puercos mestizos...puercos y cobardes.

 Fue entonces cuando sonó un ruido en la planta alta del saloon. Era “Sugar”, la chica que vino con el piano que Daker había traído de Nueva Orleáns, y que salía de una de las habitaciones.

 Fue el momento de Kane. Los hombres de Colby miraron hacia arriba un instante, solo un instante, pero lo suficiente para que el marshal moviese sus manos a velocidad increíble, buscando los colts de culatas de marfil que le hicieron famoso. Yo nunca había visto nada igual y nunca lo vi después. En décimas de segundo, aquellos revólveres de 14 pulgadas de cañón vomitaron fuego sobre los hombres de Colby. Había sido solo un instante, pero les costó la vida. Las balas de grueso calibre se incrustaron en sus cuerpos, que salieron despedidos por la fuerza de los impactos, chocando contra las mesas que arrastraron en su caída. Antes de tocar el suelo estaban muertos. 

 Samuel Colby tenía su revólver en la mano pero ya le estaba apuntando el pacificador. Un gesto de Kane bastó para que Colby tirara su arma al suelo. Entonces, el marshal se le acercó, le puso uno de sus colts en la sien y susurró:

 -Si entra alguno de los tuyos, eres perro muerto.

 Vi por la ventana a los pistoleros de Colby, con las armas en las manos, correr hacia el saloon. Pero la voz del mestizo, con un grito desgarrado de animal en peligro de muerte, les detuvo.

 -¡Quietos, quietos todos, que nadie entre!

 Ahora Kane sujetaba a Colby por un brazo con su mano derecha, retorciéndolo tras su espalda, mientras con su izquierda, el enorme cañón de uno de sus revólveres seguía incrustado en la sien del mestizo. Sus hombres, desconcertados, miraban desde los batientes de la puerta de entrada a su jefe en manos del pacificador. 

 Yo no podía dar crédito a lo que había visto. En unos pocos segundos, la situación había cambiado drásticamente. Peacemaker había invertido el supuesto inicial de manera súbita, imprevista, increíble, había pasado de ser una pieza fácil para la banda del mestizo Sam Colby, con el hombre que había llegado con él a Silver City y que mató a Morgan fuera de combate, a dominar en un instante el escenario de aquella batalla. Y esta vez sus únicos aliados habían sido los gigantescos revólveres de las culatas de marfil que habían pasado como por arte de magia de las cartucheras hasta sus manos, haciendo fuego y destrozando a los tres hombres que seguían a Colby. ¿Por qué no había disparado al jefe de la banda? La cosa estaba clara: le necesitaba para negociar con los ocho pistoleros que estaban fuera, esperando las órdenes de su jefe.

 Peacemaker avanzó despacio, muy despacio, llevando a Colby bien sujeto y con uno de sus colts hincado en la sien. Para ello tuvieron que sortear los cuerpos de los cuatro hombres que yacían en el suelo, de los cuales solamente el negro que vino con él parecía tener rastros de vida.

 ¿Qué haría ahora el pacificador? Vi cómo los hombres de Colby retrocedieron cuando los dos cruzaron los batientes y salieron a la calle. La tensión era máxima. ¿Qué iban a hacer aquellos pistoleros?

 Frank Kane se dirigió a ellos:

 -Hay dos alternativas a esta situación –dijo serenamente, como si fuese un espectador más de aquella barbarie. –La primera es que tiréis las armas y os volváis a Sonora...en ese caso, vuestro jefe vivirá.

 Los hombres de Colby se miraban entre sí y a su jefe, sin dar crédito a lo que estaban viendo y oyendo. El mestizo respiraba entrecortadamente, bañado en sudor y con la mueca del miedo clavada en el rostro. Fue uno de sus hombres, Bob Mendoza, el que parecía su lugarteniente, el que habló.

 -¿Y la otra alternativa?

 Kane se tomó un rato para contestar. Cuando lo hizo, su voz ronca sonó a plegaria de difuntos.

 -Que alguno intente dispararme. En ese caso, primero mataré a Colby, luego a él y después, seguramente, a alguno más de vosotros.

 -Y luego morirás tú, hijo e perra –contestó Mendoza.

 -Sí, luego me tocará mí, es cierto. Pero a Sonora solo volverán tres o cuatro perros sin amo, a morirse de hambre en el desierto.

 Frank Kane, el pacificador, había expuesto certeramente cómo estaban las cosas. Por eso los hombres de Colby se miraban sin saber qué hacer, quizá esperando que alguien, tal vez Mendoza, iniciase el siguiente movimiento. Seguramente, Mendoza era el más lúcido dentro de aquel puñado de ladrones y asesinos, y efectivamente fue él quien habló.

 -¿Cómo sabremos que no matarás a Colby si nos vamos?

 -No lo haré, te lo juro por la puta madre que no conociste.

 Mendoza se apartó de la línea de fuego y tiró su revólver al suelo. Miró a sus hombres y dijo:

 -Yo me largo. Ya habrá tiempo de matar a este hijo de perra.

 Parece que Kane estaba ganando el pulso, pero la aparente decisión de Mendoza no había conseguido bajar la guardia del pacificador. Yo me atrevería a decir que esperaba algo antes de que aquellos pistoleros abandonasen, y fue precisamente Mendoza el que lo intentó. Se llevó la mano a la espalda y sacó un segundo revólver que guardaba en el cinto, y no en una segunda funda de la cartuchera.

 No le dio tiempo a usarla. El colt de Peacemaker giró de la sien de Colby hasta la línea de tiro que terminaba en la cabeza del lugarteniente. Y esta se destrozó en mil pedazos cuando la bala de grueso calibre le impactó en la frente. En menos de un segundo, el colt de Kane ya estaba otra vez sobre la sien de Colby, y en los ojos del pacificador se adivinaba el reto que lanzaba a los demás, invitándoles a seguir el camino de Mendoza. El camino de la muerte.

 Pero aquellos hombres no iban a jugarse el pellejo con un tipo que parecía haber salido de las entrañas del Infierno. Tiraron sus armas y fueron a por sus caballos, que estaban atados frente al saloon de Daker. Lo hicieron despacio, lentamente, mirando a la vez a sus caballos, que les sacarían de aquel atolladero, y a Kane, que seguía sus pasos con los ojos clavados en sus espaldas.

 

CUATRO

 

Se han contado muchas historias sobre cómo terminó aquello... se dice que los pistoleros regresaron a Sonora y se dispersaron, que a Colby lo mató Kane en cuanto sus hombres abandonaron Silver City, incluso que Colby escapó, reunió otra banda y persiguió a Peacemaker hasta encontrarle en Sacramento y darle muerte. Pero no fue así. Yo estaba allí y vi exactamente lo que ocurrió.

 Eran siete hombres y en los colts de Kane quedaban nueve balas.

 Esperó hasta que los pistoleros llegaron a sus caballos y se dispusieron a montar. Entonces golpeó con el cañón de su arma la sien de Colby, sacó su otro revólver y vació los tambores de sus dos colts sobre los fáciles blancos que ofrecían las espaldas y las cabezas de los hombres del mestizo.

 Las balas que impactaron en las espaldas de aquellos bandidos tenían orificio de salida, y las que llegaron a las cabezas las reventaron en explosiones de sangre. Entonces, Peacemaker recargó uno de sus revólveres y se acercó hasta ellos. Sonaron otros tres disparos, porque el pacificador no solía dejar ningún cabo suelto. La calle se había convertido en un cementerio sangriento, aquellos cuerpos destrozados esparcían su sangre y su carne por el polvo en una visión espeluznante, macabra, como si la Muerte hubiera hecho una parada en Silver City de camino hacia el Infierno.

 Parecía que la gente del pueblo había desaparecido y el silencio que siguió al enorme estruendo que producían los disparos de los colts de Peacemaker era, nunca mejor dicho, sepulcral. Solo estaban él, Colby desvanecido...y los muertos, siete en la calle y cuatro en el saloon de Daker.

 El pacificador volvió al saloon y se acercó hasta el cuerpo desangrado del hombre que vino con él al pueblo. Le cerró los ojos, sacó un billete de cien dólares y lo dejó sobre el pecho del caído.

 -¡Enterradle! -gritó. -¡Y hacedle un buen funeral, con flores, con velas, con todo lo que se os ocurra, malditos hijos de perra!

 Luego salió de nuevo a la calle, llevando una jarra de cerveza en la mano, que vertió en el rostro de Colby. El mestizo despertó y miró con estupor al hombre que había acabado en tres días con su banda.

 -¿No me matarás, verdad? –balbuceó. Era la primera alternativa que propusiste.

 Kane le miró con un cierto aire de sorpresa.

 -¿Alternativa? No sé a qué te refieres, perro mestizo. Lo único que sé es que tu vida vale cinco mil dólares.

 Colby soltó un alarido y trató de levantarse, pero ya uno de los colts de Peacemaker le apuntaba a la cabeza.

 -Tus hombres te esperan en el Infierno –sentenció.

 

Luego sonó un disparo, un trueno más en aquella tarde de pesadilla. La cabeza del mestizo estalló en un amasijo de sangre y pedazos de hueso y carne, salpicando las botas del pacificador.

 Después, Frank Kane se volvió, alzó los brazos y gritó:

 -¡Sheriff, juez, Daker, me debéis quince mil dólares! ¡Pagadme ahora, malditos hijos de perra!

   

CINCO

Nadie había esperado el rápido desenlace que tuvo el terrible suceso que conmocionó al pueblo durante mucho tiempo, y yo era uno de ellos. Dudábamos que el pacificador acabase con la banda de Samuel Colby, aunque sí que lo hiciese con parte de ella, y que tal vez así los mineros se librasen de tan pesada carga para sus intereses. No sabíamos si Peacemaker cumpliría su contrato, moriría en el empeño o simplemente se largaría si las cosas se ponían feas para él. Lo que todos pensábamos, y yo el primero, es que aquello duraría semanas, tal vez meses, y no tres días desde que Frank Kane llegó al pueblo hasta que liquidó, él solo, con la excepción de la muerte de Morgan a manos del hombre que vino con él, a toda la banda, incluyendo a su jefe.

 De hecho, cuando se pactaron los precios por las cabezas de Colby y sus hombres, no había en el banco el dinero total del acuerdo con el pacificador. Y por eso ahora, cuando pidió su dinero con un grito que parecía venir de las entrañas de la tierra, Daker, el juez y el sheriff, a los que yo me uní inmediatamente, corrimos hacia el banco, que también era de Daker, en donde comprobamos que, en la caja fuerte, no había esa cantidad. Temblamos pensando cómo reaccionaría el pacificador ante esa circunstancia y, cómo no, me encargaron a mí que le dijese que se necesitarían al menos tres días para reunir el dinero. Volví apresuradamente al lugar donde se desataron todos los demonios, pero Kane no estaba allí. Lo encontré en el saloon, apurando un whisky en la barra. Parecía calmado, así que le dije que había que esperar para poder pagarle sus servicios.

 Peacemaker no se inmutó. Miró el reloj de pared que había sobre el espejo de la barra del saloon y dijo:

 -Son las ocho, amigo. Si mañana e esta misma hora no tengo el dinero, iré a buscarlo.

 Dio media vuelta y se dirigió a Sugar, que le miraba con los ojos como platos desde la superficie del piano. La cogió en brazos y subió con ella las escaleras hacia una de las habitaciones del piso superior.

 Respiré aliviado. Corrí al banco llevando el plazo que había puesto el pacificador. Comenzaba el último episodio de aquella cruenta tragedia. Pero ahora, si no conseguíamos rápidamente el dinero, Peacemaker iría a por nosotros, a por el pueblo entero.

 Aquella noche no dormí y dudo que alguien del pueblo pudiera hacerlo. Luego supe que Daker estuvo toda la noche y el día siguiente recolectando dinero de los mineros, y que, por su parte, el juez y el sheriff habían hecho lo mismo con los pocos ciudadanos que podían aportar sus dólares para la causa. Porque “la causa”, ahora, era todo el pueblo, empezando por nosotros cuatro, los que habíamos estado en la firma del contrato de Peacemaker con el pueblo de Silver City.

 El día siguiente me lo pasé, sin moverme, en la oficina del sheriff, mientras de una u otra forma se reunía el dinero para pagar al pacificador. Por aquel entonces, quince mil dólares era mucho dinero, y la gente Silver City, incluidos los mineros, no eran precisamente unos potentados. Luego supe que fue Daker el que lo puso casi todo. Daker sí disponía de aquella cantidad, aunque en principio lo negase.

 A las ocho menos cinco, el juez Evans, el sheriff McCoy, Daker y yo entramos en el saloon. Daker llevaba el dinero. No había nadie, absolutamente nadie, excepto

Frank Kane, el hombre de los revólveres de 14 pulgadas que había masacrado a la banda del temible mestizo Samuel Colby.  Estaba sentado en la mesa del rincón, con una botella de whisky, bebiendo tranquilamente, y llevaba puesta su levita negra, la que llevaba cuando llegó al pueblo.

 Daker puso la bolsa con el dinero sobre la mesa y Peacemaker lo contó minuciosamente, ya que la mayoría eran billetes pequeños y monedas.

 -Los mil dólares que faltan son para que le hagáis una estatua a ese tipo, ese negro que vino conmigo. La pondréis a la entrada del pueblo con un letrero que diga: “Peacemaker pasó por aquí”.

 Nos miramos consternados y asentimos con la cabeza. El pacificador cogió la bolsa con el dinero, su sombrero, que estaba sobre la mesa y se levantó. McCoy me hizo una seña y salimos a la calle detrás de Peacemaker.

 Ahora había mucha gente esperando la salida del pacificador. Hicieron un pasillo que iba de la puerta del saloon a su caballo, que estaba atado frente al hotel, mientras le miraban con una expresión mezcla de admiración, miedo, amor y odio. El sheriff y yo le flanqueábamos mientras llegamos a su montura.

 Fue entonces cuando McCoy, que iba a su derecha, se echó hacia atrás, justo en el momento en que Kane se disponía a montar. El sheriff se echó hacia atrás para dejar que un hombre ocupara su lugar a la derecha de Kane.

 Un hombre que llevaba en la mano una navaja de grandes dimensiones y que hundió de un certero golpe, el golpe de un maestro, hasta la empuñadura, en el costado del pacificador.

 Frank Kane aún tuvo tiempo de sacar uno de sus colts del 45, de culata de marfil y 14 pulgadas de cañón y disparar a su agresor, volándole la cabeza. Pero no tuvo tiempo de nada más.

 Dio cuatro pasos en dirección incierta, entre los gritos de la gente que miraba petrificada la escena. Luego cayó a tierra.

 -Knife –susurró.

 

FIN

 

                                                                                                          © Javier de Lucas