A los diez años escribí mi primer relato del Oeste: "El infalible Farrow". Durante los cinco años siguientes escribí otros veinticuatro, siendo el último "La mano inolvidable". Había cumplido quince años y pensé que ya iba siendo hora de tomarme en serio la Literatura.
Recuerdo con mucho cariño aquellos años y aquellos
textos, repletos de tiros, pistoleros y duelos a muerte, de buenos y malos, de
extensas llanuras y estrechos desfiladeros, de sucias cantinas y lujosos
salones, de cazadores de recompensas y sheriffs heroicos, de vaqueros
camorristas y caciques despiadados, de cacerías salvajes y disparos de todos los
calibres...vistos y escritos por un niño que creía en la infalible puntería del
Colt del héroe solitario.
Aquí están algunos de aquellos relatos, tal y
como los escribí, con sus errores sintácticos variados...¡y hasta con algunas
faltas de ortografía!
UNO
-
Sí,
quiero.
Malo movió la diestra,
lentamente, y en su rostro pétreo, curtido, apareció de nuevo, como siempre, su
extraña y fascinante expresión.
Quizás ahora pareciese
más viejo, mucho más, que aquel día en que por primera vez le vi idénticamente
postrado y con la misma postura. Sin embargo, flotaba en su figura un hálito de
vejez, de impotencia, que tal vez fuese hoy distinta y nueva, y eso fue lo que
más me impresionó.
Ahora, al fin, oía yo
las palabras del viejo clérigo, aquella imponente, sórdida oración que en el
marco austero, desvencijado de la vacía iglesia mejicana, parecía más pesadilla
que realidad.
Me pregunto si desde
aquel día, hace ya diez años, he vivido algo distinto a un tremendo sueño.
Ahora ya parece que no es tal, que aquel enigma indescifrable que me llevó diez
años perdido, se hace cada vez más y más comprensible.
Si, oía las palabras del
clérigo que salían, una a una de sus labios, y que el aire quieto y solemne,
impasible, las llevaba hasta las bóvedas, hasta los oscuros ángulos, las frías
paredes de piedras, los laberintos de columnas, las imágenes… y al reflejarse
en ellas llenaban todo con su eco, mezclando unos sonidos con otros,
envolviendo el ambiente de extraño clamor.
La oscuridad, profunda,
misteriosa, el silencio abismal, absoluto, el mismo de siempre, y allí
enfrente, en medio, Clint Malo, el pistolero, el hombre famoso de las manos
rápidas.
Miré sus ojos. ¡Cuánta
fiebre en ellos, cómo brillaban, cuánto decían, ahora, ahora que ya se lo que
me gritan!
Cuánta incertidumbre en
aquellas manos que nunca temblaron, cuando el anillo cayó en ellas.
Aquel hombre que se
estaba casando, aquel peligroso gun-man de vida alucinante, pintó en sus ojos,
por primera vez, por décima vez, una luz brillante, auténtica, de felicidad.
Yo sé que ella le estaba
mirando con sus grandes ojos negros abiertos, bañados en llanto, con aquella
mirada que tanto expresaba, que tanto significó en la vida de Clint Malo.
Con su vestido blanco,
inmaculado, con el contraste de su piel morena, de su pelo negrísimo, ella,
ella le miraba entregándose, consiguiendo lo que la vida nunca logró, hacer
feliz al pistolero.
Sí, la estoy viendo,
escondido tras la columna, levantar la mano donde él pone su anillo de boda, y
mirar hacia el altar, y dar gracias, y llorar en silencio en aquel decisivo
momento de su existencia.
-
Sí,
quiero.
Las palabras que salen
de sus labios y que el aire, quieto y solemne, impasible, expande por el
laberinto de columnas, las frías paredes de piedra, las bóvedas, los oscuros
ángulos, las imágenes…
---
-
¿Clint
Malo? ¿El pistolero? – el hombre de las gruesas gafas denotaba cierto interés
por mi pregunta – Un caso extraño, singular más bien… el día de su boda en
Silver Springs, alguien mató a la novia, y nadie supo jamás por qué.
-
¿Y su
periódico no demostró inquietud por el hecho?
-
¡Ya lo
creo! Mandó a un especialista, Mr. Bates, para investigar la muerte, pero
después de dos o tres crónicas de ambiente tuvo que volver con las manos
totalmente vacías. Ni el sheriff, ni el marshall, ni nadie descubrió jamás
quien fue el asesino de esa chica.
-
Pero
había testigos, gente que hubiese podido reconocer al hombre… es absurdo que
cometiese el crimen y desapareciese como un fantasma…
-
Efectivamente
– mi interlocutor sonrió débilmente – un fantasma. Pero nadie supo quién era y
por qué lo hizo. Es un misterio, y el periódico, tras unos comentarios, como la
ley, olvidó el hecho…
Ahora sentí el mismo
desasosiego que en situaciones parecidas. Me había costado mucho trabajo llegar
a saber que el “Herald” de Sacramento publicó algunas crónicas del suceso, y el
descubrimiento no había significado ningún adelanto. Pero aún había un cabo
suelto:
-
¿Mr.
Bates? – pregunté - ¿Sigue trabajando aquí?
El hombre se encogió de
hombros e inició una sonrisa despectiva:
-
No,
¿sabe? Era un alcohólico. Además, creo que ese asunto le trastornó. El caso es
que después de aquello le despidieron y nada más hemos sabido de él.
Se acercó un poco más a
mí y susurró:
-
Siga
mi consejo, amigo. Deje ese suceso, que no podrá esclarecer. No meta las narices
en algo tan oscuro y baldío.
Eso era más o menos lo
que me habían contestado anteriormente las personas a quienes pregunté por el
caso. Pero ahora sabía algo más. El tipo del Herald me estaba mirando con
benevolencia, como si mi interés mereciese aliento. Y sin embargo quería
disuadirme.
-
Si la
ley, en su momento, no consiguió nada ¿qué va a descubrir usted? Además, Mr.
Bates es un viejo del que poco o nada sacará…
Bates me miró con
aquello ojos rojizos, llorosos, nublados por los años y el alcohol. Balbució:
-
No
recuerdo. Yo…
Pero era indudable que
un rayo de inteligencia había aparecido en su mirada. Pregunté:
-
Usted
estuvo allí después. Habló con la gente, investigó…
-
Sí, sí
– movió las manos, arrugadas y torpes, y se tapó con ellas el rostro – no saqué
nada en limpio. Creí…
Se había parado, tal vez
intentando recordar con precisión. Pero yo no estaba para esperas, insistí:
-
Vamos,
Mr. Bates. Todo el mundo estuvo en la boda. ¿Cómo es posible que nadie viese al
asesino?
-
Creí…
El viejo pugnaba por
recordar, pero el esfuerzo no le llevaba a ninguna conclusión. Sus ojos
parecían ahora dos trozos de fuego.
-
Siver,
hace años, fiebre de la plata… Clint Malo, el más famoso pistolero del
territorio, va a casarse…
-
Enamorado
– el ex-periodista hablaba ente dientes- Eso sí lo sé. Ese hombre sin alma
había encontrado una muy bella y se la dio a aquella mujer a quien amó tanto en
tan poco tiempo…
“Y a la que aún sigue
queriendo, a pesar del tiempo pasado” pensé, pero Bates parecía ensimismado,
extasiado, y yo le dejé continuar:
-
Él la
quería – decía entrecortadamente – Eso fue lo único que descubrí. La quería con
toda su alma, como un loco, dando todo lo que aún le quedaba de bueno… quizá
con ella murió su propio cerebro…
Bates cerró los ojos y
susurró:
-
No
recuerdo… hay mucha niebla en mi mente… y todo es tan lejano…
Sin embargo yo sabía que
en aquel viejo borracho, olvidado de todos, tan solo aquella extraña historia
podía interesar sus pensamientos. Aquella historia que sin duda alguna llegó a
cautivar un día al periodista, como ahora me cautivaba a mí...
-
Silver,
hace años… la fiebre de la plata… Clint Malo, el más famosos pistolero…
Sus ojos rojizos,
acabados, se abrieron lentamente.
-
Ella
era un ángel – murmuró – Un ángel moreno, un pozo de dulzura… yo la vi muerta,
vestida de blanco, con su traje de novia manchado aún por la sangre… parecía
dormida tan solo, y vi al pistolero llorar noches enteras, sin descanso,
abrazarse a la cruz de la tumba y jurar mil veces que no descansaría hasta
encontrar al asesino… le vi aferrarse a la losa con furia cuando quisieron
llevárselo de allí… gritar el nombre de la muerta entre histéricos sollozos,
maldecir al que la mató con todo el odio de su corazón.. .vi algo que jamás
creí, el amor más grande que pude imaginar, y créame que aquello no se me
olvidará jamás y estaré dispuesto a repetirlo hasta mi muerte…
Y aquel cielo salpicado
de estrellas que miraban y miraban las lágrimas del hombre que nunca lloró…
como si ahora sintiese el enorme y febril deseo de quemar así su dolor.
Aquellas lágrimas que caían en la losa, blanca, fría, terrible, y que encerraba
de tan eterna manera aquel cuerpo, aquellos ojos que fueron suyos, aquella
noche que fue su pelo, y su vida…
Quizás el viento, de
triste forma, secase sus lágrimas, o quizás fuese su misma piel, seca y
ardiente quien con violencia lo hiciese. Nadie, sin embargo, consoló a aquel
hombre porque, en realidad, nadie podía hacerlo. Nadie podía acercarse a algo
que no comprendía, a aquel que lloraba abrazado a la tumba, y que juraba con
aquella rota voz que todo oyeron, con aquella salvaje voz destruida por el
dolor que a todos estremeció:
-
¡Ven…
asesino, ven… a morir…!
El calor era
insoportable y mi caballo lo acusaba tan visiblemente que tuve pena de él,
aunque no lo suficiente para darle un trago de mi cantimplora. El terreno,
totalmente seco, sin un árbol, quitaba la esperanza a cualquiera de encontrar
agua para el pobre animal.
Confieso que cuando vi
la construcción, allá a lo lejos, sobresaliendo de un montón de casas
semiderruidas, sentí una cierta aprehensión, y cuando descubrí que era una
antigua iglesia, de grandes proporciones y construida al estilo español, mi
interés me llevó a encaminar mis paso hacia allí.
Estaba en lo alto de una
pequeña loma, bajo la cual se extendían unas casuchas que tiempo atrás debió
constituir un pueblo, y que ahora presentaban un desolado y ruinoso aspecto.
Era lo que se llamaba un pueblo fantasma, “Silver” como rezaba en un viejo y
casi borrado cartel situado a la entrada
En mi vida oí hablar de
Silver Springs, y nunca lo había visto en ningún mapa aunque hubiese estudiado
alguno de la región antes de ponerme en camino. Sin embargo, lo que en
principio confundí con un espejismo, de repente lo tuve frente a mí, como si de
una visión incoherente se tratase.
El tiempo había
derribado aquellas moradas, había destrozado paulatinamente las fachadas, los
porches, la madera, transformando todo en una mole grisácea, uniforme y
fantasmal, donde antes habría habido color, bullicio y vida.
Tan solo el rumor del
viento infiltrándose entre las desvencijadas tablas, hurgando entre el aire
quieto y sereno de las estancias, como queriendo penetrar en los recuerdos que
ellas guardaban, era la única señal de que algo aún latía en aquel dominio de
la nada.
Miradas eternas,
perdidas en el tiempo, en el ayer, parecían las casas, y aquella gran iglesia
de gigantesco porte que dominaba el pueblo desde la loma, parecía llamarme. A
medida que subía, que me acercaba, el aire parecía más frío, más intenso, y el
ambiente, o quizá mi imaginación, más confusa. Aquella gran cruz de la puerta,
aquel umbral en tinieblas, y luego la oscuridad, las flores, el agua bendita, y
el hombre…
No sé, es posible que
aquellas velas encendidas diesen al templo un extraño aspecto, pero mi sorpresa
no fue por eso, sino por las frescas rosas del altar, por los cirios derramando
su joven y vieja luz, por la mano invisible que, surgiendo de aquel pueblo
fantasma y desierto, parecía haber hecho todo aquello.
A la luz mortecina,
curiosa y solemne, agonizante, las altas columnas terminadas en arcos, los
altares, las imágenes, en silenciosa expectación, me miraban, y el ambiente
sereno, imponente y austero me impresionó. Así me quedé contemplando la
interminable nave sumida en penumbra, respirando casi entrecortadamente aquel
aire que parecía milenario, misterioso, que se extrañaba con mi presencia al
turbar su eterna quietud.
Avancé despacio, mirando
a todas partes, tocando los muros de piedra con las manos para no caer por la
oscuridad. Entonces, a través de los arcos, sobre la pared, vi aquella sombra
gigantesca, hierática, que sin embargo era tan real como mi excitación.
Creí absurdo la
presencia de alguien en aquel lugar, y sin embargo, de rodillas ante el altar
mayor, estaba un hombre postrado y ensimismado en su total aislamiento. Parecía
incoherente todo aquello, parecía un sueño, pero el hombre seguía allí, como
arrancado de un cuadro trágico e inesperado.
Pero su sombra se movía,
realizaba ademanes, movimientos y gestos que en aquella soledad resultaban
grotescos. Por espacio de un buen rato permaneció ausente de todo lo que le
rodeaba. Yo estaba seguro que aunque más me acercase, aunque me pusiera detrás
de él, no se daría cuenta.
Confieso que el
espectáculo me fascinaba, que mis ojos se clavaron en aquel extraño personaje,
vestido con un traje raído, casi harapiento, cuyos movimientos eran febriles y
parecían sincronizados como si estuviese representando un drama. Y sin embargo,
su público era nadie, porque él no sabía que yo estaba tras de él, que seguía
con avidez sus procesos sin poder evitar mi excitación.
“Loco”, pensé.
Sus cabellos, grises y
largos, le caían por el cuello en desorden; sus manos, largas y finas,
nerviosas, su espalda, algo inclinada hacia delante, parecía senil y no lo era,
pero su actitud denotaba una fiebre que a veces parecía joven y a veces vieja,
que era nerviosa y era cansada.
Así permanecí espiando
todos sus actos, hasta que al final llegué a una sorprendente conclusión: el
hombre parodiaba una boda. Era eso lo que, con absurda dedicación sin olvidar
un detalle, estaba haciendo. Aquel fue un 6 de septiembre, el primero de todos.
---
Gannon me miró
estúpidamente, como abstraído y confuso. Repitió:
-
¿Cómo
dio conmigo?
Me costó de nuevo
explicarle el penoso proceso: cómo me enteré del nombre del sheriff y de su
ayudante en la época de la plata en Silver, de qué manera seguí sus pistas,
cómo descubrí, al cabo de un año, que el sheriff había muerto y tuve que
empezar de nuevo… el rastro de Gannon, su ayudante, que seguí como un sabueso
por la frontera de Méjico hasta Tijuana… tres años de afanosa búsqueda, de
infatigable rastreo, y ahora, al fin, los ojos abotargados de Gannon fijos en
mí.
Charlábamos en una
taberna mejicana, destartalada y sucia, medio vacía, cuando el hombre me dijo:
-
¿Quién
recuerda ya? Un tipo entró en la iglesia y la mató. Solo eso.
El corazón, de repente,
me dio un vuelco. Fue un presentimiento lo que en aquellos momentos pasó
fugazmente por mi cerebro.
-
Fue
muy extraño – siguió Gannon, mientras sorbía poco a poco su vaso de aguardiente,
-porque nadie vio entrar al asesino a la iglesia, aunque yo oí perfectamente,
después del disparo el trote de un caballo alejarse por la parte posterior del
templo. No pudimos cazarle, ni verle siquiera, aunque muchos asegurasen que se
trataba de Silveira, un antiguo conocido de la muchacha.
Sí, ya había
comprendido. Me había dado cuenta de un punto importantísimo en la historia, y
dije:
-
Nadie
lo vio ¿verdad? Porque la iglesia, durante la ceremonia, estaba totalmente
vacía.
-
Exactamente
– contestó Gannon – Clint Malo fue un tipo raro, un loco creo yo. No dejó que
nadie viese su boda, porque nos despreciaba. Solo el cura y ellos y después, el
asesino.
-
¿Y
luego?
-
Los
que estábamos fuera, al oír el disparo, nos precipitamos hacia el templo, pero
no entramos. Luego supimos que el cura estaba sin sentido y no vio nada. La
puerta se abrió y apareció Clint Malo, más impresionante que nunca.
Bebió un buen trago, y
el aguardiente pareció ir aclarando cada vez más su memoria. En sus ojos brilló
ahora la luz de la excitación.
-
La
llevaba en brazos –continuó- como si fuese algo más de su cuerpo. La tenía
abrazada con tal fuerza que parecía que nada ni nadie sería capaz de arrancarla
de allí. Entonces todos, no sé por qué, nos arrodillamos a su paso. Fue algo
increíble, las lágrimas que caían silenciosamente por la cara del pistolero
parecían de sangre. Y después sus palabras, sus rotas y desesperadas palabras
que todos oímos:
“¡Ven… asesino… ven y
muere…¡”
Sí, oía las palabras del
clérigo que salían, una a una, de sus labios, y que el aire quieto y solemne,
impasible, las llevaba hasta las bóvedas, hasta los oscuros ángulos, las frías
paredes de piedra, los laberintos de columnas, las imágenes… y al reflejarse en
ellas llenaban todo con su eco, mezclando unos sonidos con otros, envolviendo
el ambiente de extraño clamor.
Otro 6 de septiembre…
Otro más. Pero el tiempo no pasa allí, se ha detenido misteriosamente, no deja
sentir su influencia en el absoluto silencio.
Otro 6 de septiembre.
Y otro.
Y otro más.
El viejo Sheik juntó las
manos, candorosamente, y bajo su arrugada piel brillaron, inocentes, dos ojos
de niño.
-
Era
una maravilla, una criatura delicada y preciosa. Tenía los ojos grandes,
enormes, y su pelo era tan negro como la noche.
No me interesaba oír
aquello, pero el viejo, recordando, estaba emocionado. Así que le dejé
continuar sin interrumpirle.
-
Pero
aún era más bella su alma. Inocente, pura y sacrificada. Era un ángel y por eso
creo que Silveira cometió algo más que un asesinato.
Nuevamente, una luz iluminaba
la historia. Centré toda mi atención en el viejo y pregunté:
-
¿Silveira?
Nadie le vio.
-
Pero
yo sí – aseguró Sheik, mientras sus ojos se nublaban tristemente.- Yo vi a
Silveira salir de la iglesia después del disparo, en su caballo indio, después
de matar lo más bonito del mundo. ¡Ah¡ Dios castigará con toda su fuerza a ese
hombre, porque no hay nada peor que lo que él hizo.
Ahora, Sheik denotaba odio en sus flacas y acartonadas facciones. Sus manos temblaban y un rictus de ira deformaba su boca.
-
¿Cómo
no dijo nada al sheriff?
-
¿Para
qué? Todos, aunque no le vieron, acusaron a Silveira. Le buscaron y no le
hallaron. Si le hubiesen encontrado, aun sin mi declaración, le hubiesen
ahorcado.
-
¿Y
Clint Malo?
-
Él
nada dijo. Parecía que había perdido la razón. Yo sé que buscó a Silveira como
un loco, como la única razón de su vida, que removió toda la frontera en busca
de ese hombre. Cuando, con ella en brazos, bajó del templo, su expresión no era
de un ser humano. Yo vi en sus ojos muerte y locura, pero grabados tan
profundamente que sentí espanto. Nunca vi un rostro igual, y créame que lo
recordaré mientras viva.
El viejo bajó los ojos,
concentrándose en sí mismo, recordando fríamente aquella extraña y terrible
historia. Después, alzó la vista lentamente, me miró con ausente expresión y
terminó su relato:
-
Silveira
estaba loco por ella y odiaba a muerte a quien se la llevaba. Por eso la mató a
ella y no a él, porque así se vengaba monstruosamente de los dos. Clint, cuando
Silveira disparó, por un solo momento en toda su vida de pistolero, no supo
reaccionar. Créame que los segundos que perdió en aquel instante fueron los que
después le atormentaron toda su vida.
Ahora lo
vemos oscuro, como en un espejo;
mas
entonces veremos cara a cara
Estoy llegando al final.
El final absoluto, ese que tan solo llega con la muerte.
Repaso estos últimos
años y creo que ahora voy a despertar de una pesadilla sin tiempo, sin espacio,
sin dimensión. Una pesadilla que ha cambiado con el paso de los años, pero que
ha permanecido siempre inmutable, sin principio, que ha podido comenzar en
cualquier año, en una fecha: un 6 de septiembre. Sin embargo, hoy todo es
distinto. Sé que la esencia de esta historia ha dado un paso adelante, sé que
falta poco para que algo suceda, algo fantástico que ponga digno fin a tan
atávico relato. Sé, y no sé por qué, que la magnificencia de lo inmutable, de
lo invariable, va a saltar de repente, y quiero ver, entre asustado y
abstraído, qué ocurre.
Quizás lo sepa ya. Lo
espero y sin embargo quiero verlo, quiero asistir a ese final que está a punto
de suceder. Malo está ante mí, de rodillas, perdido en un mundo sin tiempo, y
ella está con él, yo la veo con sus grandes ojos fríos y ausentes.
Han cambiado. Todo es
distinto, desde el día en que aquel pobre mendigo, acabado, esquelético y
sucio, llamó a mi puerta de una habitación en un hotel de Santa Fe.
Fue poco tiempo, acaso
media hora, y aquellos minutos cambiaron de repente diez años de angustiosa
búsqueda. En unos minutos un chorro de luz, una cruel y salvaje catarata de
resplandores iluminó de repente mis tinieblas con cegadora intensidad. Ni
siquiera una parte de mí permaneció estática, porque todo se derrumbó en un
instante, se desplomó ante mis pies y sentí vértigo.
Todavía me parece tener
al mendigo entre los brazos, moribundo, deshaciéndose de las palabras que no
quiso llevarse solo a la tumba. El testamento que, de sus entrecortadas frases,
de su último estertor, copié íntegramente y que debidamente pulido y
esclarecido, inserto aquí para su conocimiento.
“Yo la quería. Se lo
juro por Dios que nos queríamos con todo el alma, que éramos el uno para el
otro. Pero Clint Malo la robó. Me enteré de su boda, y solo pude creer que ella
aceptaría por miedo a que el pistolero, de no acceder, me matase. Sentí la
sangre quemarme las venas, corrí a la iglesia y los vi solos, y entonces
comprendí que Clint Malo estaba enamorado de ella y se creía correspondido.
Pero al verme, ella se estremeció. Corrió hacia mí, se me abrazó llorando con
un miedo cerval pintado en sus ojos. Entonces Clint Malo se volvió loco. La
separó de mí, la arrastró por el suelo y la mató. Quedé horrorizado. Vi la
locura, la muerte, la desesperación en aquel hombre, y cobardemente huí de
allí. Toda la vida he sufrido aquella huida, y la sombra de Clint Malo, que en
su locura me creyó el asesino, me persiguió. Siempre fui un cobarde, un
asqueroso cobarde, y siempre huí. Pero no puedo morir sin hablar. Usted busca
la verdad, lo he sabido, y quiero descargar en usted mi conciencia. Ya lo sabe
todo. Es la verdad, la única verdad. Y sin embargo, amigo, dígame: ¿quién de
los dos la mató? Aunque Clint Malo disparó… ¿quién la mató? ¿quién… quién la
mató?
Silveira”
… Y
entonces veremos cara a cara
-
Sí,
quiero.
Las palabras que salen
de sus labios y el aire, quieto y solemne, impasible, expande por el laberinto
de columnas, las frías paredes de piedra, las bóvedas, los oscuros ángulos, las
imágenes…
Pero yo no dije nada.
¡Cómo voy a ser capaz,
solo por saciar mi morbosa curiosidad, de enfrentar a Clint Malo con la
realidad desnuda!
Quise provocar una
hecatombe, una apoteósica final, un despertar brutal y salvaje, poniendo
delante del viejo loco, del maniático soñador, la maldita realidad.
No, no pude hacerlo.
Mientras miraba su
espalda, vieja y curvada otro 6 de septiembre, me pregunté cuán es la verdad de
las cosas y dónde está. Qué es despertar y qué es dormir. Quién es el loco,
quién es quién muere. Entonces Clint Malo se volvió.
Le vi cara a cara.
Vi la verdad. ¿Dónde?
En sus ojos.
Me miraron limpiamente,
con claridad de cielo, con tiniebla de abismo, como nadie me miró jamás.
Después, simplemente vi amor en sus ojos. Pena y esperanza. Locura y humildad.
Empezamos a reír.
Primero despacio, sin
saber por qué.
Luego más fuerte, cada
vez más, inundando el ambiente con aquella risa desesperada.
Cada vez más fuerte,
cada vez más, estallando el templo en un frenético clamor, en mil ecos agudos e
hirientes, en una rota, absurda y loca sinfonía.
FIN
© Javier de Lucas