A los diez años escribí mi primer relato del Oeste: "El infalible Farrow". Durante los cinco años siguientes escribí otros veinticuatro, siendo el último "La mano inolvidable". Había cumplido quince años y pensé que ya iba siendo hora de tomarme en serio la Literatura.

Recuerdo con mucho cariño aquellos años y aquellos textos, repletos de tiros, pistoleros y duelos a muerte, de buenos y malos, de extensas llanuras y estrechos desfiladeros, de sucias cantinas y lujosos salones, de cazadores de recompensas y sheriffs heroicos, de vaqueros camorristas y caciques despiadados, de cacerías salvajes y disparos de todos los calibres...vistos y escritos por un niño que creía en la infalible puntería del Colt del héroe solitario.

Aquí están algunos de aquellos relatos, tal y como los escribí, con sus errores sintácticos variados...¡y hasta con algunas faltas de ortografía!

 

VEN Y MUERE

 

UNO

-          Sí, quiero.

Malo movió la diestra, lentamente, y en su rostro pétreo, curtido, apareció de nuevo, como siempre, su extraña y fascinante expresión.

Quizás ahora pareciese más viejo, mucho más, que aquel día en que por primera vez le vi idénticamente postrado y con la misma postura. Sin embargo, flotaba en su figura un hálito de vejez, de impotencia, que tal vez fuese hoy distinta y nueva, y eso fue lo que más me impresionó.

Ahora, al fin, oía yo las palabras del viejo clérigo, aquella imponente, sórdida oración que en el marco austero, desvencijado de la vacía iglesia mejicana, parecía más pesadilla que realidad.

Me pregunto si desde aquel día, hace ya diez años, he vivido algo distinto a un tremendo sueño. Ahora ya parece que no es tal, que aquel enigma indescifrable que me llevó diez años perdido, se hace cada vez más y más comprensible.

Si, oía las palabras del clérigo que salían, una a una de sus labios, y que el aire quieto y solemne, impasible, las llevaba hasta las bóvedas, hasta los oscuros ángulos, las frías paredes de piedras, los laberintos de columnas, las imágenes… y al reflejarse en ellas llenaban todo con su eco, mezclando unos sonidos con otros, envolviendo el ambiente de extraño clamor.

La oscuridad, profunda, misteriosa, el silencio abismal, absoluto, el mismo de siempre, y allí enfrente, en medio, Clint Malo, el pistolero, el hombre famoso de las manos rápidas.

Miré sus ojos. ¡Cuánta fiebre en ellos, cómo brillaban, cuánto decían, ahora, ahora que ya se lo que me gritan!

Cuánta incertidumbre en aquellas manos que nunca temblaron, cuando el anillo cayó en ellas.

Aquel hombre que se estaba casando, aquel peligroso gun-man de vida alucinante, pintó en sus ojos, por primera vez, por décima vez, una luz brillante, auténtica, de felicidad.

Yo sé que ella le estaba mirando con sus grandes ojos negros abiertos, bañados en llanto, con aquella mirada que tanto expresaba, que tanto significó en la vida de Clint Malo.

Con su vestido blanco, inmaculado, con el contraste de su piel morena, de su pelo negrísimo, ella, ella le miraba entregándose, consiguiendo lo que la vida nunca logró, hacer feliz al pistolero.

Sí, la estoy viendo, escondido tras la columna, levantar la mano donde él pone su anillo de boda, y mirar hacia el altar, y dar gracias, y llorar en silencio en aquel decisivo momento de su existencia.

-          Sí, quiero.

Las palabras que salen de sus labios y que el aire, quieto y solemne, impasible, expande por el laberinto de columnas, las frías paredes de piedra, las bóvedas, los oscuros ángulos, las imágenes…

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-          ¿Clint Malo? ¿El pistolero? – el hombre de las gruesas gafas denotaba cierto interés por mi pregunta – Un caso extraño, singular más bien… el día de su boda en Silver Springs, alguien mató a la novia, y nadie supo jamás por qué.

-          ¿Y su periódico no demostró inquietud por el hecho?

-          ¡Ya lo creo! Mandó a un especialista, Mr. Bates, para investigar la muerte, pero después de dos o tres crónicas de ambiente tuvo que volver con las manos totalmente vacías. Ni el sheriff, ni el marshall, ni nadie descubrió jamás quien fue el asesino de esa chica.

-          Pero había testigos, gente que hubiese podido reconocer al hombre… es absurdo que cometiese el crimen y desapareciese como un fantasma…

-          Efectivamente – mi interlocutor sonrió débilmente – un fantasma. Pero nadie supo quién era y por qué lo hizo. Es un misterio, y el periódico, tras unos comentarios, como la ley, olvidó el hecho…

Ahora sentí el mismo desasosiego que en situaciones parecidas. Me había costado mucho trabajo llegar a saber que el “Herald” de Sacramento publicó algunas crónicas del suceso, y el descubrimiento no había significado ningún adelanto. Pero aún había un cabo suelto:

-          ¿Mr. Bates? – pregunté - ¿Sigue trabajando aquí?

El hombre se encogió de hombros e inició una sonrisa despectiva:

-          No, ¿sabe? Era un alcohólico. Además, creo que ese asunto le trastornó. El caso es que después de aquello le despidieron y nada más hemos sabido de él.

Se acercó un poco más a mí y susurró:

-          Siga mi consejo, amigo. Deje ese suceso, que no podrá esclarecer. No meta las narices en algo tan oscuro y baldío.

Eso era más o menos lo que me habían contestado anteriormente las personas a quienes pregunté por el caso. Pero ahora sabía algo más. El tipo del Herald me estaba mirando con benevolencia, como si mi interés mereciese aliento. Y sin embargo quería disuadirme.

-          Si la ley, en su momento, no consiguió nada ¿qué va a descubrir usted? Además, Mr. Bates es un viejo del que poco o nada sacará…

Bates me miró con aquello ojos rojizos, llorosos, nublados por los años y el alcohol. Balbució:

-          No recuerdo. Yo…

Pero era indudable que un rayo de inteligencia había aparecido en su mirada. Pregunté:

-          Usted estuvo allí después. Habló con la gente, investigó…

-          Sí, sí – movió las manos, arrugadas y torpes, y se tapó con ellas el rostro – no saqué nada en limpio. Creí…

Se había parado, tal vez intentando recordar con precisión. Pero yo no estaba para esperas, insistí:

-          Vamos, Mr. Bates. Todo el mundo estuvo en la boda. ¿Cómo es posible que nadie viese al asesino?

-          Creí…

El viejo pugnaba por recordar, pero el esfuerzo no le llevaba a ninguna conclusión. Sus ojos parecían ahora dos trozos de fuego.

-          Siver, hace años, fiebre de la plata… Clint Malo, el más famoso pistolero del territorio, va a casarse…

-          Enamorado – el ex-periodista hablaba ente dientes- Eso sí lo sé. Ese hombre sin alma había encontrado una muy bella y se la dio a aquella mujer a quien amó tanto en tan poco tiempo…

“Y a la que aún sigue queriendo, a pesar del tiempo pasado” pensé, pero Bates parecía ensimismado, extasiado, y yo le dejé continuar:

-          Él la quería – decía entrecortadamente – Eso fue lo único que descubrí. La quería con toda su alma, como un loco, dando todo lo que aún le quedaba de bueno… quizá con ella murió su propio cerebro…

Bates cerró los ojos y susurró:

-          No recuerdo… hay mucha niebla en mi mente… y todo es tan lejano…

Sin embargo yo sabía que en aquel viejo borracho, olvidado de todos, tan solo aquella extraña historia podía interesar sus pensamientos. Aquella historia que sin duda alguna llegó a cautivar un día al periodista, como ahora me cautivaba a mí...

-          Silver, hace años… la fiebre de la plata… Clint Malo, el más famosos pistolero…

Sus ojos rojizos, acabados, se abrieron lentamente.

-          Ella era un ángel – murmuró – Un ángel moreno, un pozo de dulzura… yo la vi muerta, vestida de blanco, con su traje de novia manchado aún por la sangre… parecía dormida tan solo, y vi al pistolero llorar noches enteras, sin descanso, abrazarse a la cruz de la tumba y jurar mil veces que no descansaría hasta encontrar al asesino… le vi aferrarse a la losa con furia cuando quisieron llevárselo de allí… gritar el nombre de la muerta entre histéricos sollozos, maldecir al que la mató con todo el odio de su corazón.. .vi algo que jamás creí, el amor más grande que pude imaginar, y créame que aquello no se me olvidará jamás y estaré dispuesto a repetirlo hasta mi muerte…

Y aquel cielo salpicado de estrellas que miraban y miraban las lágrimas del hombre que nunca lloró… como si ahora sintiese el enorme y febril deseo de quemar así su dolor. Aquellas lágrimas que caían en la losa, blanca, fría, terrible, y que encerraba de tan eterna manera aquel cuerpo, aquellos ojos que fueron suyos, aquella noche que fue su pelo, y su vida…

Quizás el viento, de triste forma, secase sus lágrimas, o quizás fuese su misma piel, seca y ardiente quien con violencia lo hiciese. Nadie, sin embargo, consoló a aquel hombre porque, en realidad, nadie podía hacerlo. Nadie podía acercarse a algo que no comprendía, a aquel que lloraba abrazado a la tumba, y que juraba con aquella rota voz que todo oyeron, con aquella salvaje voz destruida por el dolor que a todos estremeció:

-          ¡Ven… asesino, ven… a morir…!

DOS

El calor era insoportable y mi caballo lo acusaba tan visiblemente que tuve pena de él, aunque no lo suficiente para darle un trago de mi cantimplora. El terreno, totalmente seco, sin un árbol, quitaba la esperanza a cualquiera de encontrar agua para el pobre animal.

Confieso que cuando vi la construcción, allá a lo lejos, sobresaliendo de un montón de casas semiderruidas, sentí una cierta aprehensión, y cuando descubrí que era una antigua iglesia, de grandes proporciones y construida al estilo español, mi interés me llevó a encaminar mis paso hacia allí.

Estaba en lo alto de una pequeña loma, bajo la cual se extendían unas casuchas que tiempo atrás debió constituir un pueblo, y que ahora presentaban un desolado y ruinoso aspecto. Era lo que se llamaba un pueblo fantasma, “Silver” como rezaba en un viejo y casi borrado cartel situado a la entrada

En mi vida oí hablar de Silver Springs, y nunca lo había visto en ningún mapa aunque hubiese estudiado alguno de la región antes de ponerme en camino. Sin embargo, lo que en principio confundí con un espejismo, de repente lo tuve frente a mí, como si de una visión incoherente se tratase.

El tiempo había derribado aquellas moradas, había destrozado paulatinamente las fachadas, los porches, la madera, transformando todo en una mole grisácea, uniforme y fantasmal, donde antes habría habido color, bullicio y vida.

Tan solo el rumor del viento infiltrándose entre las desvencijadas tablas, hurgando entre el aire quieto y sereno de las estancias, como queriendo penetrar en los recuerdos que ellas guardaban, era la única señal de que algo aún latía en aquel dominio de la nada.

Miradas eternas, perdidas en el tiempo, en el ayer, parecían las casas, y aquella gran iglesia de gigantesco porte que dominaba el pueblo desde la loma, parecía llamarme. A medida que subía, que me acercaba, el aire parecía más frío, más intenso, y el ambiente, o quizá mi imaginación, más confusa. Aquella gran cruz de la puerta, aquel umbral en tinieblas, y luego la oscuridad, las flores, el agua bendita, y el hombre…

No sé, es posible que aquellas velas encendidas diesen al templo un extraño aspecto, pero mi sorpresa no fue por eso, sino por las frescas rosas del altar, por los cirios derramando su joven y vieja luz, por la mano invisible que, surgiendo de aquel pueblo fantasma y desierto, parecía haber hecho todo aquello.

A la luz mortecina, curiosa y solemne, agonizante, las altas columnas terminadas en arcos, los altares, las imágenes, en silenciosa expectación, me miraban, y el ambiente sereno, imponente y austero me impresionó. Así me quedé contemplando la interminable nave sumida en penumbra, respirando casi entrecortadamente aquel aire que parecía milenario, misterioso, que se extrañaba con mi presencia al turbar su eterna quietud.

Avancé despacio, mirando a todas partes, tocando los muros de piedra con las manos para no caer por la oscuridad. Entonces, a través de los arcos, sobre la pared, vi aquella sombra gigantesca, hierática, que sin embargo era tan real como mi excitación.

Creí absurdo la presencia de alguien en aquel lugar, y sin embargo, de rodillas ante el altar mayor, estaba un hombre postrado y ensimismado en su total aislamiento. Parecía incoherente todo aquello, parecía un sueño, pero el hombre seguía allí, como arrancado de un cuadro trágico e inesperado.

Pero su sombra se movía, realizaba ademanes, movimientos y gestos que en aquella soledad resultaban grotescos. Por espacio de un buen rato permaneció ausente de todo lo que le rodeaba. Yo estaba seguro que aunque más me acercase, aunque me pusiera detrás de él, no se daría cuenta.

Confieso que el espectáculo me fascinaba, que mis ojos se clavaron en aquel extraño personaje, vestido con un traje raído, casi harapiento, cuyos movimientos eran febriles y parecían sincronizados como si estuviese representando un drama. Y sin embargo, su público era nadie, porque él no sabía que yo estaba tras de él, que seguía con avidez sus procesos sin poder evitar mi excitación.

“Loco”, pensé.

Sus cabellos, grises y largos, le caían por el cuello en desorden; sus manos, largas y finas, nerviosas, su espalda, algo inclinada hacia delante, parecía senil y no lo era, pero su actitud denotaba una fiebre que a veces parecía joven y a veces vieja, que era nerviosa y era cansada.

Así permanecí espiando todos sus actos, hasta que al final llegué a una sorprendente conclusión: el hombre parodiaba una boda. Era eso lo que, con absurda dedicación sin olvidar un detalle, estaba haciendo. Aquel fue un 6 de septiembre, el primero de todos.

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Gannon me miró estúpidamente, como abstraído y confuso. Repitió:

-          ¿Cómo dio conmigo?

Me costó de nuevo explicarle el penoso proceso: cómo me enteré del nombre del sheriff y de su ayudante en la época de la plata en Silver, de qué manera seguí sus pistas, cómo descubrí, al cabo de un año, que el sheriff había muerto y tuve que empezar de nuevo… el rastro de Gannon, su ayudante, que seguí como un sabueso por la frontera de Méjico hasta Tijuana… tres años de afanosa búsqueda, de infatigable rastreo, y ahora, al fin, los ojos abotargados de Gannon fijos en mí.

Charlábamos en una taberna mejicana, destartalada y sucia, medio vacía, cuando el hombre me dijo:

-          ¿Quién recuerda ya? Un tipo entró en la iglesia y la mató. Solo eso.

El corazón, de repente, me dio un vuelco. Fue un presentimiento lo que en aquellos momentos pasó fugazmente por mi cerebro.

-          Fue muy extraño – siguió Gannon, mientras sorbía poco a poco su vaso de aguardiente, -porque nadie vio entrar al asesino a la iglesia, aunque yo oí perfectamente, después del disparo el trote de un caballo alejarse por la parte posterior del templo. No pudimos cazarle, ni verle siquiera, aunque muchos asegurasen que se trataba de Silveira, un antiguo conocido de la muchacha.

Sí, ya había comprendido. Me había dado cuenta de un punto importantísimo en la historia, y dije:

-          Nadie lo vio ¿verdad? Porque la iglesia, durante la ceremonia, estaba totalmente vacía.

-          Exactamente – contestó Gannon – Clint Malo fue un tipo raro, un loco creo yo. No dejó que nadie viese su boda, porque nos despreciaba. Solo el cura y ellos y después, el asesino.

-          ¿Y luego?

-          Los que estábamos fuera, al oír el disparo, nos precipitamos hacia el templo, pero no entramos. Luego supimos que el cura estaba sin sentido y no vio nada. La puerta se abrió y apareció Clint Malo, más impresionante que nunca.

Bebió un buen trago, y el aguardiente pareció ir aclarando cada vez más su memoria. En sus ojos brilló ahora la luz de la excitación.

-          La llevaba en brazos –continuó- como si fuese algo más de su cuerpo. La tenía abrazada con tal fuerza que parecía que nada ni nadie sería capaz de arrancarla de allí. Entonces todos, no sé por qué, nos arrodillamos a su paso. Fue algo increíble, las lágrimas que caían silenciosamente por la cara del pistolero parecían de sangre. Y después sus palabras, sus rotas y desesperadas palabras que todos oímos:

“¡Ven… asesino… ven y muere…¡”

TRES

Sí, oía las palabras del clérigo que salían, una a una, de sus labios, y que el aire quieto y solemne, impasible, las llevaba hasta las bóvedas, hasta los oscuros ángulos, las frías paredes de piedra, los laberintos de columnas, las imágenes… y al reflejarse en ellas llenaban todo con su eco, mezclando unos sonidos con otros, envolviendo el ambiente de extraño clamor.

Otro 6 de septiembre… Otro más. Pero el tiempo no pasa allí, se ha detenido misteriosamente, no deja sentir su influencia en el absoluto silencio.

Otro 6 de septiembre.

Y otro.

Y otro más.

El viejo Sheik juntó las manos, candorosamente, y bajo su arrugada piel brillaron, inocentes, dos ojos de niño.

-          Era una maravilla, una criatura delicada y preciosa. Tenía los ojos grandes, enormes, y su pelo era tan negro como la noche.

No me interesaba oír aquello, pero el viejo, recordando, estaba emocionado. Así que le dejé continuar sin interrumpirle.

-          Pero aún era más bella su alma. Inocente, pura y sacrificada. Era un ángel y por eso creo que Silveira cometió algo más que un asesinato.

Nuevamente, una luz iluminaba la historia. Centré toda mi atención en el viejo y pregunté:

-          ¿Silveira? Nadie le vio.

-          Pero yo sí – aseguró Sheik, mientras sus ojos se nublaban tristemente.- Yo vi a Silveira salir de la iglesia después del disparo, en su caballo indio, después de matar lo más bonito del mundo. ¡Ah¡ Dios castigará con toda su fuerza a ese hombre, porque no hay nada peor que lo que él hizo.

Ahora, Sheik denotaba odio en sus flacas y acartonadas facciones. Sus manos temblaban y un rictus de ira deformaba su boca.

-          ¿Cómo no dijo nada al sheriff?

-          ¿Para qué? Todos, aunque no le vieron, acusaron a Silveira. Le buscaron y no le hallaron. Si le hubiesen encontrado, aun sin mi declaración, le hubiesen ahorcado.

-          ¿Y Clint Malo?

-          Él nada dijo. Parecía que había perdido la razón. Yo sé que buscó a Silveira como un loco, como la única razón de su vida, que removió toda la frontera en busca de ese hombre. Cuando, con ella en brazos, bajó del templo, su expresión no era de un ser humano. Yo vi en sus ojos muerte y locura, pero grabados tan profundamente que sentí espanto. Nunca vi un rostro igual, y créame que lo recordaré mientras viva.

El viejo bajó los ojos, concentrándose en sí mismo, recordando fríamente aquella extraña y terrible historia. Después, alzó la vista lentamente, me miró con ausente expresión y terminó su relato:

-          Silveira estaba loco por ella y odiaba a muerte a quien se la llevaba. Por eso la mató a ella y no a él, porque así se vengaba monstruosamente de los dos. Clint, cuando Silveira disparó, por un solo momento en toda su vida de pistolero, no supo reaccionar. Créame que los segundos que perdió en aquel instante fueron los que después le atormentaron toda su vida.

CUATRO

Ahora lo vemos oscuro, como en un espejo;

mas entonces veremos cara a cara

Estoy llegando al final. El final absoluto, ese que tan solo llega con la muerte.

Repaso estos últimos años y creo que ahora voy a despertar de una pesadilla sin tiempo, sin espacio, sin dimensión. Una pesadilla que ha cambiado con el paso de los años, pero que ha permanecido siempre inmutable, sin principio, que ha podido comenzar en cualquier año, en una fecha: un 6 de septiembre. Sin embargo, hoy todo es distinto. Sé que la esencia de esta historia ha dado un paso adelante, sé que falta poco para que algo suceda, algo fantástico que ponga digno fin a tan atávico relato. Sé, y no sé por qué, que la magnificencia de lo inmutable, de lo invariable, va a saltar de repente, y quiero ver, entre asustado y abstraído, qué ocurre.

Quizás lo sepa ya. Lo espero y sin embargo quiero verlo, quiero asistir a ese final que está a punto de suceder. Malo está ante mí, de rodillas, perdido en un mundo sin tiempo, y ella está con él, yo la veo con sus grandes ojos fríos y ausentes.

Han cambiado. Todo es distinto, desde el día en que aquel pobre mendigo, acabado, esquelético y sucio, llamó a mi puerta de una habitación en un hotel de Santa Fe.

Fue poco tiempo, acaso media hora, y aquellos minutos cambiaron de repente diez años de angustiosa búsqueda. En unos minutos un chorro de luz, una cruel y salvaje catarata de resplandores iluminó de repente mis tinieblas con cegadora intensidad. Ni siquiera una parte de mí permaneció estática, porque todo se derrumbó en un instante, se desplomó ante mis pies y sentí vértigo.

Todavía me parece tener al mendigo entre los brazos, moribundo, deshaciéndose de las palabras que no quiso llevarse solo a la tumba. El testamento que, de sus entrecortadas frases, de su último estertor, copié íntegramente y que debidamente pulido y esclarecido, inserto aquí para su conocimiento.

“Yo la quería. Se lo juro por Dios que nos queríamos con todo el alma, que éramos el uno para el otro. Pero Clint Malo la robó. Me enteré de su boda, y solo pude creer que ella aceptaría por miedo a que el pistolero, de no acceder, me matase. Sentí la sangre quemarme las venas, corrí a la iglesia y los vi solos, y entonces comprendí que Clint Malo estaba enamorado de ella y se creía correspondido. Pero al verme, ella se estremeció. Corrió hacia mí, se me abrazó llorando con un miedo cerval pintado en sus ojos. Entonces Clint Malo se volvió loco. La separó de mí, la arrastró por el suelo y la mató. Quedé horrorizado. Vi la locura, la muerte, la desesperación en aquel hombre, y cobardemente huí de allí. Toda la vida he sufrido aquella huida, y la sombra de Clint Malo, que en su locura me creyó el asesino, me persiguió. Siempre fui un cobarde, un asqueroso cobarde, y siempre huí. Pero no puedo morir sin hablar. Usted busca la verdad, lo he sabido, y quiero descargar en usted mi conciencia. Ya lo sabe todo. Es la verdad, la única verdad. Y sin embargo, amigo, dígame: ¿quién de los dos la mató? Aunque Clint Malo disparó… ¿quién la mató? ¿quién… quién la mató?

Silveira”

… Y entonces veremos cara a cara

-          Sí, quiero.

Las palabras que salen de sus labios y el aire, quieto y solemne, impasible, expande por el laberinto de columnas, las frías paredes de piedra, las bóvedas, los oscuros ángulos, las imágenes…

Pero yo no dije nada.

¡Cómo voy a ser capaz, solo por saciar mi morbosa curiosidad, de enfrentar a Clint Malo con la realidad desnuda!

Quise provocar una hecatombe, una apoteósica final, un despertar brutal y salvaje, poniendo delante del viejo loco, del maniático soñador, la maldita realidad.

No, no pude hacerlo.

Mientras miraba su espalda, vieja y curvada otro 6 de septiembre, me pregunté cuán es la verdad de las cosas y dónde está. Qué es despertar y qué es dormir. Quién es el loco, quién es quién muere. Entonces Clint Malo se volvió.

Le vi cara a cara.

Vi la verdad. ¿Dónde?

En sus ojos.

Me miraron limpiamente, con claridad de cielo, con tiniebla de abismo, como nadie me miró jamás. Después, simplemente vi amor en sus ojos. Pena y esperanza. Locura y humildad.

Empezamos a reír.

Primero despacio, sin saber por qué.

Luego más fuerte, cada vez más, inundando el ambiente con aquella risa desesperada.

Cada vez más fuerte, cada vez más, estallando el templo en un frenético clamor, en mil ecos agudos e hirientes, en una rota, absurda y loca sinfonía.

Y a medida que mi risa aumentaba, y a medida que los ojos de Malo me cegaban, me atrapaban, me consumían, me devoraban, me enloquecían, el tiempo se borraba de mi mente y la razón desaparecía. La divina luz del loco me quemó los ojos, me nubló el cerebro, mientras las risas, divinas y diabólicas, se perdían poco a poco por el laberinto de columnas, las frías paredes de piedra, las bóvedas, los oscuros ángulos, las imágenes…

 

FIN

                                                                                                                                © Javier de Lucas